«El diccionario de la Academia es el diccionario de la autoridad. En el mío no se ha tenido en cuenta la autoridad. Si yo me pongo a pensar qué es mi diccionario me acomete algo de presunción: es un diccionario único en el mundo»
María Moliner
María Moliner vista por la ilustradora Isabel Ruiz Ruiz en Mujeres (2), una serie de obras muy recomendable. |
Quiero compartir con los lectores del blog el estupendo programa de Imprescindibles de RTVE que se emitió el domingo pasado y se dedicó a María Moliner, la filóloga y lexicógrafa aragonesa. Es la autora del Diccionario de uso del español, un diccionario único en nuestra lengua al que dedicó quince años en su elaboracion.
Completo la entrada con el artículo de García Márquez sobre María Moliner, la académica sin sillón, que se recuerda en el documental.
La mujer que escribió un diccionario
Gabriel García Márquez
Hace tres semanas, de paso por Madrid, quise visitar a María
Moliner. Encontrarla no fue tan fácil como yo suponía: algunas personas que
debían saberlo ignoraban quién era, y no faltó quien la confundiera con una
célebre estrella de cine. Por fin logré un contacto con su hijo menor, que es
ingeniero industrial en Barcelona, y él me hizo saber que no era posible
visitar a su madre por sus quebrantos de salud. Pensé que era una crisis
momentánea y que tal vez pudiera verla en un viaje futuro a Madrid. Pero la
semana pasada, cuando ya me encontraba en Bogotá, me llamaron por teléfono para
darme la mala noticia de que María Moliner había muerto. Yo me sentí como si
hubiera perdido a alguien que sin saberlo había trabajado para mí durante
muchos años.María Moliner -para decirlo del modo más corto- hizo una proeza con
muy pocos precedentes: escribió sola, en su casa, con su propia mano, el
diccionario más completo, más útil, más acucioso y más divertido de la lengua
castellana. Se llama Diccionario
de uso del español, tiene dos tomos de casi 3.000 páginas en total,
que pesan tres kilos, y viene a ser, en consecuencia, más de dos veces más
largo que el de la Real Academia de la Lengua, y -a mi juicio- más de dos veces
mejor. María Moliner lo escribió en las horas que le dejaba libre su empleo de
bibliotecaria, y el que ella consideraba su verdadero oficio: remendar
calcetines. Uno de sus hijos, a quien le preguntaron hace poco cuántos hermanos
tenía, contestó: «Dos varones, una hembra y el diccionario». Hay que saber cómo
fue escrita la obra para entender cuánta verdad implica esa respuesta.
María Moliner nació en Paniza, un pueblo de Aragón, en 1900. O,
como ella decía con mucha propiedad: «En el año cero». De modo que al morir había
cumplido los ochenta años. Estudió Filosofía y Letras en Zaragoza y obtuvo,
mediante concurso, su ingreso al Cuerpo de Archiveros y Bibliotecarios de
España. Se casó con don Fernando Ramón y Ferrando, un prestigioso profesor
universitario que enseñaba en Salamanca una ciencia rara: base física de la
mente humana. María Moliner crió a sus hijos como toda una madre española, con
mano firme y dándoles de comer demasiado, aun en los duros años de la guerra
civil, en que no habla mucho que comer. El mayor se hizo médico investigador,
el segundo se hizo arquitecto y la hija se hizo maestra. Sólo cuando el menor
empezó la carrera de ingeniero industrial, María Moliner sintió que le sobraba
demasiado tiempo después de sus cinco horas de bibliotecaria, y decidió
ocuparlo escribiendo un diccionario. La idea le vino del Learner's Dictionary, con
el cual aprendió el inglés. Es un diccionario de uso; es decir, que no sólo
dice lo que significan las palabras, sino que indica también cómo se usan, y se
incluyen otras con las que pueden reemplazarse. «Es un diccionario para
escritores», dijo María Moliner una vez, hablando del suyo, y lo dijo con
mucha razón. En el diccionario de la Real Academia de la Lengua, en cambio, las
palabras son admitidas cuando ya están a punto de morir, gastadas por el uso, y
sus definiciones rígidas parecen colgadas de un clavo. Fue contra ese criterio
de embalsamadores que María Moliner se sentó a escribir su diccionario en 1951.
Calculó que lo terminaría en dos años, y cuando llevaba diez todavía andaba por
la mitad. «Siempre le faltaban dos años para terminar», me dijo su hijo menor.
Al principio le dedicaba dos o tres horas diarias, pero a medida que los hijos
se casaban y se iban de la casa le quedaba más tiempo disponible, hasta que llegó
a trabajar diez horas al día, además de las cinco de la biblioteca. En 1967
-presionada sobre todo por la Editorial Gredos, que la esperaba desde hacía
cinco años- dio el diccionario por terminado. Pero siguió haciendo fichas, y en
el momento de morir tenía varios metros de palabras nuevas que esperaba ver
incluidas en las futuras ediciones. En realidad, lo que esa mujer de fábula
había emprendido era una carrera de velocidad y resistencia contra la vida.
Su hijo Pedro me ha contado cómo trabajaba. Dice que un día se
levantó a las cinco de la mañana, dividió una cuartilla en cuatro partes
iguales y se puso a escribir fichas de palabras sin más preparativos. Sus
únicas herramientas de trabajo eran dos atriles y una máquina de escribir
portátil, que sobrevivió a la escritura del diccionario. Primero trabajó en la
mesita de centro de la sala. Después, cuando se sintió naufragar entre libros y
notas, se sirvió de un tablero apoyado sobre el respaldar de dos sillas. Su
marido fingía una impavidez de sabio, pero a veces medía a escondidas las
gavillas de fichas con una cinta métrica, y les mandaba noticias a sus hijos.
En una ocasión les contó que el diccionario iba ya por la última letra, pero
tres meses después les contó, con las ilusiones perdidas, que había vuelto a la
primera. Era natural, porque María Moliner tenía un método infinito: pretendía
agarrar al vuelo todas las palabras de la vida. «Sobre todo las que encuentro
en los periódicos», dijo en una entrevista. «Porque allí viene el idioma vivo,
el que se está usando, las palabras que tienen que inventarse al momento por
necesidad». Sólo hizo una excepción: las mal llamadas malas palabras, que son
muchas y tal vez las más usadas en la España de todos los tiempos. Es el
defecto mayor de su diccionario, y María Moliner vivió bastante para
comprenderlo, pero no lo suficiente para corregirlo.
Pasó sus últimos años en un apartamento del norte de Madrid, con
una terraza grande, donde tenía muchos tiestos de flores, que regaba con tanto
amor como si fueran palabras cautivas. Le complacían las noticias de que su
diccionario había vendido más de 10.000 copias, en dos ediciones, que cumplía
el propósito que ella se había impuesto y que algunos académicos de la lengua
lo consultaban en público sin ruborizarse. A veces le llegaba un periodista
desperdigado. A uno que Ie preguntó por qué no contestaba las numerosas cartas
que recibía le contestó con más frescura que la de sus flores: «Porque soy muy
perezosa». En 1972 fue la primera mujer cuya candidatura se presentó en la
Academia de la Lengua, pero los muy señores académicos no se atrevieron a
romper su venerable tradición machista. Sólo se atrevieron hace dos años, y
aceptaron entonces la primera mujer, pero no fue María Moliner. Ella se alegró
cuando lo supo, porque le aterrorizaba la idea de pronunciar el discurso de
admisión. «¿Qué podía decir yo», dijo entonces, «si en toda mi vida no he hecho
más que coser calcetines?».
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