Libro de Josefina R. Aldecoa sobre los autores de esta generación |
El escritor Jesús Fernández Santos recordaba en este artículo de El País de 1984 (que rescato parcialmente), las experiencias generacionales (ambientes, profesores, revistas, editoriales, premios literarios, lecturas de autores extranjeros, ...) qué él y otros jóvenes escritores (Aldecoa, Sánchez Ferlosio, Martín Gaite,...) compartieron en el Madrid de los años cincuenta. Todos ellos formaron la «Generación del 50» o la de «los niños de la guerra» como la bautizó Josefina R. Aldecoa (y no fue exclusivamente de novelistas, aunque aquí nos centremos en ellos). Nacidos entre 1925 y 1930, en familias burguesas, vivieron la Guerra Civil siendo unos niños, entraron en la universidad en los años cuarenta, fueron amigos, admiraron a los autores de la generación del 98 (por su amor a España y por su visión preocupada de sus problemas), descubrieron juntos la literatura extranjera (los existencialistas franceses, los neorrealistas italianos, la generación perdida estadounidense,...) en esos años difíciles y a mediados de los cincuenta publicaron sus primeras obras. Son la promoción de novelistas que inician el realismo social en nuestra literatura.
LA GENERACIÓN DE LOS CINCUENTA
Allá
por los años cincuenta coincidimos en la facultad de Filosofía y Letras de
Madrid Ignacio Aldecoa, que venía de Salamanca; Carmen Martín Gaite; Sánchez
Ferlosio, que llegaba, si no recuerdo mal, de intentar el ingreso en
Arquitectura, y Alfonso Sastre, entre otros. La universidad de entonces, como
es fácil de imaginar, se parecía poco a la de ahora. Aún cursaban estudios
promociones anteriores a la guerra. Se hablaba poco de política, y aunque la
había, no se hacía notar demasiado. Lo que para nosotros supuso intentamos
valorarlo Ignacio y yo en largas, vagas y bizantinas charlas. La verdad es que
allí comenzamos a influir unos en otros, si no en nuestras obras, que por
entonces intentábamos poner en pie, sí al menos en nuestro afán por conseguir
un puesto en la literatura del país, que tan ajeno parecía.
En
lo que siempre estuvimos de acuerdo fue en que sin pasar por ella, sin poner en
marcha aquel teatro que fundamos, sin aquellas primeras lecturas, aquellas
vueltas al atardecer y el recuerdo de algunos profesores, de Emilio García
Gómez, Manuel Terán o Santiago Montero Díaz o Rafael Lapesa, no seríamos lo que
fuimos luego.
Estudiábamos
mal, sin
verdadero interés. Cierto día, y con gran esfuerzo por mi parte, dejé la
facultad. Sólo al cabo del tiempo volvimos a encontrarnos de nuevo en el café
Gijón. Por entonces, Antonio Rodríguez Moñino acababa de sacar a la luz Revista Española, y allí
acabamos colaborando todos. Tal empeño duró poco, como era de rigor entonces,
pero sirvió para dar cierta unidad a nuestra generación. Era la época de la
aparición de nuestros primeros libros, cuando los editores se resistían a
publicar novelas de autores jóvenes españoles, hasta que al fin se decidieron,
arropándolos con el complicado mecanismo de los premios. Por entonces también
comenzó a hablarse de lo que algunos se empeñaron en llamar realismo social, y
otros, más vagamente, realismo objetivo. Cualquier palabra poco usual
arrastraba tras de sí la etiqueta de tremendismo, y todo personaje de baja
condición se suponía que escondía un peligroso mensaje entre líneas. Por
entonces, Goytisolo se marchaba a París, y en España se comenzaba a hablar de
Hemingway y Faulkner. Azorín escribía sobre cine, y Pío Baroja vivía envuelto
en su manta, recibiendo visitas a solas, pensando quizá en aquel último y
definitivo paseo al cementerio civil donde reposa.
Ser
joven era un grave problema. Suponía sobre todo esperar, cuestión que sólo el
tiempo era capaz de solventar y que nosotros tratábamos de olvidar a nuestro
modo: con charlas de café, vagabundeo por Madrid al anochecer y recalada final
en la casa de Ignacio Aldecoa.
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