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lunes, 20 de abril de 2020

DOCE NOVELAS ESPAÑOLAS ENTRE 1945 y 1975 (I): «NADA», «LA COLMENA» Y «EL JARAMA»

En esta entrada y en las tres siguientes voy a presentar doce novelas españolas escritas durante la dictadura franquista, aunque no todas pudieran ser publicadas en su primera edición en España. En todos los casos son títulos referentes en el estudio de la novela, que hemos hecho en las últimas semanas, por su excelente calidad literaria. 
Cada una de esas doce novelas va a ir acompañada de una breve reseña crítica que he entresacado de 1001 libros que hay que leer antes de morir de los profesores y críticos literarios Peter Baxell y José-Carlos Mainer. Son textos, de diferentes profesores y críticos que cito al final, que presentan estas novelas como una invitación a su lectura e inciden en sus aspectos temáticos y formales más novedosos. Ojalá sirvan estas entradas para completar mejor el estudio de la novela española de ese tiempo y para seguir invitando a la lectura de unas obras que han resistido muy bien el paso del tiempo y se han convertido en verdaderos clásicos de nuestra literatura.
Advierto que en algunas de estas reseñas se destripa el final de la novela, aunque eso tampoco debería ser motivo para dejarlas sin leer, pues es bien sabido de todos que las buenas novelas, como las buenas películas, nos cautivan por muchas razones y la del desenlace no es la principal en ninguna ocasión.
Nada (1945) de Carmen Laforet
En su tiempo el tema de esta novela resultó nuevo y osado pues recrea el ambiente sórdido y hostil de una gran ciudad y el de unas relaciones familiares marcas por la desconfianza y el egoísmo. Se la clasificó, incluso, de tremendista, y si bien la trama y el punto de vista eran simples y hasta planos, resultaba notable la capacidad de la joven autora de veintitrés años para crear un ambiente de pasiones sórdidas, de cainismo y odios, que enmarcan bien la situación de asombrada perplejidad de la protagonista: Andrea, que ha padecido el desafecto de su prima Isabel y viaja, llena de ilusiones y esperanzas a Barcelona para estudiar Filosofía y Letras. Vive en casa de la abuela con su familia materna, unos seres no solo carentes de capacidad afectiva, sino de escaso equilibrio mental y moral: el melómano Román, oscuro maníaco metido en negocios de contrabando que se suicida; un pintor fracasado que maltrata a su mujer; la desequilibrada Angustias, que busca en un convento sublimar sus frustraciones. Todos le reprochan a Andrea la deuda que contrae con ellos al acogerla, e ignoran a la abuela, una pobre mujer rodeada de parientes egoístas. La expresividad del estilo y el dibujo del ambiente hicieron que la novela fuera recibida por los exiliados españoles como una denuncia social, cosa que ni es ni estaba en la intención de la autora. Hoy prevalece por su ingenua fuerza narrativa (que le valió ser el primero de los Premios Nadal) y sabemos que fue parte esencial de la regeneración de la novela en la posguerra.  [María-Dolores Albiac]

La colmena (1951) de Camilo José Cela
El título alude al abigarramiento de la gran ciudad, Madrid, donde conviven, como abejas en colmena, gentes que se buscan la vida. No hay argumento ni protagonista concreto; el relato reúne unos trescientos personajes, mayoritariamente de la clase media castigada por la dureza de la posguerra. Sus vidas son vulgares, asediadas por la enfermedad (la tuberculosis), las deudas o la caída de la prostitución. Les obsesiona el sexo, y sus conversaciones aluden a temas de la guerra (fusilamientos, cárcel), o a conservadores principios (el «señorío» se lleva en la sangre, qué suerte ser español, o católico, hay que resignarse, etc.), que reflejan el horizonte mental de la España de las denuncias y la desconfianza. La trabazón estructural de los episodios, contados por «el narrador» con presunta objetividad, radica en la repetición de lugares y personajes que funcionan como engarces de la narración: el café de doña Rosa y el «intelectual» huido Martín Marco son los fundamentales.
La novela influyó en los escritores de la llamada generación del medio siglo, que realizaron la labor de crítica y denuncia social que Cela no intentó. Él no describe la sordidez vital de los moradores de la colmena apuntando causas o culpables; tiende a verlo todo de un modo fatalista y la piedad que manifiesta es compatible con la burla o la crueldad. Cela se limita a relatar, con superior dominio del idioma, los hechos de una realidad degradada y logró un testimonio demoledor que, pese a su prohibición por la censura, fue ávidamente leído por muchos.  [María-Dolores Albiac]

El Jarama (1956) de Rafael Sánchez Ferlosio.
El monótono fluir del río titular enmarca el monótono transcurso de un domingo de hacia 1955 (se está construyendo la base americana de Torrejón), centrado en once jóvenes excursionistas y un grupo de clientes, algo mayores, que coinciden en un merendero de sus orillas. El tiempo —una obsesión del relato— transcurre al paso de conversaciones anodinas, de gestos intrascendentes de los miembros de cada grupo —verdaderos protagonistas colectivos de la trama—, o de alguna desavenencia por futesas. Los diálogos, que reproducen el habla cotidiana con precisión de filólogo, carecen de preocupaciones morales o ideológicas, repiten tópicos y frases manidas propias del ralo nivel espiritual de esa clase media baja española para la que no pasa nada. Pero, aunque el autor declara no haber pretendido otra cosa que una observación histórica del lenguaje de su tiempo, esto es solo aparente: aquí y allá se reflejan la rebeldía, el descontento o el recuerdo vivo de la Guerra Civil, siempre cercana. Y este no pasar nada anuncia también que algo se avecina. La muerte de la joven y pudibunda Lucita, ahogada en el río, y la desnudez de su cuerpo ante los oficiales del Juzgado, concluyen esta parábola de la España sobreviviente. La estructura narrativa es compleja y compagina la objetividad conductista con calculados momentos de abandono de la imparcialidad. La deliberada ausencia de retórica no empequeñece la brillantez poética de muchos momentos, que alcanza especial intensidad en las descripciones de la naturaleza.  [María-Dolores Albiac]

lunes, 1 de abril de 2019

EN RECUERDO DE RAFAEL SÁNCHEZ FERLOSIO


Como recuerdo de Rafael Sánchez Ferlosio, fallecido hoy a los noventa y un años, os dejo estos aforismos seleccionados por El periódico. Además de por sus novelas (Industrias y andanzas de Alfanhuí, El Jarama, El testimonio de Yarfoz) o por su obra ensayística (Mientras no cambien los dioses, nada ha cambiado; Vendrán más años malos y nos harán más ciegos), el autor, miembro de la generación de los cincuenta, sobresalió en el cultivo del aforismo, ese género breve al que él llamaba «pecios», como los restos de una nave naufragada o de lo que iba en ella. Son apuntes breves que le permitían reflexionar en torno a sus obsesiones (la cultura, la educación, la lengua, la política, España, el consumismo, la guerra, el deporte,...), empleando diferentes registros (desde la indignación a la ironía, desde el humor al lirismo).  Están recogidos en Campo de retamas, delicioso volumen  al que pertenecen los pecios seleccionados y que se abre con estas palabras:

Desconfíen siempre de un autor de «pecios». Aun sin quererlo, le es fácil estafar, porque los textos de una sola frase son los que más se prestan a ese fraude de la «profundidad», fetiche de los necios, siempre ávidos de asentir con reverencia a cualquier sentenciosa lapidariedad vacía de sentido pero habilidosamente elaborada con palabras de charol. Lo «profundo» lo inventa la necesidad de refugiarse en algo indiscutible, y nada hay tan indiscutible como el dicho enigmático, que se autoexime de tener que dar razón de sí. La indiscutibilidad es como un carisma que sacraliza la palabra, canjeando por la magia de la literalidad toda posible capacidad sugerente.


Lo más sospechoso de las soluciones es que se las encuentra siempre que se quiere.
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Los hombres matan, la poli abate.
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¿Quién soy yo para ponerle riendas, como a caballo propio, al que he de ser mañana?
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¿De verdad que tiene usted raíces? ¿Y qué se siente? ¿No es desagradable?
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Entre la injusticia de insultar al prójimo y la indignidad de sonreírle hay un discreto término medio: mirar a otro lado.
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El presente se pone en manos del futuro lo mismo que una viuda ignorante y confiada se pone en manos de un astuto y deshonesto agente de seguros.
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No hay que tener miedo: el mundo es fuerte y siempre vuelve a la normalidad.
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El que quiera mandar guarde al menos el último respeto hacia el que ha de obedecer: absténgase de darle explicaciones.
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La voz más pobre se hace siempre la más autoritaria: no consiguiendo ya ser entendida, tiene que resignarse a no ser más que obedecida.
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Cuando la acción se ha vuelto inercia y rutina, ya solo la omisión es resistencia, deliberación y libertad.
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Naturaleza y civilización... Pero, decidme: ¿qué es más naturaleza: un león persiguiendo a un antílope en el Parque Nacional de Tanganika o un gato persiguiendo a una rata bajo la luz de los faroles junto a la interminable pared del matadero?
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El fascismo consiste sobre todo en no limitarse a hacer política y pretender hacer historia.
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El miedo a la muerte es lo que, al fin, hace a los hombres temer y acatar al Estado hasta la indignidad. Porque es una bestia que muere matando, todos la odian viva, pero más les aterra moribunda.
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Esto que llamamos España no tiene posible definición ni descripción. Es, como decía categóricamente don Jacinto, una pieza de museo.

martes, 25 de abril de 2017

LA GENERACIÓN DE LOS CINCUENTA

Libro de Josefina R. Aldecoa
sobre los autores de esta generación
El escritor Jesús Fernández Santos recordaba en este artículo de El País de 1984 (que rescato parcialmente), las experiencias generacionales (ambientes, profesores, revistas, editoriales, premios literarios, lecturas de autores extranjeros, ...) qué él y otros jóvenes escritores (Aldecoa, Sánchez Ferlosio, Martín Gaite,...) compartieron en el Madrid de los años cincuenta. Todos ellos formaron la «Generación del 50» o la de «los niños de la guerra» como la bautizó Josefina R. Aldecoa (y no fue exclusivamente de novelistas, aunque aquí nos centremos en ellos). Nacidos entre 1925 y 1930, en familias burguesas, vivieron la Guerra Civil siendo unos niños,  entraron en la universidad en los años cuarenta, fueron amigos, admiraron a los autores de la generación del 98 (por su amor a España y por su visión preocupada de sus problemas), descubrieron juntos la literatura extranjera (los existencialistas franceses, los neorrealistas italianos, la generación perdida estadounidense,...) en esos años difíciles y a mediados de los cincuenta  publicaron sus primeras obras. Son la promoción de novelistas que inician el realismo social en nuestra literatura.

LA GENERACIÓN DE LOS CINCUENTA

Allá por los años cincuenta coincidimos en la facultad de Filosofía y Letras de Madrid Ignacio Aldecoa, que venía de Salamanca; Carmen Martín Gaite; Sánchez Ferlosio, que llegaba, si no recuerdo mal, de intentar el ingreso en Arquitectura, y Alfonso Sastre, entre otros. La universidad de entonces, como es fácil de imaginar, se parecía poco a la de ahora. Aún cursaban estudios promociones anteriores a la guerra. Se hablaba poco de política, y aunque la había, no se hacía notar demasiado. Lo que para nosotros supuso intentamos valorarlo Ignacio y yo en largas, vagas y bizantinas charlas. La verdad es que allí comenzamos a influir unos en otros, si no en nuestras obras, que por entonces intentábamos poner en pie, sí al menos en nuestro afán por conseguir un puesto en la literatura del país, que tan ajeno parecía.

En lo que siempre estuvimos de acuerdo fue en que sin pasar por ella, sin poner en marcha aquel teatro que fundamos, sin aquellas primeras lecturas, aquellas vueltas al atardecer y el recuerdo de algunos profesores, de Emilio García Gómez, Manuel Terán o Santiago Montero Díaz o Rafael Lapesa, no seríamos lo que fuimos luego.

Estudiábamos mal, sin verdadero interés. Cierto día, y con gran esfuerzo por mi parte, dejé la facultad. Sólo al cabo del tiempo volvimos a encontrarnos de nuevo en el café Gijón. Por entonces, Antonio Rodríguez Moñino acababa de sacar a la luz Revista Española, y allí acabamos colaborando todos. Tal empeño duró poco, como era de rigor entonces, pero sirvió para dar cierta unidad a nuestra generación. Era la época de la aparición de nuestros primeros libros, cuando los editores se resistían a publicar novelas de autores jóvenes españoles, hasta que al fin se decidieron, arropándolos con el complicado mecanismo de los premios. Por entonces también comenzó a hablarse de lo que algunos se empeñaron en llamar realismo social, y otros, más vagamente, realismo objetivo. Cualquier palabra poco usual arrastraba tras de sí la etiqueta de tremendismo, y todo personaje de baja condición se suponía que escondía un peligroso mensaje entre líneas. Por entonces, Goytisolo se marchaba a París, y en España se comenzaba a hablar de Hemingway y Faulkner. Azorín escribía sobre cine, y Pío Baroja vivía envuelto en su manta, recibiendo visitas a solas, pensando quizá en aquel último y definitivo paseo al cementerio civil donde reposa.

Ser joven era un grave problema. Suponía sobre todo esperar, cuestión que sólo el tiempo era capaz de solventar y que nosotros tratábamos de olvidar a nuestro modo: con charlas de café, vagabundeo por Madrid al anochecer y recalada final en la casa de Ignacio Aldecoa.