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jueves, 23 de abril de 2020

DOCE NOVELAS ESPAÑOLAS ENTRE 1945 Y 1975 (Y IV): «SI TE DICEN QUE CAÍ», «MORTAL Y ROSA» Y «LA VERDAD SOBRE EL CASO SAVOLTA»

Y terminamos, en el Día del Libro, esta antología de reseñas críticas de novelas españolas publicadas entre 1945 y 1975, con las puntualizaciones realizadas en la primera entrada de la serie. 
Cualquiera de las doce novelas seleccionadas hará que disfrutemos del placer de la lectura y seguro que abrirá nuevas puertas a otros autores, otras obras, otras formas de entender la vida y la literatura, otras maneras de estar en el mundo.

Si te dicen que caí (1973)  de Juan Marsé
Este texto fragmentado y experimental trata de revivir la construcción de unos peculiares valores sociales en la Barcelona inmediatamente posterior a la Guerra Civil, hacia 1942. El título evoca esos años del primer franquismo al constituir un eco del himno de Falange. Marsé trata de enfocar la cuestión social de forma objetiva y mediante la experimentación estructural: el argumento de la obra está despedazado y ha de ser reconstruido por el lector. O sea, que el argumento constituye un componente decisivo del estilo de la obra. Si te dicen que caí es una novela clave en el proceso de renovación y reinvención del realismo que la novela española llevó a cabo a mediados de la década de 70. Dentro del libro hay diferentes narradores y líneas argumentales que desencadenan un proceso muy cervantino de ficción dentro de la ficción. Marsé va aclarando progresivamente las distintas realidades que entreteje en el relato. El lector se encuentra fundamentalmente con los relatos juveniles de Java y Sarnita, que narran aventuras, a las que se llama aventis en la novela. El otro grueso de los relatos corre a cargo de varios guerrilleros del maquis. Los más importantes son Marcos, narrador en primera persona, y Palau. También aparece en Si te dicen que caí el mundo de las perversiones y las fantasías sexuales tan del gusto de Marsé. El cruce complejo de voces y de historias se convierte en un significado fundamental de esta obra que pretende presentar la implantación social de la ideología franquista bajo el signo de la confusión. [María Ángeles Naval]

Mortal y rosa (1975) de Francisco Umbral
La exploración literaria de Francisco Umbral arrancó a la muerte de su único hijo, con uno de los libros más amargos e intensos de las letras españolas. Ni se acoge a las formas de la novela ni del diario íntimo, ni es un poema en prosa o una prosa poética sino un libro mestizo, escrito sobre la base del diario de un escritor cuyo hijo muere en julio de 1974. Su eje central es el acecho de esa pérdida, la enfermedad mortal de un hijo que se va viendo perder. Y es Mortal y rosa porque el verso de Pedro Salinas que abre el libro lo enuncia así: «corporeidad mortal y rosa donde el amor inventa su infinito». Las excepcionales dotes literarias de Umbral atraen a estas páginas, en «sucesivas iluminaciones concéntricas», como él mismo escribe, la meditación de la muerte y el dolor, la angustia de la carencia, el lirismo exasperado de un presente dañado y amenazado por esa muerte que lentamente avanza en la figura del niño mientras el padre ensaya la continuación de su vida, de sus libros, de sus artículos. Es también, por tanto, una suerte de breviario del mundo obsesivo del escritor, donde todo actúa por repetición y variación lírica, y una frase resume un barrio entero, un adjetivo clava a una clase política o un par de imágenes visuales desencajan violentamente la realidad de sus quicios. Nunca la prosa se desmaya en expresiones previsibles y nunca incurre en el patetismo sentimental sino en la lucidez estupefacta del dolor, su lirismo imposible y la cotidiana rutina de la escritura. [Jordi Gracia García]

La verdad sobre el caso Savolta (1975) de Eduardo Mendoza
Publicada el mismo año de la muerte de Franco, se suele decir que esta novela rompió con un período de experimentalismo en la narrativa española y reinstauró el puro placer de imaginar y contar. Lo que es muy cierto si se atiende a su sentido del humor, a las abundantes parodias de otras formas de relato e incluso a una deliberada estética visual muy cinematográfica, todo lo cual se adecua a la presentación fragmentaria, casi a modo de un rompecabezas, de una historia policíaca. Pero lo cierto es que esa historia reconstruyó, a su vez, un momento nada glorioso de la historia de la burguesía industrial de Barcelona en los años que van de 1900 a 1923: la eliminación física de sindicalistas, los negocios sucios al calor de la guerra europea, la manipulación de la política por los intereses económicos. El protagonista y narrador principal del relato es un joven y modesto empleado, tan incauto como falto de fibra moral: Javier Miranda. Pero el personaje más fascinante es un aventurero francés, Lepprince, decidido a triunfar en aquel mundo corrupto y que utiliza a su antojo a Miranda, por más que este nunca abdica de la admiración que le profesa, hasta su muerte. A medias entre la ironía y el sentimentalismo, entre la denuncia histórica y la evocación fantástica, La verdad sobre el caso Savolta fue el primer éxito literario de la transición que empezaba. [José-Carlos Mainer]

viernes, 27 de abril de 2018

EL ALCANCE DE «LA VERDAD SOBRE EL CASO SAVOLTA»

Eduardo Mendoza en 1975
La verdad sobre el caso Savolta de Eduardo Mendoza anunció en 1975 el nuevo giro que la novela española iba a tomar en la transición democrática. La obra supuso el fin del exagerado formalismo y experimentalismo de la novela que había triunfado en los sesenta y los primeros setenta y la vuelta a una concepción del género en la que se primaba el argumento y el lenguaje narrativo, es decir, la recuperación de lo mejor de la tradición del género, desde Cervantes hasta Baroja.
A pesar de que era la novela de un joven autor novel y, por tanto, desconocido, y de que se publicó  con escasa promoción publicitaria, obtuvo el Premio de la Crítica de ese año y el aplauso de los lectores, que disfrutaron con ella.
En 1976 Juan García Hortelano, famoso novelista de la generación del 50, saludaba en el diario El País la aparición de la novela por su amenidad y por volver a recuperar el gusto por la ficción narrativa. A continuación reproduzco algunas de sus palabras que ya muestran claramente cuál iba a ser el alcance y la importancia de esta novela en la historia de nuesta literatura.
Habiendo recibido ya la atención pormenorizada de los profesionales, quizá baste con enunciar las más aparentes virtudes de esta novela: el sarcasmo, la sabia estructura, un estilo eficaz, la imaginación y esa cortesía, no tanto para el lector (que será su último beneficiario) sino para la propia historia que se cuenta, de contar todo lo bien que se puede. Ratifica su autenticidad que, con pocos más de treinta años de edad, Mendoza haya esquivado a las sirenas del ruidoso experimentalismo, las facilonerías de la modernidad y se haya esforzado en innovar lo inventado, ahorrándonos el invento puro.

La verdad sobre el caso Savolta tiene de novela, en principio, la narración de un tiempo concreto -los años de la guerra europea- y en un espacio determinado -Barcelona- [...]. Dadas estas coordenadas históricas, la imaginación se ha aplicado también a la reconstrucción, a ese artificio de la verosimilitud, que en el caso Savolta contiene escasas impropiedades. Contra lo que pueda parecer, el trabajo imaginativo de Mendoza no es paródico; ciertamente en su novela se encuentran muchos elementos -y con muy noble apariencia- de novela policiaca y de subgéneros arrabaleros (folletín, novela sentimental, cronicón), pero nunca imitados con o sin intención burlesca, sino recreados. Esa apariencia noble posiblemente se ha conseguido a partir del convencimiento de que no hay factor desechable, de que toda materia es susceptible de integrarse con materiales de probada valía. Bien avanzada la acción, gratamente prisionero el lector en el enjambre de terrorismo, luchas obreras, opresión patronal, estulticia social y peripecias amorosas, el episodio, deslumbrante, de la caravana de las laboriosas hembras propagadoras del amor libre, completa adecuadamente esta fastuosa cirugía de nuestra comunidad. A los muy sensatamente monopolizados por la estadística, la normativa constitucional, la sociología, la flora, la fauna y el politicismo, les sería provechoso dedicar unas horas a la novela de Eduardo Mendoza, donde mucho se puede aquilatar la historia repetitiva de este país en el que, no obstante, vivimos.

jueves, 20 de abril de 2017

EDUARDO MENDOZA, PREMIO CERVANTES

Como homenaje a Eduardo Mendoza, que hoy ha recibido el Premio Cervantes, y como invitación a la lectura de sus novelas, os dejo aquí los comienzos de las cuatro primeras obras que publicó. Eduardo Mendoza es uno de sus autores que cautivan siempre a los lectores por su arte para narrar, por su estilo agudo y sutil  y por su capacidad para el humor y la ironía.
Su primera obra, La verdad sobre el caso Savolta, supuso en 1975 el comienzo de una nueva forma de abordar la novela, después de los experimentos de los años anteriores, caracterizada por el gusto por la narración de historias. Las dos siguientes, El misterio de la cripta embrujada y El laberinto de las aceitunas, parodias del género policiaco, tienen como protagonista a un loco detective que vive aventuras desternillantes y que están contadas con un estilo que atrapa al lector desde las primeras líneas. La ciudad de los prodigios es una de sus novelas más importantes y recrea la vida en la Barcelona de los años que median entre las dos exposiciones universales que vivió la ciudad (1888-1929), entre la prosperidad y la corrupción, a través de la vida de Onofre Bouvila, un buscavidas que acaba codeándose con la alta sociedad catalana de la época.


El autor del presente artículo y de los que seguirán se ha impuesto la tarea de desvelar en forma concisa y asequible a las mentes sencillas de los trabajadores, aun los más iletrados, aquellos hechos que, por haber sido presentados al conocimiento del público en forma oscura y difusa, tras el camouflage de la retórica y la profusión de cifras más propias al entendimiento y comprensión del docto que del lector ávido de verdades claras y no de entresijos aritméticos, permanecen todavía ignorados de las masas trabajadoras que son, no obstante, sus víctimas más principales. Porque solo cuando las verdades resplandezcan y los más iletrados tengan acceso a ellas, habremos alcanzado en España el lugar que nos corresponde en el concierto de las naciones civilizadas, a cuyo progreso y ponderado nivel nos han elevado las garantías constitucionales, la libertad de prensa y el sufragio universal. Y es en estos momentos en que nuestra querida patria emerge de las oscuras tinieblas medievales y escala las arduas cimas del desarrollo moderno cuando se hacen intolerables a las buenas conciencias los métodos oscurantistas, abusivos y criminales que sumen a los ciudadanos en la desesperanza, el pavor y la vergüenza. Por ello no dejaré pasar la ocasión de denunciar con objetividad y desapasionamiento, pero con firmeza y verismo, la conducta incalificable y canallesca de cierto sector de nuestra historia; concretamente, de cierta empresa de renombre internacional que, lejos de ser semilla de los tiempos nuevos y colmena donde se forja el porvenir en el trabajo, el orden y la justicia, es tierra de cultivo para rufianes y caciques, los cuales, no contentos con explotar a los obreros por los medios más inhumanos e insólitos, rebajan su dignidad y los convierten en atemorizados títeres de sus caprichos tiránicos y feudales.


Habíamos salido a ganar; podíamos hacerlo. La, valga la inmodestia, táctica por mí concebida, el duro entrenamiento a que había sometido a los muchachos, la ilusión que con amenazas les había inculcado eran otros tantos elementos a nuestro favor. Todo iba bien; estábamos a punto de marcar; el enemigo se derrumbaba. Era una hermosa mañana de abril, hacía sol y advertí de refilón que las moreras que bordeaban el campo aparecían cubiertas de una pelusa amarillenta y aromática, indicio de primavera. Y a partir de ahí todo empezó a ir mal: el cielo se nubló sin previo aviso y Carrascosa, el de la sala trece, a quien había encomendado una defensa firme y, de proceder, contundente, se arrojó al suelo y se puso a gritar que no quería ver sus manos tintas de sangre humana, cosa que nadie le había pedido, y que su madre, desde el cielo, le estaba reprochando su agresividad, no por inculcada menos culposa. Por fortuna doblaba yo mis funciones de delantero con las de árbitro y conseguí, no sin protestas, anular el gol que acababan de meternos. Pero sabía que una vez iniciado el deterioro ya nadie lo pararía y que nuestra suerte deportiva, por así decir, pendía de un hilo. Cuando vi que Toñito se empeñaba en dar cabezazos al travesaño de la portería rival ciscándose en los pases largos y, para qué negarlo, precisos, que yo le lanzaba desde medio campo, comprendí que no había nada que hacer, que tampoco aquel año seríamos campeones. Por eso no me importó que el doctor Chulferga, si tal era su nombre, pues nunca lo había visto escrito y soy duro de oído, me hiciera señas de que abandonara el terreno de juego y me reuniera con él allende la línea de demarcación para no sé qué decirme. El doctor Chulferga era joven, bajito y cuadrado de cuerpo y se tocaba con una barba tan espesa como el cristal de sus gafas color de caramelo. Hacía poco que había llegado de Sudamérica y ya nadie le quería bien. Le saludé con una deferencia conducente a disimular mi turbación.

—El doctor Sugrañes —dijo— quiere verte.

Y respondí yo para hacer la pelota:

—Será un placer —añadiendo acto seguido en vista de que la precedente aseveración no le arrancaba una sonrisa—, si bien es verdad que el ejercicio tonifica nuestro alterado sistema.




—Señores pasajeros, en nombre del comandante Flippo, que, por cierto, se reincorpora hoy al servicio tras su reciente operación de cataratas, les damos la bienvenida a bordo del vuelo 404 con destino Madrid y les deseamos un feliz viaje. La duración aproximada del vuelo será de cincuenta minutos y volaremos a una altitud etcétera, etcétera.

Más avezados que yo, los escasos pasajeros que a esa hora hacían uso del Puente Aéreo se abrocharon los cinturones de seguridad y se guardaron detrás de la oreja las colillas de los pitillos que acababan de extinguir. Retumbaron los motores y el avión empezó a caminar con un inquietante bamboleo que me hizo pensar que si así se movía en tierra, qué no haría por los aires de España. Miré a través de la ventanilla para ver si por un milagro del cielo ya estábamos en Madrid, pero sólo distinguí la figura borrosa de la terminal de El Prat que reculaba en la oscuridad y no pude por menos de preguntarme lo que tal vez algún ávido lector se esté preguntando ya, esto es, qué hacía un perdulario como yo en el Puente Aéreo, qué razones me llevaban a la capital del reino y por qué describo tan circunstanciadamente este gólgota al que a diario se someten miles de españoles. Y a ello responderé diciendo que precisamente en Madrid dio comienzo una de las aventuras más peligrosas, enrevesadas y, para quien de este relato sepa extraer provecho, edificantes de mi azarosa vida. Aunque decir que todo empezó en un avión sería faltar a la verdad, pues los acontecimientos habían empezado a discurrir la noche anterior, fecha a la que, por mor del rigor cronológico, debo remontar el inicio de mis desasosiegos.



 El año en que Onofre Bouvila llegó a Barcelona la ciudad estaba en plena fiebre de renovación. Esta ciudad está situada en el valle que dejan las montañas de la cadena costera al retirarse un poco hacia el interior, entre Malgrat y Garraf, que de este modo forman una especie de anfiteatro. Allí el clima es templado y sin altibajos: los cielos suelen ser claros y luminosos; las nubes, pocas, y aun éstas blancas; la presión atmosférica es estable; la lluvia, escasa, pero traicionera y torrencial a veces. Aunque es discutida por unos y otros, la opinión dominante atribuye la fundación primera y segunda de Barcelona a los fenicios. Al menos sabemos que entra en la Historia como colonia de Cartago, a su vez aliada de Sidón y Tiro. Está probado que los elefantes de Aníbal se detuvieron a beber y triscar en las riberas del Besós o del Llobregat camino de los Alpes, donde el frío y el terreno accidentado los diezmarían. Los primeros barceloneses quedaron maravillados a la vista de aquellos animales. Hay que ver qué colmillos, qué orejas, qué trompa o proboscis, se decían. Este asombro compartido y los comentarios ulteriores, que duraron muchos años, hicieron germinar la identidad de Barcelona como núcleo urbano; extraviada luego, los barceloneses del siglo XIX se afanarían por recobrar esa identidad.