Para la libertad me desprendo
a balazos
de los que han revolcado su
estatua por el lodo.
Y me desprendo a golpes de
mis pies, de mis brazos
de mi casa, de todo.
Porque donde unas cuencas
vacías amanezcan,
ella pondrá dos piedras de
futura mirada
y hará que nuevos brazos y
nuevas piernas crezcan
en la carne talada.
Retoñarán aladas de savia sin
otoño
reliquias de mi cuerpo que
pierdo en cada herida.
Porque soy como el árbol
talado, que retoño:
porque aún tengo la vida.
Miguel Hernández
Los políticos silencian en muchas ocasiones las palabras de los escritores. En estos días hemos asistido a un acto tremendamente ignominioso, la retirada de los versos de Miguel Hernández, que abren esta entrada, del memorial de las víctimas de la Guerra Civil en el cementerio de La Almudena de Madrid. José Luis Ferris, el biógrafo del poeta, escribió este artículo en El País, que comparto con los lectores del blog, recordando las penalidades de Miguel Hernández en sus últimos meses de vida y los distintos intentos de silenciar su palabra en la reciente historia de España. Porque como también afirmó la poeta Elvira Sastre en otro artículo que denunciaba este suceso, «si hay algo peor que un poema que no se escribe es un poema que se borra».
Para la libertad
El alcalde de Madrid ha
condenado de nuevo al poeta Miguel Hernández al viejo silencio
Son las cinco y media de la
mañana. Hoy es sábado 28 de marzo de 1942 y en la enfermería de la prisión todo
huele a yodo, a silencio y a final. Según hace constar el jefe de los Servicios
Médicos del reformatorio de adultos de Alicante, acaba de fallecer “el recluso
hospitalizado en esta Enfermería, Miguel Hernández Gilabert, a consecuencia de
Fimia pulmonar. Ha recibido los Auxilios Espirituales”. El cadáver, sin
embargo, tiene los ojos abiertos como dos piedras azules. Nadie, ni el
enfermero de imaginaria Vicente Beneyto ni el auxiliar Blas Parreño, que se
encargan de amortajarlo, logran cerrarlos.
Para algunos, el hombre que
acaba de morir es, en el fondo, un tipo afortunado. El 18 de enero de 1940, el
Tribunal del Consejo de Guerra Permanente número 5 de Madrid le había condenado
a la pena de muerte por “un delito de adhesión a la rebelión militar”,
sentencia que debía aplicarse en un máximo de seis meses y que, por la oportuna
intervención de José María de Cossío, el doctor Eusebio Oliver, el general
Varela y el escritor falangista Rafael Sánchez Mazas, le fue conmutada por la
de 30 años y un día.
Lo demás fueron cárceles
(Huelva, Sevilla, Torrijos, Orihuela, Conde de Toreno, Palencia, Ocaña,
Albacete, Alicante...) y poemas hondamente humanos escritos entre muros y
hambre; penas y palabras “para morirse un día”, un 28 de marzo de 1942, con los
ojos abiertos.
Han pasado 78 años desde
aquella ignominia. Muchos verdugos de entonces creyeron que, muerto el poeta,
se acabó el peligro, se acabó el pensamiento, se acabó la tentación de combatir
por algo tan contagioso y corrosivo como la libertad. Pasaron décadas sin él.
Prohibieron su nombre, sus poemas, sus libros, su historia necesaria. En el
nicho 1.009 del cementerio de Alicante germinó durante años un fecundo
silencio, un olvido en acecho. Y la tierra se abrió en el 69, en el 72, en un
tiempo cargado de futuro: Paco Ibáñez, Serrat, Gerena, Víctor Jara, Menese, Los
Lobos, Jarcha..., todos al rescate de un poeta tan ofensivo aún, tan nocivo y
repudiado por los últimos ogros de la dictadura, por los sicarios del miedo.
Cuando murió el
Generalísimo, las Nanas de
la cebolla y El
niño yuntero volvieron a nacer. Regresaron y se expandieron.
Descubrimos la obra y la aventura desdichada de un poeta que nos habían robado
de la memoria. Su ejemplo de vida, su dignidad, iluminó corazones y caminos. Y
no tardamos nada en descubrir que, a pesar de los años, sus versos seguían
vivos en el tiempo, que había un Miguel para todos: para el último desesperado
de la tierra, para los niños explotados en cualquier rincón del mundo, para los
enamorados que se buscan a ciegas, para los pobres de pan, para los ricos de
alma, para los que viven y mueren con la cabeza muy alta, para los que
defienden la alegría a dentelladas secas y calientes.
Hace unos días, para
vergüenza de un tiempo y de un país, el miedo ha regresado: el miedo a unos
versos y a un poeta, a que la palabra libertad vuelva a estar de moda, con el
peligro que encierra y la de problemas que arrastra. Ochenta años después, en
la misma ciudad donde, sin la menor garantía jurídica, se le condenó a la pena
capital, se aparta a Miguel Hernández de un espacio y de un memorial donde su
voz y su ejemplo se prometían necesarios.
¿Qué capítulo nos hemos
perdido para vernos de nuevo en el pasado? ¿Estamos asistiendo a otra obscena
ceremonia de la venganza? ¿Cómo entender, en pleno siglo XXI, tan lejos de ese
tiempo abyecto, innoble, encarnizado, que el actual gobierno del Ayuntamiento
de Madrid condene de nuevo al escritor de Orihuela a aquel viejo silencio?
La respuesta está en el
viento, en ese Viento del
pueblo que escribió el poeta y que tanto indignó a sus verdugos, a
quienes acabaron con él y, sobre todo, a quienes ahora le condenan con la misma
ignorancia, en un patético alarde de poder y autoridad tan rancio que pone al
descubierto el viejo verso de Machado: “Desprecian cuanto ignoran”.
Dejar los versos del poema El herido fuera de un
proyecto limpio y justo, lejos de la memoria de 2.937 fusilados y de millones
de almas que visitarán durante años o siglos el cementerio de la Almudena es un
error y un insulto contra la sensibilidad y contra la inteligencia. Tarde o
temprano —siempre nos queda la esperanza—, el alcalde y sus correligionarios lo
verán, pero la afrenta está hecha y la ceguera es profunda.
Estábamos convencidos de que
la muerte de Miguel Hernández en una prisión franquista la mañana del 28 de
marzo de 1942 no acabó con su voz, de que su obra es un patrimonio nuestro y
luminoso. Creíamos que el pastor de Orihuela era ya un poeta necesario y que
volver a sus versos y a su vida suponía, en cierto modo, regresar a nosotros
mismos, al lugar exacto de nuestra conciencia y de nuestra memoria. Eso
creíamos. Pero corren tiempos extraños y la palabra libertad anda asustada,
asustada y en alerta como entonces.