martes, 25 de abril de 2017

LA GENERACIÓN DE LOS CINCUENTA

Libro de Josefina R. Aldecoa
sobre los autores de esta generación
El escritor Jesús Fernández Santos recordaba en este artículo de El País de 1984 (que rescato parcialmente), las experiencias generacionales (ambientes, profesores, revistas, editoriales, premios literarios, lecturas de autores extranjeros, ...) qué él y otros jóvenes escritores (Aldecoa, Sánchez Ferlosio, Martín Gaite,...) compartieron en el Madrid de los años cincuenta. Todos ellos formaron la «Generación del 50» o la de «los niños de la guerra» como la bautizó Josefina R. Aldecoa (y no fue exclusivamente de novelistas, aunque aquí nos centremos en ellos). Nacidos entre 1925 y 1930, en familias burguesas, vivieron la Guerra Civil siendo unos niños,  entraron en la universidad en los años cuarenta, fueron amigos, admiraron a los autores de la generación del 98 (por su amor a España y por su visión preocupada de sus problemas), descubrieron juntos la literatura extranjera (los existencialistas franceses, los neorrealistas italianos, la generación perdida estadounidense,...) en esos años difíciles y a mediados de los cincuenta  publicaron sus primeras obras. Son la promoción de novelistas que inician el realismo social en nuestra literatura.

LA GENERACIÓN DE LOS CINCUENTA

Allá por los años cincuenta coincidimos en la facultad de Filosofía y Letras de Madrid Ignacio Aldecoa, que venía de Salamanca; Carmen Martín Gaite; Sánchez Ferlosio, que llegaba, si no recuerdo mal, de intentar el ingreso en Arquitectura, y Alfonso Sastre, entre otros. La universidad de entonces, como es fácil de imaginar, se parecía poco a la de ahora. Aún cursaban estudios promociones anteriores a la guerra. Se hablaba poco de política, y aunque la había, no se hacía notar demasiado. Lo que para nosotros supuso intentamos valorarlo Ignacio y yo en largas, vagas y bizantinas charlas. La verdad es que allí comenzamos a influir unos en otros, si no en nuestras obras, que por entonces intentábamos poner en pie, sí al menos en nuestro afán por conseguir un puesto en la literatura del país, que tan ajeno parecía.

En lo que siempre estuvimos de acuerdo fue en que sin pasar por ella, sin poner en marcha aquel teatro que fundamos, sin aquellas primeras lecturas, aquellas vueltas al atardecer y el recuerdo de algunos profesores, de Emilio García Gómez, Manuel Terán o Santiago Montero Díaz o Rafael Lapesa, no seríamos lo que fuimos luego.

Estudiábamos mal, sin verdadero interés. Cierto día, y con gran esfuerzo por mi parte, dejé la facultad. Sólo al cabo del tiempo volvimos a encontrarnos de nuevo en el café Gijón. Por entonces, Antonio Rodríguez Moñino acababa de sacar a la luz Revista Española, y allí acabamos colaborando todos. Tal empeño duró poco, como era de rigor entonces, pero sirvió para dar cierta unidad a nuestra generación. Era la época de la aparición de nuestros primeros libros, cuando los editores se resistían a publicar novelas de autores jóvenes españoles, hasta que al fin se decidieron, arropándolos con el complicado mecanismo de los premios. Por entonces también comenzó a hablarse de lo que algunos se empeñaron en llamar realismo social, y otros, más vagamente, realismo objetivo. Cualquier palabra poco usual arrastraba tras de sí la etiqueta de tremendismo, y todo personaje de baja condición se suponía que escondía un peligroso mensaje entre líneas. Por entonces, Goytisolo se marchaba a París, y en España se comenzaba a hablar de Hemingway y Faulkner. Azorín escribía sobre cine, y Pío Baroja vivía envuelto en su manta, recibiendo visitas a solas, pensando quizá en aquel último y definitivo paseo al cementerio civil donde reposa.

Ser joven era un grave problema. Suponía sobre todo esperar, cuestión que sólo el tiempo era capaz de solventar y que nosotros tratábamos de olvidar a nuestro modo: con charlas de café, vagabundeo por Madrid al anochecer y recalada final en la casa de Ignacio Aldecoa.

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