viernes, 25 de noviembre de 2022

25 N: «LIBRE TE QUIERO»

En este Día internacional contra la violencia de género, os invito a leer este poema de Agustín García Calvo, «Libre te quiero», que seguramente invitará a reflexionar acerca de las distintas formas de amar. En estos tiempos de naturalización del odio, como mecanismo de acción política y social, no está mal acercar a nuestros alumnos textos que les muestren otras formas de relacionarse que no sean las basadas en la posesión, la intolerancia, el dominio o la violencia. En esta misma línea en el blog ya hemos compartido textos muy sugerentes de Gioconda Belli (y también en este otro enlace) o Eduardo Galeano, que amplían este punto de vista.

Acompaño el poema con la excelente versión musical de Amancio Prada, uno de los cantautores que mejor han sabido llevar nuestra poesía al gran público.

Libre te quiero

Libre te quiero,
como arroyo que brinca
de peña en peña.
Pero no mía.


Grande te quiero,
como monte preñado
de primavera.
Pero no mía.


Buena te quiero,
como pan que no sabe
su masa buena.
Pero no mía.


Alta te quiero,
como chopo que en el cielo
se despereza.
Pero no mía.


Blanca te quiero,
como flor de azahares
sobre la tierra.
Pero no mía.


Pero no mía
ni de Dios ni de nadie
ni tuya siquiera.

 

viernes, 18 de noviembre de 2022

LA MAGDALENA DE PROUST


En el centenario del fallecimiento de Marcel Proust, uno de los autores que más contribuyó a crear la novela moderna, comparto la lectura de uno de los fragmentos más famosos de su obra. Recoge el momento en que la memoria se convierte en detonante y origen de la acción narrativa, al recordar el sabor de una magdalena mojada en té de las que tomaba cuando era niño. Desde este momento la memoria se convierte en el único medio para captar las transformaciones del paso del tiempo: los recuerdos pueden poner en un mismo plano el pasado y el presente.

Este texto, traducido por Pedro Salinas,  está entresacado de la primera de las siete novelas que componen En busca del tiempo perdido, su gran proyecto narrativo, que lleva por título Por el camino de Swann. En él alude al mundo infantil del narrador y rememora el espacio familiar en un pueblo del norte de Francia llamado Combray.

Hacía ya muchos años que no existía para mí de Combray más que el escenario y el drama del momento de acostarme, cuando un día de invierno, al volver a casa, mi madre, viendo que yo tenía frío, me propuso que tomara, en contra de mi costumbre, una taza de té. Primero dije que no; pero luego, sin saber por qué, volví de mi acuerdo. Mandó mi madre por uno de esos bollos, cortos y abultados, que llaman magdalenas, que parece que tienen por molde una valva de concha de peregrino. Y muy pronto, abrumado por el triste día que había pasado y por la perspectiva de otro tan melancólico por venir, me llevé a los labios unas cucharadas de té en el que había echado un trozo de magdalena. Pero en el mismo instante en que aquel trago, con las miga del bollo, tocó mi paladar, me estremecí, fija mi atención en algo extraordinario que ocurría en mi interior. Un placer delicioso me invadió, me aisló, sin noción de lo que lo causaba. Y él me convirtió las vicisitudes de la vida en indiferentes, sus desastres en inofensivos y su brevedad en ilusoria, todo del mismo modo que opera el amor, llenándose de una esencia preciosa; pero, mejor dicho, esa esencia no es que estuviera en mí, es que era yo mismo. Dejé de sentirme mediocre, contingente y mortal. ¿De dónde podría venirme aquella alegría tan fuerte? Me daba cuenta de que iba unida al sabor del té y del bollo, pero le excedía en mucho, y no debía de ser de la misma naturaleza. ¿De dónde venía y qué significaba? ¿Cómo llegar a aprehenderlo? Bebo un segundo trago, que no me dice más que el primero; luego un tercero, que ya me dice un poco menos. Ya es hora de pararse, parece que la virtud del brebaje va aminorándose. Ya se ve claro que la verdad que yo busco no está en él, sino en mí. El brebaje la despertó, pero no sabe cuál es y lo único que puede hacer es repetir indefinidamente, pero cada vez con menos intensidad, ese testimonio que no sé interpretar y que quiero volver a pedirle dentro de un instante y encontrar intacto a mi disposición para llegar a una aclaración decisiva. Dejo la taza y me vuelvo hacia mi alma. Ella es la que tiene que dar con la verdad. ¿Pero cómo? Grave incertidumbre esta, cuando el alma se siente superada por sí misma, cuando ella, la que busca, es juntamente el país oscuro por donde ha de buscar, sin que le sirva para nada su bagaje. ¿Buscar? No solo buscar, crear. Se encuentra ante una cosa que todavía no existe y a la que ella sola puede dar realidad, y entrarla en el campo de su visión.

Y otra vez me pregunto: ¿Cuál puede ser ese desconocido estado que no trae consigo ninguna prueba lógica, sino la evidencia de su felicidad, y de su realidad junto a la que se desvanecen todas las restantes realidades? Intento hacerlo aparecer de nuevo. Vuelvo con el pensamiento al instante en que tomé la primera cucharada de té. Y me encuentro con el mismo estado, sin ninguna claridad nueva. Pido a mi alma un esfuerzo más; que me traiga otra vez la sensación fugitiva. Y para que nada la estorbe en ese arranque con que va a probar captarla, aparta de mí todo obstáculo, toda idea extraña, y protejo mis oídos y mi atención contra los ruidos de la habitación vecina. Pero como siento que se me cansa el alma sin lograr nada, ahora la fuerzo, por el contrario, a esa distracción que antes le negaba, a pensar en otra cosa, a reponerse antes de la tentativa suprema. Y luego, por segunda vez, hago el vacío frente a ella, vuelvo a ponerla cara a cara con el sabor reciente del primer trago de té, y siento estremecerse en mí algo que se agita, que quiere elevarse; algo que acaba de perder ancla a una gran profundidad, no sé qué, pero que va ascendiendo lentamente; percibo la resistencia y oigo el rumor de las distancias que va atravesando.

Indudablemente, lo que así palpita dentro de mi ser será la imagen y el recuerdo visual que, enlazado al sabor aquel, intenta seguirlo hasta llegar a mí. Pero lucha muy lejos, y muy confusamente; apenas si distingo el reflejo neutro en que se confunde el inaprehensible torbellino de los colores que se agitan; pero no puedo discernir la forma, y pedirle, como a único intérprete posible, que me traduzca el testimonio de su contemporáneo, de su inseparable compañero el sabor, y que me enseñe de qué circunstancia particular y de qué época del pasado se trata.

¿Llegará hasta la superficie de mi conciencia clara ese recuerdo, ese instante antiguo que la atracción de un instante idéntico ha ido a solicitar tan lejos, a conmover y alzar en el fondo de mi ser? No sé. Ya no siento nada, se ha parado, quizá desciende otra vez, quién sabe si tornará a subir desde lo hondo de su noche. Hay que volver a empezar una y diez veces, hay que inclinarse en su busca. Y a cada vez esa cobardía que nos aparta de todo trabajo dificultoso y de toda obra importante, me aconseja que deje eso y que me beba el té pensando sencillamente en mis preocupaciones de hoy y en mis deseos de mañana, que se dejan rumiar sin esfuerzo.

Y de pronto el recuerdo surge. Ese sabor es el que tenía el pedazo de magdalena que mi tía Leoncia me ofrecía, después de mojado en su infusión de té o de tila, los domingos por la mañana en Combray (porque los domingos yo no salía hasta la hora de misa), cuando iba a darle los buenos días a su cuarto. Ver la magdalena no me había recordado nada, antes de que la probara; quizá porque, como había visto muchas, sin comerlas, en las pastelerías, su imagen se había separado de aquellos días de Combray para enlazarse a otros más recientes; ¡quizá porque de esos recuerdos por tanto tiempo abandonados fuera de la memoria no sobrevive nada y todo se va desagregando!; las formas externas también aquella tan grasamente sensual de la concha, con sus dobleces severos y devotos, adormecidas o anuladas, habían perdido la fuerza de expansión que las empujaba hasta la conciencia. Pero cuando nada subsiste ya de un pasado antiguo, cuando han muerto los seres y se han derrumbado las cosas, solos, más frágiles, más vivos, más inmateriales, más, persistentes y más fieles que nunca, el olor y el sabor perduran mucho más, y recuerdan, y aguardan, y esperan, sobre las ruinas de todo, y soportan sin doblegarse en su impalpable gotita el edificio enorme del recuerdo.

En cuanto reconocí el sabor del pedazo de magdalena mojado en tila que mi tía me daba (aunque todavía no había descubierto y tardaría mucho en averiguar el porqué ese recuerdo me daba tanta dicha), la vieja casa gris con fachada a la calle, donde estaba su cuarto, vino como una decoración de teatro a ajustarse al pabelloncito del jardín que detrás de la fábrica principal se había construido para mis padres, y en donde estaba ese truncado lienzo de casa que yo únicamente recordaba hasta entonces; y con la casa vino el pueblo, desde la hora matinal hasta la vespertina, y en todo tiempo, la plaza, adonde me mandaban antes de almorzar, y las calles por donde iba a hacer recados, y los caminos que seguíamos cuando había buen tiempo. Y como ese entretenimiento de los japoneses que meten en un cacharro de porcelana pedacitos de papel, al parecer, informes, que encuanto se mojan empiezan a estirarse, a tomar forma, a colorearse y a distinguirse, convirtiéndose en flores, en casas, en personajes consistentes y cognoscibles, así ahora todas las flores de nuestro jardín y las del parque del señor Swann y las ninfeas del Vivonne y las buenas gentes del pueblo y sus viviendas chiquitas y la iglesia y Combray entero y sus alrededores, todo eso, pueblo y jardines, que va tomando forma y consistencia, sale de mi taza de té.

miércoles, 16 de noviembre de 2022

EN EL CENTENARIO DE JOSÉ SARAMAGO

Déjate llevar por el niño que fuiste

Libro de los consejos

En la conmemoración del centenario del nacimiento de José Saramago quiero compartir con los lectores del blog dos textos del autor portugués que nos recuerdan episodios de su vida. 

El primer texto lo entresaco de Las pequeñas memorias, una deliciosa autobiografía encabezada por la cita con la que se abre esta entrada, que se centra en sus pimeros años y que recoge esta anécdota sobre su fecha de nacimiento.

Creo que la ocasión es buena para hablar de otro episodio relacionado con mi aparición en este mundo. Como si no tuviéramos suficiente con el delicado problema de identidad suscitado por el apellido, otro vendría a juntársele, el del día del nacimiento. En realidad nací el 16 de noviembre de 1922, a las dos de la tarde, y no el día 18, como afirma la partida del registro civil. Ocurrió que en aquellas fechas estaba mi padre trabajando fuera de la aldea, lejos, y, aparte de no haber asistido al nacimiento del hijo, sólo pudo regresar a casa después del 16 de diciembre, más probablemente el 17, que era domingo. Entonces, y supongo que también hoy, la inscripción de un nacimiento debía realizarse en el plazo de treinta días, bajo pena de multa en caso de infracción. Puesto que en aquellos tiempos patriarcales, tratándose de un hijo legítimo, a nadie se le pasaría por la cabeza que la inscripción fuera hecha por la madre o por un pariente cualquiera, y teniendo en cuenta que el padre era considerado oficialmente autor único del nacido (en el boletín de matrícula en el Liceo Gil Vicente sólo consta el nombre de mi padre, no el de mi madre), se esperó a que regresara, y, para no tener que pagar la multa (cualquier cuantía, incluso pequeña, sería excesiva para la economía de la familia), se puso dos días más tarde la fecha real del nacimiento, y el caso quedó solucionado. Siendo la vida en Azinhaga lo que era, penosa, difícil, los hombres salían muchas veces a trabajar durante semanas, por eso no debo de haber sido ni el primer caso ni el último culpable de estos pequeños fraudes. Y sobre la fecha que consta en el documento de identidad, moriré dos días más viejo, pero espero que la diferencia no se note demasiado.

El segundo texto pertenece al comienzo del Discurso de aceptación del Premio Nobel el 7 de diciembre de 1998. En él evoca la figura de sus abuelos, tan importantes en la formación de su personalidad y en el amor por contar historias.

El hombre más sabio que he conocido en toda mi vida no sabía leer ni escribir. A las cuatro de la madrugada, cuando la promesa de un nuevo día aún venía por tierras de Francia, se levantaba del catre y salía al campo, llevando hasta el pasto la media docena de cerdas de cuya fertilidad se alimentaban él y la mujer. Vivían de esta escasez mis abuelos maternos, de la pequeña cría de cerdos que después del desmame eran vendidos a los vecinos de la aldea. Azinhaga era su nombre, en la provincia del Ribatejo. Se llamaban Jerónimo Melrinho y Josefa Caixinha esos abuelos, y eran analfabetos uno y otro. En el invierno, cuando el frío de la noche apretaba hasta el punto de que el agua de los cántaros se helaba dentro de la casa, recogían de las pocilgas a los lechones más débiles y se los llevaban a su cama. Debajo de las mantas ásperas, el calor de los humanos libraba a los animalillos de una muerte cierta. Aunque fuera gente de buen carácter, no era por primores de alma compasiva por lo que los dos viejos procedían así: lo que les preocupaba, sin sentimentalismos ni retóricas, era proteger su pan de cada día, con la naturalidad de quien, para mantener la vida, no aprendió a pensar mucho más de lo que es indispensable. Ayudé muchas veces a este mi abuelo Jerónimo en sus andanzas de pastor, cavé muchas veces la tierra del huerto anejo a la casa y corté leña para la lumbre, muchas veces, dando vueltas y vueltas a la gran rueda de hierro que accionaba la bomba, hice subir agua del pozo comunitario y la transporté al hombro, muchas veces, a escondidas de los guardas de las cosechas, fui con mi abuela, también de madrugada, pertrechados de rastrillo, paño y cuerda, a recoger en los rastrojos la paja suelta que después habría de servir para lecho del ganado. Y algunas veces, en noches calientes de verano, después de la cena, mi abuelo me decía: «José, hoy vamos a dormir los dos debajo de la higuera». Había otras dos higueras, pero aquella, ciertamente por ser la mayor, por ser la más antigua, por ser la de siempre, era, para todas las personas de la casa, la higuera. Más o menos por antonomasia, palabra erudita que sólo muchos años después acabaría conociendo y sabiendo lo que significaba.

En medio de la paz nocturna, entre las ramas altas del árbol, una estrella se me aparecía, y después, lentamente, se escondía detrás de una hoja, y, mirando en otra dirección, tal como un río corriendo en silencio por el cielo cóncavo, surgía la claridad traslúcida de la Vía Láctea, el camino de Santiago, como todavía le llamábamos en la aldea. Mientras el sueño llegaba, la noche se poblaba con las historias y los sucesos que mi abuelo iba contando: leyendas, apariciones, asombros, episodios singulares, muertes antiguas, escaramuzas de palo y piedra, palabras de antepasados, un incansable rumor de memorias que me mantenía despierto, el mismo que suavemente me acunaba. Nunca supe si él se callaba cuando descubría que me había dormido o si seguía hablando para no dejar a medias la respuesta a la pregunta que invariablemente le hacía en las pausas más demoradas que él, calculadamente, introducía en el relato: «¿Y después?» Tal vez repitiese las historias para sí mismo, quizá para no olvidarlas, quizá para enriquecerlas con peripecias nuevas. En aquella edad mía y en aquel tiempo de todos nosotros, no será necesario decir que yo imaginaba que mi abuelo Jerónimo era señor de toda la ciencia del mundo. Cuando, con la primera luz de la mañana, el canto de los pájaros me despertaba, él ya no estaba allí, se había ido al campo con sus animales, dejándome dormir. Entonces me levantaba, doblaba la manta, y, descalzo (en la aldea anduve siempre descalzo hasta los 14 años), todavía con pajas enredadas en el pelo, pasaba de la parte cultivada del huerto a la otra, donde se encontraban las pocilgas, al lado de la casa. Mi abuela, ya en pie desde antes que mi abuelo, me ponía delante un tazón de café con trozos de pan y me preguntaba si había dormido bien. Si le contaba algún mal sueño nacido de las historias del abuelo, ella siempre me tranquilizaba: «No hagas caso, en sueños no hay firmeza». Pensaba entonces que mi abuela, aunque también fuese una mujer muy sabia, no alcanzaba las alturas de mi abuelo, ése que, tumbado debajo de la higuera, con el nieto José al lado, era capaz de poner el universo en movimiento apenas con dos palabras. Muchos años después, cuando mi abuelo ya se había ido de este mundo y yo era un hombre hecho, llegué a comprender que la abuela, también ella, creía en los sueños. Otra cosa no podría significar que, estando sentada una noche ante la puerta de su pobre casa, donde entonces vivía sola, mirando las estrellas mayores y menores de encima de su cabeza, hubiese dicho estas palabras: «El mundo es tan bonito y yo tengo tanta pena de morir». No dijo miedo de morir, dijo pena de morir, como si la vida de pesadilla y continuo trabajo que había sido la suya, en aquel momento casi final, estuviese recibiendo la gracia de una suprema y última despedida, el consuelo de la belleza revelada. Estaba sentada a la puerta de una casa, como no creo que haya habido alguna otra en el mundo, porque en ella vivió gente capaz de dormir con cerdos como si fuesen sus propios hijos, gente que tenía pena de irse de la vida sólo porque el mundo era bonito, gente, y ése fue mi abuelo Jerónimo, pastor y contador de historias, que, al presentir que la muerte venía a buscarlo, se despidió de los árboles de su huerto uno por uno, abrazándolos y llorando porque sabía que no los volvería a ver.

lunes, 7 de noviembre de 2022

LANDERO, PREMIO NACIONAL DE LAS LETRAS

Luis Landero ha recibido hoy el Premio Nacional de las Letras y para celebrarlo invitamos desde el blog a leer alguna de sus novelas. Hace poco compartíamos la lectura del capítulo inicial de El huerto de Emerson, una sugerente invitación a la escritura, un arte en el que Landero siempre ha destacado. Y hace más tiempo compartimos un estupendo texto, que firmaba bajo el pseudónimo de Faroni, uno de los personajes de Juegos de la edad tardía, que lleva por título Breve antología de la Literatura Universal. Ambos textos son muestra de la maestría de Luis Landero, al que felicitamos por este premio.

Hoy invitamos a leer una de sus últimas novelas, Lluvia fina, de la que transcribo las primeras líneas, en las que con mucha sutileza profundiza en la verdadera esencia de los relatos y las palabras, la materia de la que estamos hechos, para presentar a una de sus protagonistas, Aurora, personaje al que todos relatan sus historias. Esta novela, entretejida de conversaciones que recuerdan y reconstruyen interesadamente el pasado, fue considerada por muchos críticos como la mejor novela en español de 2019.

Ahora ya sabe con certeza que los relatos no son inocentes, no del todo inocentes. Quizá tampoco lo sean las conversaciones de diario, los descuidos y equívocos verbales o el hablar por hablar. Quizá ni siquiera lo que se habla en sueños sea del todo inocente. Hay algo en las palabras que, ya de por sí, entraña un riesgo, una amenaza, y no es verdad que el viento se las lleve tan fácilmente como dicen. No es verdad. Puede ocurrir que ciertos ecos de los dichos, y hasta de los dichos más triviales, sigan como en letargo durante muchos años, latiendo débilmente en un rincón de la memoria, esperando una segunda oportunidad de regresar al presente para aumentar y corregir lo que no quedó del todo claro en su momento, y a menudo con una elocuencia y un alcance significativo que exceden con mucho a los que tuvieron en su origen. Ahí están, no hay más que verlos, llegan revestidos con extraños ropajes, al son de músicas exóticas, con trazas nunca vistas, y es que traen noticias, grandes y asombrosas noticias, de un pasado que acaso no existió jamás. Y siempre, siempre, los relatos o las palabras que vuelven de los oscuros ámbitos de la memoria llegan en son de guerra, cargados de agravios, y ansiosos de reivindicación y de discordia. Es como si en el largo exilio del olvido hubieran ahondado en sus mundos imaginarios, hurgado en sus entrañas, como el doctor Moreau con sus criaturas monstruosas, hasta sufrir una total, una fantástica metamorfosis. Y así, con su lúgubre cortejo de figuras grotescas, pero a la vez irresistiblemente seductoras, las palabras y relatos de ayer llegan a nosotros e imponen en nuestra conciencia la tiranía, la deliciosa tiranía, de sus nuevos significados y argumentos. ¡Ah!, y eso sin contar los gestos que usamos al hablar, la dimensión teatral de las palabras, y que a veces son más persuasivos que ellas mismas, y las sobreviven en la memoria, de modo que a menudo no sabemos con seguridad si estamos recordando las frases o más bien su puesta en escena, el repertorio de ademanes que las acompañaban, las sonrisas, las miradas, las manos, los hombros, las pausas, el secreto parloteo del silencio y del cuerpo.

Son negras conjeturas que cruzan y agitan la mente de Aurora y ponen un nublado de cansancio en su rostro. Y es que lleva mucho tiempo, casi toda la vida, escuchando historias, confidencias, palabras y palabras dichas siempre en voz baja y en tono airado y dolorido. Son historias que suelen venir de muy atrás, que sucedieron en un tiempo remoto, ya casi legendario, pero que se mantienen tan pujantes y vivas como entonces, si es que no más. ¿Qué habrá en Aurora que despierta enseguida la confianza de la gente y las ganas de sincerarse con ella y de contarle fragmentos antológicos de su vida, secretos que acaso el narrador no ha revelado nunca a nadie? Pero a ella sí. A ella todos le cuentan, todos la quieren, todos le agradecen su comprensión, su manera tan dulce, tan consoladora de escuchar.