Hoy se conmemora el centenario del nacimiento de Antonio Buero Vallejo, uno de los autores que estudiamos y leemos en 2º de Bachillerato. En entradas anteriores ya hablamos de los centenarios de Blas de Otero y Camilo José Cela, los otros dos autores españoles nacidos en 1916 y que marcaron junto a Buero Vallejo el devenir de la literaturra de posguerra de nuestro país. En este artículo aparecido en El País el mes pasado, que ahora transcribo, el catedrático José-Carlos Mainer nos acerca de forma comparativa las vidas y las obras de estos tres autores que cambiaron la literatura española durante la dictadura franquista. Es un buen aperitivo para conocer a algunas de las voces más destacadas de una época marcada por la censura, la falta de libertades y la represión.
CIEN AÑOS DE TRES CLÁSICOS CONTEMPORÁNEOS
Voces de un
tiempo de silencio
Camilo José Cela, Blas de Otero y Antonio Buero Vallejo revolucionaron la novela, la poesía y el teatro de la posguerra. Este año se celebran sus centenarios.
Otero, Buero Vallejo y Cela. Ilustración de Fernando Vicente |
La celebración de primeros centenarios tiene una
indudable capacidad implicatoria, al menos entre quienes ya andamos por encima
de la cincuentena. En los últimos y turbios años sesenta, la conmemoración de
los grandes escritores de fines del siglo XIX suscitó discusiones, consagraciones
y anatemas acerca del papel de los intelectuales en la política, cuando tal
cosa era fruta prohibida por el franquismo. Los centenarios de la llamada
generación del 14, que dominaron los años ochenta, alumbraron —ya con mayor
optimismo ambiental— la feliz confluencia de vida, literatura y participación
cívica. Y la celebración de las gentes de 1927 y de sus aledaños —justo en el
quicio de la centuria pasada y la presente— registró un notable índice de
autocomplacencia y euforia por cuenta de la creatividad ajena.
¿Qué hacer con los centenarios de ahora mismo, cuando
la misma palabra “centenario”, asociada a la iniciativa pública, ya está bajo
sospecha y es recuerdo de dineros malgastados? De añadidura, los centenarios
recientes —desde 2010, más o menos— hablan de la Guerra Civil y de la
posguerra, de fracasos, recelos y baldías esperanzas, precisamente en un tiempo
que ya tiene su propia y abundante ración de desencanto e impotencia. Puede
que, en fin, hablen demasiado de nosotros mismos…
La raíz
amarga. El azar de sus nacimientos en 1916 ha juntado ahora a
los tres nombres que quizá encarnaron mejor el mundo de aquella larga
posguerra: Camilo
José Cela o la pugna por hacerse con la notoriedad y la herencia de sus antecesores,
a los que llamaba “los del 98”; Antonio Buero Vallejo o el empeño
de desvelar la tragedia oculta y despertar así las conciencias dormidas; Blas
de Otero o la fe en lo perdido y la decisión dolorosa, casi masoquista, de
disentir. Se han sucedido ya algunos centenarios —el de Celaya en 2011, por
ejemplo— y vendrán otros más —enseguida, el de Gloria Fuertes en 2017; luego,
el de Miguel Delibes en 2020, el de Miguel Labordeta en 2021 y el de José
Hierro en 2022— que albergarán ecos similares, pero después ya muy pocos
portarán esa parte de las biografías respectivas que hunde sus raíces en los
años incitantes de la República y su experiencia del horror en los días de la
Guerra Civil.
Buero
Vallejo, hijo de un militar (profesor de la Academia de Ingenieros de
Guadalajara), quería ser pintor y estudió en la madrileña Academia de Bellas
Artes de San Fernando, donde era secretario de la FUE (Federación Universitaria
Escolar, de signo republicano y avanzado). Rompió con sus creencias religiosas
en 1931 y empezó a leer con voracidad filosofía y literatura. Cela, hijo de un funcionario
de Aduanas que tenía una academia preparatoria en Madrid, fue un estudiante
irregular; una temprana tuberculosis lo convirtió en un lector sistemático y,
en aquellos años en los que tanto se celebraban los triunfos de la voluntad,
fraguó la imagen de sí mismo que formuló en sus tempranas memorias de 1957: “Nuestro joven se
siente poderoso y duro como el pedernal. El débil que se quede en el camino; no puede
entorpecer la marcha de los demás hombres. La voluntad es la herramienta del
éxito e ingrediente de mayor importancia que la inteligencia”. Blas de Otero nació en la familia acomodada a la que
arruinó la crisis de los años veinte; fiel a los suyos, estudió Derecho, aunque hubiera
preferido el camino de las letras, y mantuvo sus creencias religiosas y su
lealtad doméstica por mucho tiempo. Fue reclutado por los Batallones Vascos que
defendieron la República pero, sin depuración alguna, se incorporó al Ejército
sublevado cuando cayó el frente del Norte.
A Buero
Vallejo, en tanto, le fusilaron a su padre por el mero hecho de ser militar,
pero al año siguiente fue movilizado por el Gobierno legítimo y participó en
trabajos de propaganda gráfica. Al final de la contienda, fue capturado por los
vencedores pero desoyó la orden de presentarse periódicamente a la autoridad,
lo que le llevó ante un tribunal castrense. Fue condenado a muerte y le
conmutaron la pena; hasta marzo de 1946 estuvo en varias cárceles y, una vez
liberado, se le prohibió residir en Madrid. Cela logró salir de la capital
sitiada e hizo la guerra con los sublevados: sus andanzas por frentes y hospitales se reflejaron
con buen humor y alguna fantasía en la novela Mazurca para
dos muertos y en sus jocosas Memorias, inteligencia y voluntades. En 1938 se
ofreció a las autoridades franquistas como informante sobre la intelectualidad
roja de Madrid; no parece que se tuviera en cuenta el escrito pero, 30 años más
tarde, Cela añoró el ambiente republicano de la ciudad en las páginas de una
novela deslumbrante y algo oportunista, San Camilo 1936, que encabeza una
dedicatoria reveladora: “A los mozos del reemplazo del 37, todos perdedores de
algo: de la vida, de la libertad, de la ilusión, de la esperanza, de la
decencia” (y una cerril negativa de amparar en la misma comprensión “a los
aventureros foráneos, fascistas y marxistas”).
Cela buscó
la notoriedad pública y la consiguió, pero también se exigió a sí mismo una
prosa que evocaba la sencillez de la de Pío Baroja y el fulgor de la de
Valle-Inclán. En La familia de Pascual Duarte (1942), el artificio prepondera
sobre la desarmante naturalidad; en Viaje a la Alcarria (1947), la nítida
emoción gana la mano al artificio. Pero ambos son dos libros memorables y
oportunos. En la última fecha, Blas de Otero trabajaba en los poemas de Ángel
fieramente humano, que vieron la luz en 1949 y fundaron lo que Dámaso Alonso
llamaba “poesía desarraigada”. No le dieron el Premio Adonáis, que ya tenía
otorgado in pectore, y esa fue la mejor carta de presentación de Redoble de
conciencia, en 1951. Por razones obvias, Buero empieza más tarde, pero en su
domicilio de Algete escribe deprisa: casi a la vez, acaba En la ardiente oscuridad
e Historia de una escalera, que en 1948 obtienen el accésit y el Premio Lope de
Vega que el Ayuntamiento de Madrid ha vuelto a convocar. La primera en
estrenarse fue la segunda, en 1949; En la ardiente oscuridad lo hizo en 1950 y,
desde entonces, Buero fue la revelación de un teatro que abundaba en comedias
humorísticas pero carecía de dramas.
En 1952 Cela
tuvo su primer conflicto con la censura —la prohibición de La colmena, que se publicó en Buenos
Aires y goza del prestigio que merece— y en 1953 el primer desaire de su público, con Mrs.
Caldwell habla con su hijo, un relato singular y desbocado pero muy suyo. Se
fue a Venezuela, volvió con los dineros que le dieron por La catira y decidió
modificar su imagen pública, buscando la respetabilidad y ofreciendo
generosamente a sus amigos las posibilidades que le proporcionaba su estatus de
escritor conocido: en 1956 ingresó en la Real Academia y en 1957 fundó una
revista importante y bien hecha, Papeles de Son Armadans. Su literatura se
acartonó, pero nadie le pudo disputar aquel bastión que defendía con fiereza:
ser el primer prosista español. Buero había establecido en tanto un pacto leal
y duradero con las plateas españolas, lo que le valió en 1960 una notable
polémica con Alfonso Sastre: posibilismo contra rebeldía. Sastre buscaba algo
diferente y nunca supo del todo qué, mientras Buero revelaba persuasivamente
las frustraciones y las ocultaciones de cada día —Hoy es fiesta, Las cartas
boca abajo— o planteaba sus dramas históricos que siempre hablaban de
oportunidades colectivas perdidas: el primero fue Un soñador para un pueblo
(1958); el mejor, El concierto de San Ovidio.
El año de La
colmena Blas de Otero vivió en París, que le pareció “maravilloso e
insoportable”; luego viajó por la España profunda, como hacía Cela, pero no
para construir una suerte de folclore sentimental y caprichoso. Su libro de
1955, Pido la paz y la palabra, reveló su agudo oído para mezclar la poesía
tradicional y la consigna política, y para transformar el masoquismo en piedad
por los demás. El desarraigado de 1947 se había convertido en poeta
revolucionario y sus libros —no siempre fáciles de conseguir— circularon con
amplitud en medios universitarios o en grupos militantes, ciclostilados a
menudo. Aquel año, Emilio Alarcos Llorach tuvo el atrevimiento de dedicar su
memorable lección inaugural del curso universitario de Oviedo a la poesía de
Blas de Otero.
Una literatura de posguerra. Entre todos (y algunos
más, por supuesto…) habían construido una literatura de posguerra que cercó y
derrotó a la pretendida literatura de la victoria. Sus convicciones —el
realismo, la compunción sofrenada, el afecto por un país desolado— fueron muy parecidas
a las que reanudaron la historia de las letras en Italia, Alemania o incluso
Francia. A los nuestros les favorecieron los inicios todavía toscos de un
mercado cultural —editoriales incipientes pero significativas, primeras
galerías de arte, grupos de artistas con programas más maduros— y también el
lento despliegue de una clase media lectora que asociaba las revelaciones
literarias a los premios y la lectura de novelas a la pretenciosa
encuadernación en tela con sobrecubierta. Y a la vez, presenciaron el
vertiginoso desarrollo de una cultura popular y consolatoria, que ofrecía
coplas y seriales radiofónicos, tebeos y novelas del Oeste, relatos rosas y
melodramas cinematográficos.
Los años del franquismo comatoso y de la primera
Transición presenciaron su último y merecido reconocimiento. Sin embargo,
después del éxito de El tragaluz, el crédito de Buero menguó bastante. Cela, el
empecinado, empezó a ser con frecuencia el peor enemigo de su imagen pública.
Después del anticipo de Mientras (1970), Blas de Otero dedicó su quebrantada
salud al libro póstumo Hojas de Madrid con La galerna, al que todavía no hemos
hecho plena justicia. Puede que los tres escritores supieran entonces que
cargar con el peso de una época es un duro trabajo que se paga caro y hace
envejecer pronto. En el poema ‘Hotel Colón’ de su último libro, Amar es dónde
(Estimar és un lloc), Joan Margarit ha rememorado su encuentro con Cela,
desnudo y locuaz en la bañera de su habitación, dejando oír aquella voz
“retumbante e inútil”. Y tuvo la sensación de que, pese a todo, Cela cumplió la
“inhóspita ley que siempre hace justicia”: “Ama a tu tiempo, este lugar dudoso
/ —pero el único tuyo—”, sentenció el poeta. Creo que nuestros tres escritores
—Buero, Cela y Otero— cumplieron los preceptos de aquella ley exigente. A
ninguno le fue dado elegir su época, pero —cada cual a su manera— la amaron y
la hicieron algo más llevadera.