Los diccionarios son un
talismán contra el olvido
[Alberto Manguel]
Al
hilo de la entrada anterior y de otras en las que hemos hablado del
empobrecimiento léxico en diversos ámbitos (y no solo en el mundo escolar, sino
también en los medios de comunicación, como han criticado muchas veces los estudiosos), hoy toca una reivindicación del diccionario, esa fuente de
información (y mucho más) a la que no nos acercamos tanto como deberíamos y eso que en la actualidad
su consulta es más rápida que nunca en la historia.
La
reivindicación viene sustentada en dos textos de dos autores argentinos que siempre resultan
fascinantes en sus propuestas creativas. El primer texto es un microrrelato de Ana
María Shua y lo he entresacado de La
sueñera, uno de sus volúmenes de microcuentos recogidos en Cazadores de letras, obra donde reúne
toda su minificción hasta 2009 y que es muy recomendable por la enorme cantidad de historias deslumbrantes que atesora.
¡Arriad el foque!, ordena el capitán. ¡Arriad el foque!,
repite el segundo. ¡Orzad a estribor!, grita el capitán. ¡Orzad a estribor!,
repite el segundo. ¡Cuidado con el bauprés!, grita el capitán. ¡El bauprés!,
repite el segundo. ¡Abatid el palo de mesana!, grita el capitán. ¡El palo de
mesana!, repite el segundo. Entretanto, la tormenta arrecia y los marineros
corremos de un lado a otro de la cubierta, desconcertados. Si no encontramos
pronto un diccionario, nos vamos a pique sin remedio.
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Para
no irnos a pique es vital el diccionario en
un montón de ocasiones. Es una lástima que nuestro texto peligre por una
imprecisión léxica o que la lectura no sea todo lo fructífera por no acertar a
dar con el significado de la palabra desconocida. Es fundamental recordar a nuestros alumnos la necesidad de contar con un diccionario al lado a la hora de hacer todas las tareas escolares.
El
otro texto que traigo a esta entrada que reivindica el diccionario es de
Alberto Manguel, un autor que hace gala siempre de sus innumerables lecturas. Y
entre estas nunca ha faltado la del diccionario, al que dedicó un encendido
elogio en el discurso de entrada en la Academia Argentina de Letras. De este discurso entresaco algunos
jugosos párrafos, aunque es muy recomendable su lectura íntegra. El elogio va dedicacdo a esos diccionarios de papel en los que tantas veces nos sumergimos de pequeños sin otra pretensión que disfrutar con las palabras de nuestro idioma.
[…] Para aquellos
a quienes nos gustaba leer, el diccionario era un talismán de poderes
misteriosos. En primer lugar, porque nuestros mayores nos habían dicho que en
ese volumen gordito se encontraba la inconmensurable riqueza de nuestro idioma;
que entre sus cubiertas estaban todas las palabras que nombraban todo lo que
conocíamos, así como también todo lo que aún nos quedaba por descubrir; que el
diccionario era custodio del pasado (de esas palabras que usaban nuestros
abuelos) y del futuro (de esas palabras que nombraban aquello que algún día
quizás íbamos a querer decir). En segundo lugar, porque el diccionario, como
una Sibila bondadosa, respondía a todas nuestras dudas ortográficas. […]
En la escuela,
nos enseñaban a ser curiosos. Cada vez que le preguntábamos a un profesor el
significado de alguna palabra, nos contestaba «¡búsquenlo en el diccionario!».
No lo considerábamos un castigo, al contrario: con esta orden nos daba la
fórmula para entrar en una caverna de Alí Babá en la que se atesoraban
incontables palabras, cada una de las cuales podía llevarnos a muchas más por
caprichos del azar. Buscábamos, por ejemplo, “tongorí” después de leer El Matadero de Echeverría,
donde los matarifes acusan a una vieja de intentar robarse pedazos de carne:
“¡Se lleva la riñonada y el tongorí!” gritan los muchachones. Y descubríamos no
solo que “tongorí” es un trozo de entraña o carne dura, sino que en partes de
África se llama “tongorí” o “tongerret”
a la cigarra comestible. Cuando años después me encontré, Dios sabe cómo, en el
Sahara argelino y me sirvieron un plato de bichos fritos, pude rechazarlo con
aire de sabelotodo, diciendo a mis anfitriones: “Lo siento, soy alérgico al
tongorí.” Mi diccionario, precavido, me concedió la palabra para nombrar la
nueva experiencia.
Aby Warburg,
gran lector de diccionarios, definió para todos nosotros lo que él llamó “la
ley del buen vecino”. Según Warburg, el libro que buscamos no es, en muchos
casos, el que necesitamos: la información requerida se encuentra en el solapado
vecino del mismo estante. Lo mismo puede decirse de las palabras de un
diccionario. En la era electrónica, me da la impresión que los diccionarios
virtuales ofrecen menos oportunidades de esos felices azares que tanto
enorgullecían al gran lexicógrafo Émile Littré. «Muchas veces –confesó Littré
en su autobiografía—mientras buscaba una determinada palabra, me sucedía que la
definición me interesaba tanto que pasaba a la siguiente, y luego a la
siguiente, como si tuviese en las manos una novela cualquiera.»
Es probable
que nadie sospechara estas propiedades mágicas aquella tarde calurosa de hace
casi tres mil años cuando, en algún lugar de la Mesopotamia, un inspirado y
anónimo antepasado grabó en una tablilla de barro una breve lista de palabras
en acadio con su significado, creando así lo que podemos considerar uno de los
primeros diccionarios del mundo. Para encontrar un diccionario algo similar a
los actuales, tenemos que esperar hasta el siglo I, cuando Pánfilo de
Alejandría compiló el primer léxico griego colocando las palabras en orden
alfabético. ¿Acaso intuía Pánfilo que entre sus descendientes habría enjambres
de ilustres lexicógrafos que se ocuparían de ordenar las palabras en idiomas
que en aquel entonces aún no se vislumbraban? […]
Los creadores
de diccionarios son criaturas asombrosas cuyo deleite, por encima de toda otra
cosa, se halla en las palabras mismas. A pesar de que el doctor Johnson definió
a un lexicógrafo como «un inofensivo laburador», los autores de diccionarios
son notoriamente apasionados y hacen caso omiso de las convenciones sociales
cuando se encuentran abocados a su noble tarea. […]
Los lectores
de diccionarios profesan pasiones similares. Flaubert, gran lector de
diccionarios, señaló irónicamente en su Diccionario
de lugares comunes: “Diccionario:
decir: “Sólo sirve a los ignorantes”.” Mientras escribía Cien años de soledad,
García Márquez empezaba cada día leyendo el Diccionario
de la Real Academia Española, “cada una de cuyas nuevas ediciones
–dijo famosamente Paul Groussac—fait
regretter la précédente.” […]
En el mundo
del alfabeto, la secuencia convencional de letras constituye el esqueleto de un
diccionario. El orden alfabético posee una exquisita sencillez que evita las
jerarquías implícitas en la mayoría de los otros métodos. Las cosas enumeradas
bajo la A no son
ni más ni menos importantes que las enumeradas bajo la Z, salvo que, en una
biblioteca, la disposición geográfica hace que en algunas ocasiones los libros A del estante superior y
los libros Z del
estante inferior reciban menos atenciones que sus hermanos en las secciones
intermedias. Jean Cocteau juzgó que un solo diccionario bastaba para contener
una biblioteca universal, puesto que “cada obra maestra no es más que un
diccionario en desorden”. Es cierto: en un desconcertante juego de espejos,
todas las palabras utilizadas para definir una cierta palabra en un diccionario
cualquiera deben, ellas mismas, estar definidas en ese mismo diccionario. Si
somos, como lo creo, la lengua que hablamos, los diccionarios son nuestras
biografías. Todo lo que conocemos, todo lo que soñamos, todo lo que tememos o
deseamos, cada logro, cada pasión, cada mezquindad, están en un diccionario.[…]
Si los libros
son registros de nuestras experiencias y las bibliotecas depósitos de nuestra
memoria, los diccionarios son un talismán contra el olvido. No son un homenaje
conmemorativo al lenguaje que hablamos, que hedería a tumba, ni un tesoro, que
implicaría algo oculto e inaccesible. Un diccionario, con su intención de
registrar y definir es, en sí mismo, una paradoja: por un lado, acumula aquello
que la sociedad crea para su propio consumo con la esperanza de alcanzar una
comprensión compartida del mundo; por el otro, hace circular lo que contiene,
para que las palabras viejas no mueran en la página y las nuevas no queden
marginadas en los suburbios del idioma. La coletilla latina, «verba volant, scripta manent»
tiene dos significados. Uno es que las palabras que pronunciamos en voz alta
tienen el poder de alzar vuelo, mientras que las que están escritas permanecen
incólumes en la página; el otro es que las palabras pronunciadas se desvanecen
en el aire, mientras que las escritas adquieren nueva vida cuando un lector las
invoca. En un sentido práctico, los diccionarios recopilan nuestras palabras
tanto para preservarlas como para devolvérnoslas, para permitirnos ver qué
nombres hemos dado a nuestra experiencia en el correr del tiempo y también para
descartar algunos de esos nombres e incluir otros nuevos, en un continuo ritual
de bautismo. En este sentido, los diccionarios sirven de consuelo: confirman y
fortalecen el alma de un idioma.