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viernes, 27 de enero de 2023

AL RESCATE DE LAS PALABRAS

La polémica se ha adueñado del panorama político hace mucho tiempo. En ocasiones, al hilo de algún hecho noticioso, hay alguna voz serena que hace que nos paremos a reflexionar y midamos y ponderemos el uso que hacemos de las palabras. Esta vez ha sido el actor Antonio de la Torre, quien en su discurso de aceptación de alumno ilustre de la Universidad Complutense ha dejado claro el significado de patria y libertad, esas dos palabras tantas veces manipuladas por quienes las usan con fines espurios.

En la clase de Lengua castellana y literatura, son muchas las veces que a partir de textos de Mariano José de Larra o de Antonio Machado, por ejemplo, hemos reflexionado acerca de esas palabras y de cómo eran también pervertidas interesadamente en sus respectivas épocas. Los dos, por ejemplo, fueron acusados de malos patriotas solo por criticar aquellas situaciones que les parecían injustas. Y claro, hablando de estas cuestiones, siempre salen a colación esas palabras de Lewis Carroll en Alicia a través del espejo en las que se refleja el uso que los poderosos hacen de las palabras:

- Cuando yo uso una palabra –dijo Humpty-Dumpty con un tono burlón– significa precisamente lo que yo decido que signifique: ni más ni menos.

- El problema es –dijo Alicia–  si usted puede hacer que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes.

- El problema es –dijo Humpty-Dumpty– saber quién es el que manda. Eso es todo.

 

Sobre las palabras de Antonio de la Torre, el periodista Gerardo Tecé escribió en ctxt (contexto y acción) este oportuno y atinado artículo que invito a leer.

RESCATAR LAS PALABRAS

Entre abucheos de los estudiantes a Díaz Ayuso y vivas de las juventudes del PP, Antonio de la Torre dio el que sería el mejor discurso del polémico evento celebrado en la Complutense. El actor y periodista usó sus minutos de agradecimiento tras recibir el título de alumno ilustre de esa Universidad para hacer lo que un buen periodista siempre debería hacer: ordenar la realidad de la forma más honesta –que no es lo mismo que objetiva– posible. Un patriota, palabra muy usada últimamente, no es el que más banderitas de España porta en sus polos, pantalones, pulseras, cinturones y collares de perro, sino el trabajador público –defendía Antonio– que da lo mejor de sí en el hospital o la escuela para ayudar a otros. Esos que, como decía Machado, no presumen de patriotas, pero son quienes hacen la patria. La libertad, seguía De la Torre, es últimamente un término construido a base de lemas políticos vacíos de contenido que, en realidad, consiste en algo tan simple y tan valioso como tener acceso a las herramientas –la educación pública, por ejemplo– que le permitan a uno pensar y actuar por sí mismo.

Si el fin último de la ultraderecha es hacer que una sociedad retroceda, en esta ola ultraderechista que surfeamos a día de hoy el gran éxito cosechado es el retroceso de las palabras. Haber enfangado el debate público hasta el punto de ponernos a perder el tiempo discutiendo obviedades. Debatimos, con quien no cree en el debate, si la violencia machista que se lleva por delante cada año la vida de decenas de mujeres en España existe o es un invento, si el cambio climático demostrado por la ciencia está sucediendo, si son buenas o malas las vacunas que hace ya un siglo mejoraron para siempre las expectativas de vida de la humanidad y si la tierra es plana o redonda. Perdemos tiempo y esfuerzo teniendo que recordar el significado de conceptos que parecían evidentes. Que la libertad, tan prostituida que hasta los dictadores la llevan en sus lemas –Una, Grande y…– , no consiste en irse a beber cerveza al bar, ni en trocear lo público para regalárselo a familiares y amigos, sino en poder contar con un médico en el hospital si uno está enfermo o caminar tranquilamente por la calle sin miedo a que a uno lo agredan por ser una persona trans, homosexual o inmigrante.

Que un empresario no crea riqueza en abstracto, ni tampoco puestos de trabajo como el que monta una oenegé, sino que amasa riqueza y lo consigue gracias a trabajadores a los que les paga un sueldo porque los necesita para que creen esa riqueza que él recibe. Que no todos los ricos deben ser admirados y aplaudidos por definición, porque no es lo mismo haberlo logrado de manera honesta que explotando a otros. Que los impuestos no son un castigo tal y como venden quienes apuestan por desmantelar lo que es de todos, sino una contribución solidaria que hacemos porque los hospitales, carreteras y aeropuertos no se construyen solos. Que no es lo mismo bajárselos o subírselos al que no llega que bajárselos o subírselos a quien va sobrado. Que la palabra democracia también significa algo por mucho que algunos pretendan vaciarla, por muy idiota que sea este tiempo en el que hay quien se planta con su bandera franquista en manifestaciones que pretenden salvar la democracia de quien fue votado por la mayoría. Manda huevos –como diría aquel– que tengamos que rescatar las palabras, que tenga que venir un actor a recordarnos que ya está bien de montar películas.

jueves, 15 de septiembre de 2022

LOS LIBROS SEGÚN MILLÁS

Rescato en este principio de curso una estupenda columna periodística de Juan José Millás sobre lo que significan los libros para los lectores: son generadores de realidad, al igual que los altos hornos que no paran de trabajar, y actúan en cualquier espacio. Esta lectura sirve como aperitivo a todas las lecturas de libros, esos raros e inquietantes objetos, que vamos a emprender este nuevo curso. 

Felices lecturas a todos.

 

ALTOS HORNOS

El libro es uno de los objetos más raros inventados por el hombre, ya que no reproduce ninguna parte de su anatomía. Las grúas, los automóviles, los cajeros automáticos, las licuadoras, los armarios, están hechos a imagen y semejanza nuestra o de una parte de nosotros. Pero el libro parece un artefacto traído de otro mundo, no ya por la rareza de que no sea asimilable al cuerpo humano ni a ninguna de sus vísceras, sino porque aúna lo enormemente complejo con lo desmedidamente simple. En efecto, nada es más fácil de manejar que un volumen. Carece de secretos de fabricación y sus averías mecánicas pueden ser reparadas por un niño.

Sin embargo, es un generador de realidad que funciona las 24 horas del día siete días a la semana, como los altos hornos. En este mismo instante hay miles, quizá millones de personas, leyendo un libro, del que copiarán un comportamiento sentimental, una receta de cocina, una idea política, un mueble para el cuarto de estar, un método para superar la timidez o una expresión de lástima para acudir al tanatorio. A diferencia de las grandes industrias, sin embargo, puede actuar indistintamente en la habitación de un hotel o en la sala de una biblioteca pública; en un vagón de metro o entre las sábanas de una cama sin hacer. Lo que le caracteriza, en fin, es su capacidad para escupir realidad a presión, o por un tubo, pues incluso cuando de entre sus páginas salen materiales inexistentes, estos no tardan en corporeizarse debido a las extraordinarias propiedades de la tinta. Véanse las novelas de Verne en general, pero también Drácula, Frankenstein, El doctor Jekyll y mister Hyde, El retrato de Dorian Grey o La metamorfosis.

Gran parte de la realidad conocida, pues, ha escapado de los libros. Déjenlo bien cerrado cuando lo abandonen sobre la mesilla de noche.

martes, 14 de septiembre de 2021

LA "UTILIDAD" DE LAS LENGUAS

En el comienzo de este nuevo curso, que va a estar marcado como los dos anteriores por la pandemia y en el que vamos a sufrir nuevamente recortes en materia educativa visibles ya en las ratios de ESO y Bachillerato y la falta de profesorado de apoyo a los alumnos más vulnerables, quiero compartir un artículo aparecido en eldiario.es de la filóloga Elena Álvarez Mellado que gira en torno a las lenguas y el lenguaje humano. Es un texto, como todos los suyos, que resulta muy sugerente y que sin duda nos invitará a reflexionar sobre un montón de asuntos directamente relacionados con el objeto de estudio de nuestra materia que ya han sido apuntados en las diferentes presentaciones de principio de curso.

¿PARA QUÉ SIRVEN LAS LENGUAS?

Y si desaparecen todas las lenguas menos una, ¿qué?, pregunta un columnista desde una tribuna de opinión. La diversidad de lenguas es un fracaso civilizatorio, continúa, si es que entendemos que el fin último de la comunicación es comunicarse, no encontrar 7.000 maneras distintas de describir lo mismo.

¿Ganaríamos algo si estableciéramos un idioma único? ¿Es la comunicación el sentido último de los idiomas? ¿Para qué sirven las lenguas si no?

A pesar de su ubicuidad y cotidianeidad, es sorprendente lo poco que sabemos aún sobre cómo funciona el lenguaje. Sabemos que adquirimos la lengua del entorno social en el que nos criamos, sin que existan rasgos genéticos que nos predispongan para un idioma u otro. Un chiquillo no tendrá problema alguno en adquirir el árabe como lengua materna si su entorno lo habla, aun cuando sus progenitores sean castellanoparlantes. Vasco, estonio, turco, hindi, aimara, acadio: no hay idioma que se le resista a un cachorro humano durante el periodo de adquisición del lenguaje.

Por otro lado, la facilidad aparente con la que los niños adquieren su lengua materna parece sospechosa: aprender a escribir, saberse las tablas de multiplicar o tocar el clarinete son actividades complejas que conllevan una enseñanza deliberada, un proceso de aprendizaje explícito que se parece poco a la interiorización por ósmosis que los bebés parecen experimentar cuando se les sumerge en una lengua. Mi sobrino de cuatro años no sabe atarse los zapatos, pero conjuga verbos e incrusta subordinadas sin titubear, a pesar de que nadie le ha enseñado explícitamente. Esto no tiene nada de extraordinario, no hace nada distinto a lo que hace la mayoría de niños de su edad. No nacemos predispuestos a adquirir una lengua en concreto, pero parece que lleguemos a este mundo esperando adquirir una. Nacemos sedientos de lengua.

Si uno se para a pensarlo, la capacidad lingüística de los humanos es prodigiosa: con una vibración de los plieguecillos que tenemos alojados en la garganta o unos trazos dispuestos en un papel somos capaces de producir ideas, conceptos o sentimientos en otra cabeza humana. La Lingüística lleva desde mediados del siglo XX intentando acometer dos tareas titánicas: la de dotar a otras especies animales y a las máquinas de nuestra capacidad lingüística. En ambos casos, el resultado ha sido infructuoso (por ahora). Por espectacular que sea, el repertorio limitado de gestos de lengua de signos que una gorila es capaz de imitar no es equiparable a la capacidad lingüística que poseemos los humanos. Tampoco lo son los sistemas informáticos de generación automática, por muy apabullante que sea su fluidez. Las abejas danzan para indicar a sus compañeras la localización de nuevas fuentes de néctar, pero sus bailes no les permiten referirse a fuentes de néctar futuras o hipotéticas, como sí nos permiten expresar las lenguas humanas. Hasta donde sabemos, somos los únicos en el mundo conocido con capacidad para el lenguaje.

De acuerdo, la capacidad lingüística de los humanos es abrumadora. ¿Pero no bastaría con tener una sola lengua para dar rienda suelta a toda esa capacidad? ¿Dónde está el valor de que existan por miles? Al fin y al cabo, sabemos que todos los idiomas tienen grados de complejidad semejante, y que todos disponen de los mecanismos para poder dar cuenta de la realidad que rodea a sus hablantes. A ojos de un extraterrestre, todas las lenguas humanas probablemente parecerían variaciones de la misma. El meollo reside en que cada lengua fragmenta la realidad de maneras diferentes. La pluralidad de lenguas nos permite asomarnos a las distintas conceptualizaciones que los humanos hacen de la existencia.

La realidad es la misma, los moldes para conceptualizarla varían. No supone esto que la lengua que se adquiere como materna determine las habilidades ni la percepción de los hablantes. No vivimos encerrados en nuestro idioma. Pero de la misma manera que toda la historia de la literatura se puede entender como distintas formas de mirar un puñado de temas universales que se repiten (el amor, la muerte, etc.), las distintas lenguas son variaciones que permiten dar cuenta de la totalidad de la experiencia humana haciendo uso de distintas estrategias, con la salvedad de que mientras que las obras literarias suelen ser producto de un individuo, las lenguas son obras colectivas. A través de la diversidad de las lenguas podemos intentar diferenciar qué aspectos de las lenguas son principios universales del lenguaje comunes a todas los idiomas y qué valores son variables y están sujetos a cambios.

Dejando a un lado lo escalofriante de la propuesta inicial, la idea de borrar de un plumazo todas las lenguas del mundo para quedarnos con un solo idioma global es, además, muy poco realista: incluso suponiendo que tal cosa fuera posible, las lenguas originales de los distintos grupos de humanos harían que los hablantes de cada lugar tendiesen a hablar esa supuesta koiné global de maneras muy distintas (de forma semejante a la impronta natural que el castellano nos deja a los hispanoparlantes cuando intentamos hablar en inglés). Esas particularidades locales serían incorporadas por las siguientes generaciones de hablantes, lo que constituiría un caldo de cultivo perfecto para el surgimiento de variedades lingüísticas diferenciadas. La existencia de variedades locales (junto con la erosión lingüística natural que trae consigo el paso del tiempo y los consiguientes seísmos lingüísticos que ello desata) resultaría con gran probabilidad en la fragmentación de ese ansiado idioma único en lenguas locales claramente diferenciadas, un proceso en último término no muy distinto al que ocurrió cuando el latín se fragmentó en las lenguas romances. De vuelta a la casilla de salida del multilingüismo del que supuestamente el plan quería escapar (pero habiendo infligido un sufrimiento considerable y tirado por la ventana buena parte del patrimonio humano).

En último término, la visión de las lenguas desde una óptica puramente utilitarista es como intentar atribuirle finalidad a la existencia de un río, de una montaña o del sauce llorón. En la naturaleza hay porqués, pero no hay "para qués", porque preguntarse por la finalidad de los fenómenos naturales presupone una intención o una voluntad. Indignarse por la existencia de múltiples lenguas es tan marciano como considerar que, puestos a tener un organismo vivo que haga la fotosíntesis, nos bastaba con una sola especie de árbol y no era necesario el derroche de variación biológica con el que la naturaleza nos asombra.

La lengua no es algo que hacemos, sino algo que nos hace, algo que somos. Nuestra singularidad como individuos, nuestra inteligencia colectiva como grupo, nuestra habilidad cognitiva como especie, es decir, todo lo que nos construye como humanos permea las distintas capas freáticas que constituyen una lengua. Entender las lenguas, observarlas, estudiar su diversidad nos permite asomarnos a esta capacidad rara y fabulosa que es el lenguaje. En definitiva, nos ayuda a conocer un poco mejor a esos primates insignificantes, vulnerables e irremediablemente cooperativos que, durante un instante de tiempo, habitaron un punto azul pálido en la inmensidad del universo.

viernes, 11 de junio de 2021

A VUELTAS CON LA ORTOGRAFÍA

Rescato dos columnas periodísticas aparecidas en los últimos años en El País que enfocan el tema de la necesidad de la ortografía, siempre en el centro del debate y objeto de atención de varias entradas del blog, desde puntos de vista diferentes pero complementarios. El primer texto, Broca y Wernicke, de Ignacio Rodríguez Alemparte, plantea la cuestión a partir de la biología. El segundo, La ortografía es el termómetro, de Álex Grijelmo, plantea el tema desde una perspectiva sociólogica. En los dos la conclusión es la misma: la ortografía no es algo caprichoso ni un asunto nimio o insustancial, es básica y fundamental en la creación de una comunidad de usuarios de una lengua.

Broca y Wernicke

Ignacio Rodríguez Alemparte

El cerebro usa dos rutas para leer: el área de Broca (lóbulo frontal) y el área de Wernicke (lóbulo temporal). La primera hace una conversión grafofonológica, mientras que la segunda reconoce la palabra atendiendo a su aspecto. Esta última ruta es más rápida y adquiere más importancia cuanto más experto es el lector. Por eso los lectores principiantes silabean, mientras que los avezados leen varias palabras de un golpe de vista. Es posible hacerlo porque gracias a la ortografía las palabras siempre se escriben igual. Es fácil darse cuenta si tratamos de leer un texto plagado de cambios ortográficos. Veremos cómo nuestra velocidad lectora cae enormemente.

Higual uz te no ze lo qree aun ke quisa hesté vreve i esa jerado hegemplo se ha balido.

Bloqueada la ruta de Wernicke, el cerebro no reconoce las palabras y debe identificar sus fonemas uno a uno, silabeando igual que hace un niño. Abolir la ortografía haría que cada cual escribiese cada palabra “como le suena” y nos entorpecería a todos la lectura. También a las personas supuestamente “discriminadas” por la ortografía, a las que dificultaría aún más el acceso a la cultura. Parece más sensato exigir una escuela pública de calidad para todos que suprimir la ortografía.

Dicho esto, estoy de acuerdo en discutir si las normas que hay son mejorables. Por ejemplo, si es preferible mantener la “h” de “hierro” o sería mejor escribir “ierro”, “yerro”, “yierro”, “llerro”, “llierro” o sus correspondientes con erre simple. Son 12 variantes. Podemos decidir cuál preferimos, pero, a partir de ese momento, todos deberemos escribirla igual. Y lo único que habremos hecho es sustituir una norma por otra, que igualmente habrá que aprender.

Vista la necesidad de unas normas y las variantes que la escritura fonológica puede producir, parece razonable mantener las que existen, que son, en gran parte, producto de la etimología. La “h” de “hierro” es el rastro genético que dejó la “f” de “ferrum”. Saberlo permite entender, por ejemplo, por qué decimos “cloruro férrico”. Es una realidad muy bella de las lenguas que no se debería despreciar con tanta ligereza.

 


La ortografía es el termómetro

Álex Grijelmo

Quien tiene un problema de ortografía no sufre solamente ese problema. Los errores con la puntuación o las letras van siempre asociados a una deficiente expresión sintáctica y a un vocabulario pobre. La ortografía es el mercurio que sirve para señalar la fiebre. Se podrán abolir las haches y las tildes, como propuso García Márquez, pero no por romper el termómetro bajará la temperatura.

Las personas acostumbradas a leer buenos libros y buenos periódicos no suelen cometer faltas cuando escriben, porque su memoria inconsciente ha ido almacenando las palabras exactas y ha deducido las relaciones gramaticales que mantienen entre sí. Y cuando las necesiten para expresar una idea, brotarán casi sin esfuerzo.

Frente a eso, las faltas involuntarias afloran en quienes no quisieron o no pudieron recibir una enseñanza de calidad y no han enriquecido luego su pensamiento con las cuidadas lecturas que conducen siempre a cuidadas reflexiones.

Hoy en día salimos a la plaza pública más con la palabra escrita que con la expresión oral. Redactamos mensajes de WhatsApp, de correo, escribimos en Twitter… Y paseamos por esa calle de multitudes vestidos solamente con nuestra ortografía y nuestra sintaxis. Así nos mostramos a los demás, que se formarán una opinión al respecto del mismo modo que se establece una impresión general ante quien lleva siempre lamparones en el traje.

En definitiva, la ortografía es sobre todo un indicio.

Se supone que quien escribe con corrección ha leído y ha incorporado a su pensamiento una estructura gramatical que le permite ordenar mejor las ideas y analizar con más competencia tanto lo que oye como lo que piensa. La buena ortografía ayuda además a relacionar unos vocablos con otros (y también a distinguir unos conceptos de otros).

Por el contrario, cabe suponer que quien comete faltas de ortografía no dispone de esas herramientas; que tal vez disfrute así de menor capacidad para la argumentación y la seducción, y que probablemente sea, por todo ello, una persona más manipulable.