No tema a las palabras: son pequeños milagros y como tales obran, si acertamos a articularlas en el momento exacto
Fernando León de Aranoa, «Diagnóstico»,
Aquí yacen dragones
Comienza un nuevo año y en el blog, además de otras tareas, seguiremos en la trinchera defendiendo el valor de las palabras. Este hermoso texto de Fernando León de Aranoa, que encabeza su libro Aquí yacen dragones, nos recuerda la necesidad de cuidar las palabras ante sus enemigos y de no dejar morir nunca la posibilidad de comunicarnos con ellas.
EPIDEMIA
Se decía en los cafés, en las plazas, en los mercados:
las palabras están muriendo.
Murió
Eucalipto, murió Colectivo, murió Paraguas, tan querida por todos. Murió
Curioso y murió Rebelión. Murió Ditirambo, pero a pocos importó, porque pocos
la conocían. Agonía tuvo una muerte coherente, larga y dolorosa. Al entierro de
Pan acudieron millones en masa.
Caían por
docenas, contagiadas.
Alarmadas,
las autoridades racionaron las palabras. Cada ciudadano podrá utilizar treinta
al mes. Se persiguieron las perífrasis y los circunloquios, se declararon proscritos
los rodeos: el lenguaje se volvió exacto, los oradores, cirujanos. Los locuaces
fueron encarcelados y puestos a disposición de los jueces en vistas que nunca más
volvieron a ser orales. Incomunicaron a los charlatanes y los mudos se
erigieron al fin en modelos sociales, pero lo celebraron en silencio.
Se pusieron
de moda las medias palabras. Los enamorados aprendieron a decírselo todo con la
mirada, los amantes, con las manos.
Lingüistas,
académicos y semiólogos trataron de explicar el origen de la epidemia, pero no
encontraron las palabras. Las autoridades pusieron protección a algunas de
ellas en virtud de su relevancia: Democracia, Quiniela y Sistema Financiero serían
escoltadas en todo momento desde sus domicilios hasta las frases donde a diario
se ocupan.
Y el
lenguaje se llenó de ausencias. Los diccionarios se convirtieron en
cementerios: morgues de papel alfabéticamente ordenadas, necrológicas encuadernadas
de la A a la Z.
En secreto,
los enamorados guardaron diez, doce palabras, para decírselas en el momento
exacto. También los poetas hicieron provisión. En un sótano húmedo, sin
ventanas, amontonaron trescientas palabras. Se sabe que entre ellas estaba
Mañana, estaba Mantel, estaba Esperanza. Y se sabe también que, apostados sobre
ellas con sus rifles, se aprestaron a defenderlas con la vida.
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