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miércoles, 16 de noviembre de 2022

EN EL CENTENARIO DE JOSÉ SARAMAGO

Déjate llevar por el niño que fuiste

Libro de los consejos

En la conmemoración del centenario del nacimiento de José Saramago quiero compartir con los lectores del blog dos textos del autor portugués que nos recuerdan episodios de su vida. 

El primer texto lo entresaco de Las pequeñas memorias, una deliciosa autobiografía encabezada por la cita con la que se abre esta entrada, que se centra en sus pimeros años y que recoge esta anécdota sobre su fecha de nacimiento.

Creo que la ocasión es buena para hablar de otro episodio relacionado con mi aparición en este mundo. Como si no tuviéramos suficiente con el delicado problema de identidad suscitado por el apellido, otro vendría a juntársele, el del día del nacimiento. En realidad nací el 16 de noviembre de 1922, a las dos de la tarde, y no el día 18, como afirma la partida del registro civil. Ocurrió que en aquellas fechas estaba mi padre trabajando fuera de la aldea, lejos, y, aparte de no haber asistido al nacimiento del hijo, sólo pudo regresar a casa después del 16 de diciembre, más probablemente el 17, que era domingo. Entonces, y supongo que también hoy, la inscripción de un nacimiento debía realizarse en el plazo de treinta días, bajo pena de multa en caso de infracción. Puesto que en aquellos tiempos patriarcales, tratándose de un hijo legítimo, a nadie se le pasaría por la cabeza que la inscripción fuera hecha por la madre o por un pariente cualquiera, y teniendo en cuenta que el padre era considerado oficialmente autor único del nacido (en el boletín de matrícula en el Liceo Gil Vicente sólo consta el nombre de mi padre, no el de mi madre), se esperó a que regresara, y, para no tener que pagar la multa (cualquier cuantía, incluso pequeña, sería excesiva para la economía de la familia), se puso dos días más tarde la fecha real del nacimiento, y el caso quedó solucionado. Siendo la vida en Azinhaga lo que era, penosa, difícil, los hombres salían muchas veces a trabajar durante semanas, por eso no debo de haber sido ni el primer caso ni el último culpable de estos pequeños fraudes. Y sobre la fecha que consta en el documento de identidad, moriré dos días más viejo, pero espero que la diferencia no se note demasiado.

El segundo texto pertenece al comienzo del Discurso de aceptación del Premio Nobel el 7 de diciembre de 1998. En él evoca la figura de sus abuelos, tan importantes en la formación de su personalidad y en el amor por contar historias.

El hombre más sabio que he conocido en toda mi vida no sabía leer ni escribir. A las cuatro de la madrugada, cuando la promesa de un nuevo día aún venía por tierras de Francia, se levantaba del catre y salía al campo, llevando hasta el pasto la media docena de cerdas de cuya fertilidad se alimentaban él y la mujer. Vivían de esta escasez mis abuelos maternos, de la pequeña cría de cerdos que después del desmame eran vendidos a los vecinos de la aldea. Azinhaga era su nombre, en la provincia del Ribatejo. Se llamaban Jerónimo Melrinho y Josefa Caixinha esos abuelos, y eran analfabetos uno y otro. En el invierno, cuando el frío de la noche apretaba hasta el punto de que el agua de los cántaros se helaba dentro de la casa, recogían de las pocilgas a los lechones más débiles y se los llevaban a su cama. Debajo de las mantas ásperas, el calor de los humanos libraba a los animalillos de una muerte cierta. Aunque fuera gente de buen carácter, no era por primores de alma compasiva por lo que los dos viejos procedían así: lo que les preocupaba, sin sentimentalismos ni retóricas, era proteger su pan de cada día, con la naturalidad de quien, para mantener la vida, no aprendió a pensar mucho más de lo que es indispensable. Ayudé muchas veces a este mi abuelo Jerónimo en sus andanzas de pastor, cavé muchas veces la tierra del huerto anejo a la casa y corté leña para la lumbre, muchas veces, dando vueltas y vueltas a la gran rueda de hierro que accionaba la bomba, hice subir agua del pozo comunitario y la transporté al hombro, muchas veces, a escondidas de los guardas de las cosechas, fui con mi abuela, también de madrugada, pertrechados de rastrillo, paño y cuerda, a recoger en los rastrojos la paja suelta que después habría de servir para lecho del ganado. Y algunas veces, en noches calientes de verano, después de la cena, mi abuelo me decía: «José, hoy vamos a dormir los dos debajo de la higuera». Había otras dos higueras, pero aquella, ciertamente por ser la mayor, por ser la más antigua, por ser la de siempre, era, para todas las personas de la casa, la higuera. Más o menos por antonomasia, palabra erudita que sólo muchos años después acabaría conociendo y sabiendo lo que significaba.

En medio de la paz nocturna, entre las ramas altas del árbol, una estrella se me aparecía, y después, lentamente, se escondía detrás de una hoja, y, mirando en otra dirección, tal como un río corriendo en silencio por el cielo cóncavo, surgía la claridad traslúcida de la Vía Láctea, el camino de Santiago, como todavía le llamábamos en la aldea. Mientras el sueño llegaba, la noche se poblaba con las historias y los sucesos que mi abuelo iba contando: leyendas, apariciones, asombros, episodios singulares, muertes antiguas, escaramuzas de palo y piedra, palabras de antepasados, un incansable rumor de memorias que me mantenía despierto, el mismo que suavemente me acunaba. Nunca supe si él se callaba cuando descubría que me había dormido o si seguía hablando para no dejar a medias la respuesta a la pregunta que invariablemente le hacía en las pausas más demoradas que él, calculadamente, introducía en el relato: «¿Y después?» Tal vez repitiese las historias para sí mismo, quizá para no olvidarlas, quizá para enriquecerlas con peripecias nuevas. En aquella edad mía y en aquel tiempo de todos nosotros, no será necesario decir que yo imaginaba que mi abuelo Jerónimo era señor de toda la ciencia del mundo. Cuando, con la primera luz de la mañana, el canto de los pájaros me despertaba, él ya no estaba allí, se había ido al campo con sus animales, dejándome dormir. Entonces me levantaba, doblaba la manta, y, descalzo (en la aldea anduve siempre descalzo hasta los 14 años), todavía con pajas enredadas en el pelo, pasaba de la parte cultivada del huerto a la otra, donde se encontraban las pocilgas, al lado de la casa. Mi abuela, ya en pie desde antes que mi abuelo, me ponía delante un tazón de café con trozos de pan y me preguntaba si había dormido bien. Si le contaba algún mal sueño nacido de las historias del abuelo, ella siempre me tranquilizaba: «No hagas caso, en sueños no hay firmeza». Pensaba entonces que mi abuela, aunque también fuese una mujer muy sabia, no alcanzaba las alturas de mi abuelo, ése que, tumbado debajo de la higuera, con el nieto José al lado, era capaz de poner el universo en movimiento apenas con dos palabras. Muchos años después, cuando mi abuelo ya se había ido de este mundo y yo era un hombre hecho, llegué a comprender que la abuela, también ella, creía en los sueños. Otra cosa no podría significar que, estando sentada una noche ante la puerta de su pobre casa, donde entonces vivía sola, mirando las estrellas mayores y menores de encima de su cabeza, hubiese dicho estas palabras: «El mundo es tan bonito y yo tengo tanta pena de morir». No dijo miedo de morir, dijo pena de morir, como si la vida de pesadilla y continuo trabajo que había sido la suya, en aquel momento casi final, estuviese recibiendo la gracia de una suprema y última despedida, el consuelo de la belleza revelada. Estaba sentada a la puerta de una casa, como no creo que haya habido alguna otra en el mundo, porque en ella vivió gente capaz de dormir con cerdos como si fuesen sus propios hijos, gente que tenía pena de irse de la vida sólo porque el mundo era bonito, gente, y ése fue mi abuelo Jerónimo, pastor y contador de historias, que, al presentir que la muerte venía a buscarlo, se despidió de los árboles de su huerto uno por uno, abrazándolos y llorando porque sabía que no los volvería a ver.

viernes, 3 de abril de 2020

DISTANTEMENTE JUNTOS (Y XV): CON SARAMAGO Y CAMUS

En las últimas entradas del blog he querido acompañar con lecturas muy variadas (poemas, reflexiones, apuntes, artículos, textos teatrales,...) estos días de cuarentena que parece que se van a prolongar. Bajo el rótulo de "distantemente juntos", tomado de Cortázar, he compartido textos de autores muy variados que han tratado de forma sugerente temas e ideas que nos han acompañado en estos días inciertos: el encierro, la solidaridad y la generosidad, el silencio, la percepción del tiempo, la reivindicación de las pequeñas cosas, el amor por la literatura, la imaginación,... 
Dejo por ahora estas entradas, pues comienza el período de vacaciones, recomendando la lectura de estas novelas que han vuelto a revivir en estas últimas fechas y que, a pesar de su dureza, nos aportan esperanza en el ser humano cuando muestra su faceta solidaria: Ensayo sobre la ceguera de José Saramago y La peste de Albert Camus.

Se iluminó el disco amarillo. De los coches que se acercaban, dos aceleraron antes de que se encendiera la señal roja. En el indicador del paso de peatones apareció la silueta del hombre verde. La gente empezó a cruzar la calle pisando las franjas blancas pintadas en la capa negra del asfalto, nada hay que se parezca menos a la cebra, pero así llaman a este paso. Los conductores, impacientes, con el pie en el pedal del embrague, mantenían los coches en tensión, avanzando, retrocediendo, como caballos nerviosos que vieran la fusta alzada en el aire. Habían terminado ya de pasar los peatones, pero la luz verde que daba paso libre a los automóviles tardó aún unos segundos en alumbrarse. Hay quien sostiene que esta tardanza, aparentemente insignificante, multiplicada por los miles de semáforos existentes en la ciudad y por los cambios sucesivos de los tres colores de cada uno, es una de las causas de los atascos de circulación, o embotellamientos, si queremos utilizar la expresión común.
Al fin se encendió la señal verde y los coches arrancaron bruscamente, pero enseguida se advirtió que no todos habían arrancado. El primero de la fila de en medio está parado, tendrá un problema mecánico, se le habrá soltado el cable del acelerador, o se le agarrotó la palanca de la caja de velocidades, o una avería en el sistema hidráulico, un bloqueo de frenos, un fallo en el circuito eléctrico, a no ser que, simplemente, se haya quedado sin gasolina, no sería la primera vez que esto ocurre. El nuevo grupo de peatones que se está formando en las aceras ve al conductor inmovilizado braceando tras el parabrisas mientras los de los coches de atrás tocan frenéticos el claxon. Algunos conductores han saltado ya a la calzada, dispuestos a empujar al automóvil averiado hacia donde no moleste. Golpean impacientemente los cristales cerrados. El hombre que está dentro vuelve hacia ellos la cabeza, hacia un lado, hacia el otro, se ve que grita algo, por los movimientos de la boca se nota que repite una palabra, una no, dos, así es realmente, como sabremos cuando alguien, al fin, logre abrir una puerta, Estoy ciego.
***
Los curiosos acontecimientos que constituyen el tema de esta crónica se produjeron en el año 194... en Orán. Para la generalidad resultaron enteramente fuera de lugar y un poco aparte de lo cotidiano. A primera vista Orán es, en efecto, una ciudad como cualquier otra, una prefectura francesa en la costa argelina y nada más.
La ciudad, en sí misma, hay que confesarlo, es fea. Su aspecto es tranquilo y se necesita cierto tiempo para percibir lo que la hace diferente de las otras ciudades comerciales de cualquier latitud. ¿Cómo sugerir, por ejemplo, una ciudad sin palomas, sin árboles y sin jardines, donde no puede haber aleteos ni susurros de hojas, un lugar neutro, en una palabra? El cambio de las estaciones solo se puede notar en el cielo. La primavera se anuncia únicamente por la calidad del aire o por los cestos de flores que traen a vender los muchachos de los alrededores; una primavera que venden en los mercados. Durante el verano el sol abrasa las casas resecas y cubre los muros con una ceniza gris; se llega a no poder vivir más que a la sombra de las persianas cerradas. En otoño, en cambio, un diluvio de barro. Los días buenos solo llegan en el invierno.

jueves, 10 de diciembre de 2015

10-D: REFLEXIONES DE SARAMAGO SOBRE LOS DERECHOS HUMANOS

Forges
Todos los años, tal día como hoy, se conmemora la aprobación de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Y siempre se suscitan las mismas preguntas: ¿por qué son papel mojado en la mayoría de los países del mundo?, ¿por qué  continúan en pleno siglo XXI siendo noticias los dramas de los refugiados, de las víctimas de la violencia de género, de las injusticias, de los desahucios, de la falta de libertades, de las torturas...?, ¿por qué la comunidad internacional no vela por su cumplimiento?
Como todavía queda mucho camino por andar, os invito a leer en la página de Amnistía Internacional textos y canciones que os ayudarán a entender y valorar este tema.
Por mi parte os dejo a continuación, además de las viñetas del genial Forges, unas lúcidas reflexiones del escritor portugués José Saramago, Premio Nobel de Literatura en 1998, sobre los derechos humanos, tal como las publicó en su blog hace unos diez años. Siguen de plena actualidad. Son meditaciones, algunas recurrentes, sobre la necesidad del compromiso y de la lucha frente al incumplimiento de los derechos humanos, sobre la necesidad de pensar también una carta de deberes humanos, sobre los peligros de la globalización, sobre el valor de la disensión, sobre la necesidad de la Filosofía,...

Forges
Y no se cumplen
La batalla de los derechos humanos no entiende de derechas ni de izquierdas. Pero es algo en lo que la gente honesta puede ponerse de acuerdo. ¿Y qué contiene [la Declaración]? Treinta derechos reconocidos de manera unánime como derechos fundamentales del ser humano. Y no se cumplen.


Dos grandes batallas

Sin democracia no puede haber derechos humanos, pero sin derechos humanos tampoco habrá democracia. Estamos en una situación en que se habla mucho de democracia y nada de derechos humanos. Creo que ésas son dos grandes batallas para este siglo. Y si no las libramos, el siglo será un desastre.


El gato y el ratón

Si no nos defendemos, el gato de la globalización acabará engullendo al ratón de los derechos humanos. La globalización es un totalitarismo.


Situaciones incompatibles

El cumplimiento de los derechos humanos es incompatible con lo que está pasando en el mundo. Pues, entonces, si los reivindicas, vas a tener que oponerte a lo que está pasando.


Compromiso ético y compromiso crítico

Se habla de derechos humanos y está bien, y hay que seguir hablando, pero hablamos poco de los deberes humanos. ¿Deberes de qué? De solidaridad, sobre todo. De respeto humano, sobre todo. Estamos olvidando un poco que los derechos se compaginan con los deberes. Hacerse cargo de la necesidad de hablar de esto es a lo que yo me refiero con “compromiso ético” y “compromiso crítico”.


Disentir

Disentir es uno de los dos derechos que le faltan a la Declaración de Derechos Humanos. El otro es el derecho a la herejía. Disentir es un derecho que se encuentra y se encontrará inscrito con tinta invisible en todas las declaraciones de derechos humanos pasadas, presentes y futuras. Disentir es un acto irrenunciable de conciencia.


Derecho a la herejía

Para mí, está clarísimo que entre los derechos humanos de que tanto se habla, hay uno que no se puede olvidar: el derecho a la herejía, a elegir otra cosa.


La batalla que vale la pena

Los derechos humanos… ¿cuántos se cumplen?, ¿por qué no se cumplen?, ¿de quién es la responsabilidad de no cumplirlos? La batalla que vale la pena en el siglo que entra es la batalla por los derechos humanos, y la tendencia es a perderla si no reaccionamos a tiempo […] Hay una incompatibilidad radical entre globalización económica y derechos humanos.


Deberes humanos

Después de milenios de civilizaciones y culturas, los deberes humanos se encuentran inscritos en las conciencias, incluso cuando aparentamos ignorarlos o despreciarlos. No hay que escribir una Carta de los Deberes Humanos, hay que apelar a las conciencias libres para que la manifiesten y la asuman.


En ninguna parte

Los derechos humanos no se cumplen en ninguna parte. Derecho a la vida, a la existencia decorosa, a comer y trabajar, a la salud y la educación. La gran batalla de la ciudadanía debe ser la batalla por los derechos humanos.


El mañana y el milenio

En vez de unas cuantas propuestas gratuitas sobre y para uso del tercer milenio, que luego, probablemente, el tiempo se encargará de reducir a cisco, ¿por qué no nos decidimos a poner de pie unas cuantas ideas simples y unos cuantos proyectos al alcance de cualquier comprensión? Estos, por ejemplo, en caso de no encontrar nada mejor: a) desarrollar desde la retaguardia, es decir, aproximar hasta las primeras líneas de bienestar a las crecientes masas de personas que fueron dejadas atrás por los modelos de desarrollo en uso; b) suscitar un sentido nuevo de los deberes humanos, haciéndolo paralelo al ejercicio pleno de sus derechos; c) vivir como sobrevivientes, porque los bienes, las riquezas y los productos del planeta no son inagotables; d) resolver la contradicción entre la afirmación de que estamos cada vez más cerca unos de otros y la evidencia de que nos encontramos cada vez más alejados; e) reducir la diferencia, que aumenta cada día, entre los que saben mucho y los que saben poco. Creo que de las respuestas que demos a cuestiones como éstas dependerá nuestro mañana y nuestro pasado mañana. Y dependerá el próximo siglo. Y el milenio todo. A propósito: ¿Y si volviéramos a la Filosofía?