Mostrando entradas con la etiqueta microrrelato. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta microrrelato. Mostrar todas las entradas

viernes, 21 de octubre de 2022

EL DICCIONARIO, UN TALISMÁN DE PODERES MISTERIOSOS


Los diccionarios son un talismán contra el olvido

[Alberto Manguel]

Página del Tesoro (Wikipedia)

Al hilo de la entrada anterior y de otras en las que hemos hablado del empobrecimiento léxico en diversos ámbitos (y no solo en el mundo escolar, sino también en los medios de comunicación, como han criticado muchas veces los estudiosos), hoy toca una reivindicación del diccionario, esa fuente de información (y mucho más) a la que no nos acercamos tanto como deberíamos y eso que en la actualidad su consulta es más rápida que nunca en la historia.

La reivindicación viene sustentada en dos textos de  dos autores argentinos que siempre resultan fascinantes en sus propuestas creativas. El primer texto es un microrrelato de Ana María Shua y lo he entresacado de La sueñera, uno de sus volúmenes de microcuentos recogidos en Cazadores de letras, obra donde reúne toda su minificción hasta 2009 y que es muy recomendable por la enorme cantidad de historias deslumbrantes que atesora.

 

¡Arriad el foque!, ordena el capitán. ¡Arriad el foque!, repite el segundo. ¡Orzad a estribor!, grita el capitán. ¡Orzad a estribor!, repite el segundo. ¡Cuidado con el bauprés!, grita el capitán. ¡El bauprés!, repite el segundo. ¡Abatid el palo de mesana!, grita el capitán. ¡El palo de mesana!, repite el segundo. Entretanto, la tormenta arrecia y los marineros corremos de un lado a otro de la cubierta, desconcertados. Si no encontramos pronto un diccionario, nos vamos a pique sin remedio.

 

Para no irnos a pique es vital el diccionario en  un montón de ocasiones. Es una lástima que nuestro texto peligre por una imprecisión léxica o que la lectura no sea todo lo fructífera por no acertar a dar con el significado de la palabra desconocida. Es fundamental recordar a nuestros alumnos la necesidad de contar con un diccionario al lado a la hora de hacer todas las tareas escolares.

El otro texto que traigo a esta entrada que reivindica el diccionario es de Alberto Manguel, un autor que hace gala siempre de sus innumerables lecturas. Y entre estas nunca ha faltado la del diccionario, al que dedicó un encendido elogio en el discurso de entrada en la Academia Argentina de Letras. De este discurso entresaco algunos jugosos párrafos, aunque es muy recomendable su lectura íntegra. El elogio va dedicacdo a esos diccionarios de papel en los que tantas veces nos sumergimos de pequeños sin otra pretensión que disfrutar con las palabras de nuestro idioma.

[…] Para aquellos a quienes nos gustaba leer, el diccionario era un talismán de poderes misteriosos. En primer lugar, porque nuestros mayores nos habían dicho que en ese volumen gordito se encontraba la inconmensurable riqueza de nuestro idioma; que entre sus cubiertas estaban todas las palabras que nombraban todo lo que conocíamos, así como también todo lo que aún nos quedaba por descubrir; que el diccionario era custodio del pasado (de esas palabras que usaban nuestros abuelos) y del futuro (de esas palabras que nombraban aquello que algún día quizás íbamos a querer decir). En segundo lugar, porque el diccionario, como una Sibila bondadosa, respondía a todas nuestras dudas ortográficas. […]

En la escuela, nos enseñaban a ser curiosos. Cada vez que le preguntábamos a un profesor el significado de alguna palabra, nos contestaba «¡búsquenlo en el diccionario!». No lo considerábamos un castigo, al contrario: con esta orden nos daba la fórmula para entrar en una caverna de Alí Babá en la que se atesoraban incontables palabras, cada una de las cuales podía llevarnos a muchas más por caprichos del azar. Buscábamos, por ejemplo, “tongorí” después de leer El Matadero de Echeverría, donde los matarifes acusan a una vieja de intentar robarse pedazos de carne: “¡Se lleva la riñonada y el tongorí!” gritan los muchachones. Y descubríamos no solo que “tongorí” es un trozo de entraña o carne dura, sino que en partes de África se llama “tongorí” o “tongerret” a la cigarra comestible. Cuando años después me encontré, Dios sabe cómo, en el Sahara argelino y me sirvieron un plato de bichos fritos, pude rechazarlo con aire de sabelotodo, diciendo a mis anfitriones: “Lo siento, soy alérgico al tongorí.” Mi diccionario, precavido, me concedió la palabra para nombrar la nueva experiencia.

Aby Warburg, gran lector de diccionarios, definió para todos nosotros lo que él llamó “la ley del buen vecino”. Según Warburg, el libro que buscamos no es, en muchos casos, el que necesitamos: la información requerida se encuentra en el solapado vecino del mismo estante. Lo mismo puede decirse de las palabras de un diccionario. En la era electrónica, me da la impresión que los diccionarios virtuales ofrecen menos oportunidades de esos felices azares que tanto enorgullecían al gran lexicógrafo Émile Littré. «Muchas veces –confesó Littré en su autobiografía—mientras buscaba una determinada palabra, me sucedía que la definición me interesaba tanto que pasaba a la siguiente, y luego a la siguiente, como si tuviese en las manos una novela cualquiera.»

Es probable que nadie sospechara estas propiedades mágicas aquella tarde calurosa de hace casi tres mil años cuando, en algún lugar de la Mesopotamia, un inspirado y anónimo antepasado grabó en una tablilla de barro una breve lista de palabras en acadio con su significado, creando así lo que podemos considerar uno de los primeros diccionarios del mundo. Para encontrar un diccionario algo similar a los actuales, tenemos que esperar hasta el siglo I, cuando Pánfilo de Alejandría compiló el primer léxico griego colocando las palabras en orden alfabético. ¿Acaso intuía Pánfilo que entre sus descendientes habría enjambres de ilustres lexicógrafos que se ocuparían de ordenar las palabras en idiomas que en aquel entonces aún no se vislumbraban? […]

Los creadores de diccionarios son criaturas asombrosas cuyo deleite, por encima de toda otra cosa, se halla en las palabras mismas. A pesar de que el doctor Johnson definió a un lexicógrafo como «un inofensivo laburador», los autores de diccionarios son notoriamente apasionados y hacen caso omiso de las convenciones sociales cuando se encuentran abocados a su noble tarea. […]

Los lectores de diccionarios profesan pasiones similares. Flaubert, gran lector de diccionarios, señaló irónicamente en su Diccionario de lugares comunes: “Diccionario: decir: “Sólo sirve a los ignorantes”.” Mientras escribía Cien años de soledad, García Márquez empezaba cada día leyendo el Diccionario de la Real Academia Española, “cada una de cuyas nuevas ediciones –dijo famosamente Paul Groussac—fait regretter la précédente.” […]      

En el mundo del alfabeto, la secuencia convencional de letras constituye el esqueleto de un diccionario. El orden alfabético posee una exquisita sencillez que evita las jerarquías implícitas en la mayoría de los otros métodos. Las cosas enumeradas bajo la A no son ni más ni menos importantes que las enumeradas bajo la Z, salvo que, en una biblioteca, la disposición geográfica hace que en algunas ocasiones los libros A del estante superior y los libros Z del estante inferior reciban menos atenciones que sus hermanos en las secciones intermedias. Jean Cocteau juzgó que un solo diccionario bastaba para contener una biblioteca universal, puesto que “cada obra maestra no es más que un diccionario en desorden”. Es cierto: en un desconcertante juego de espejos, todas las palabras utilizadas para definir una cierta palabra en un diccionario cualquiera deben, ellas mismas, estar definidas en ese mismo diccionario. Si somos, como lo creo, la lengua que hablamos, los diccionarios son nuestras biografías. Todo lo que conocemos, todo lo que soñamos, todo lo que tememos o deseamos, cada logro, cada pasión, cada mezquindad, están en un diccionario.[…]

Si los libros son registros de nuestras experiencias y las bibliotecas depósitos de nuestra memoria, los diccionarios son un talismán contra el olvido. No son un homenaje conmemorativo al lenguaje que hablamos, que hedería a tumba, ni un tesoro, que implicaría algo oculto e inaccesible. Un diccionario, con su intención de registrar y definir es, en sí mismo, una paradoja: por un lado, acumula aquello que la sociedad crea para su propio consumo con la esperanza de alcanzar una comprensión compartida del mundo; por el otro, hace circular lo que contiene, para que las palabras viejas no mueran en la página y las nuevas no queden marginadas en los suburbios del idioma. La coletilla latina, «verba volant, scripta manent» tiene dos significados. Uno es que las palabras que pronunciamos en voz alta tienen el poder de alzar vuelo, mientras que las que están escritas permanecen incólumes en la página; el otro es que las palabras pronunciadas se desvanecen en el aire, mientras que las escritas adquieren nueva vida cuando un lector las invoca. En un sentido práctico, los diccionarios recopilan nuestras palabras tanto para preservarlas como para devolvérnoslas, para permitirnos ver qué nombres hemos dado a nuestra experiencia en el correr del tiempo y también para descartar algunos de esos nombres e incluir otros nuevos, en un continuo ritual de bautismo. En este sentido, los diccionarios sirven de consuelo: confirman y fortalecen el alma de un idioma.

viernes, 31 de diciembre de 2021

«AÑO NUEVO» DE JOSÉ MARÍA MERINO

De los Cuentos del libro de la noche de José María Merino quiero compartir este sugerente texto, «Año Nuevo», cuya lectura espero que despierte, en este tiempo de incertidumbres, esperanzas en el nuevo año que estrenamos dentro de pocas horas. 

Feliz 2022 a los lectores del blog.

AÑO NUEVO

Acabamos de acostar al abuelo y nos vamos a dormir. Al entrar en nuestra habitación encontramos sobre la cama al año recién nacido. Es un pequeño matojo de pétalos, o de plumas. «Como un pollo», dice mi mujer. Ahora puedo descubrir en él algo redondo, que parece un ojo, y siento miedo. Tiene un brillo amarillento, maligno, que acaso vislumbra los misiles que caerán sobre las ciudades inermes, las bombas que harán explotar los fanáticos, las multitudes en huida por parajes huraños, los niños hambrientos devorados por las moscas, las catástrofes de hielo, fuego, agua y porquería que nos aguardan. Pero el año recién nacido vuelve la cabeza, si eso es una cabeza, y muestra lo que pudiera ser otro ojo verdoso, de reflejo benéfico, y me acaricia una sensación de paz, pues quizá ese ojo percibe días hermosos, niños bien alimentados que aprenden a leer, gentes que disfrutan en paz de la fiesta tras el trabajo, ciudades cuyos habitantes se sienten acompañados y protegidos, un mundo lleno de amigos y de amantes. En apenas segundos el año ha crecido. Ahora es un matorral multicolor que de repente alza el vuelo y atraviesa como un rayo de luz las cortinas y los vidrios de la ventana. La abrimos para verlo ascender, brillando en la noche sus pétalos multicolores, mientras se esparce entre los innumerables cohetes y fuegos de artificio que los vecinos están lanzando para celebrar su llegada.

viernes, 30 de octubre de 2020

RELATOS DE MUERTOS

 Fue cerca del camposanto cuando sentí removerse dentro de la caja al pobre Bieito. (De los cuatro portadores del ataúd yo era uno). ¿Lo sentí o fue aprensión mía? Entonces no podría asegurarlo. ¡Fue un rebullir tan suave!…. Como la tenaz carcoma que roe, roe en la noche, roe desde entonces en mi magín enfervorizado aquel suave rebullir.

Rafael Dieste, Acerca de la muerte de Bieito

Pintura de Antoine Wiertz, tomada de Wikipedia

Otras vísperas de la Noche de Difuntos y del Día de Todos los Santos he recogido en el blog cuentos de terror (por ejemplo, de Edgard Allan Poe, de Ambrose Bierce, de William Jacobs, de Horacio Quiroga, o los aparecidos en la entrada «Cuentos y microcuentos de fantasmas»), leyendas (como las de Gustavo Bécquer, que nos acompañan todos los cursos en 4º de ESO, como El Monte de las Ánimas, La cruz del diablo o El miserere) o microcuentos de terror (de Alfonso Sastre, de Fernando Iwasaki o los recogidos en la entrada «Pequeñas dosis de terror»), que tanto gusta leer siempre porque erizan la piel y perturban y espantan con el exclusivo recurso de la palabra. Como recordaba Gustavo Adolfo Bécquer en El Monte de las Ánimas,  en estas fechas siempre se contaban estos «cuentos temerosos» en los que los protagonistas eran siempre espectros, aparecidos, fantasmas y almas en pena. Y fieles a la cita, seguiremos invitando a la lectura de este tipo de literatura.

En esta entrada quiero presentar, ayudado por la extraordinaria Antología española de literatura fantástica preparada por Alejo Martínez Martín, una pequeña selección de cinco textos narrativos de nuestra literatura en los que los protagonistas no son los vivos, sino los muertos, en unos relatos en que aparecen algunos de los motivos típicos de este tipo de literatura como el entierro prematuro o el regreso del más allá. 
 
Espero que los lectores del blog disfruten (y se espeluznen) con alguno de estos relatos sobre la muerte, verdaderos clásicos de nuestra literatura.

En alguno de estos y otros relatos de difuntos y de terror no dejan de aparecer el humor o la ironía, siempre tan reconfortantes. Valga como ejemplo este microcuento del siempre admirado Max Aub.

La uña

El cementerio está cerca. La uña del meñique derecho de Pedro Pérez, enterrado ayer, empezó a crecer tan pronto como colocaron la losa. Como el féretro era de mala calidad (pidieron el ataúd más barato) la garfa no tuvo dificultad para despuntar deslizándose hacia la pared de la casa. Allí serpenteó hasta la ventana del dormitorio, se metió entre el montante y la peana, resbaló por el suelo escondiéndose tras la cómoda hasta el recodo de la pared para seguir tras la mesilla de noche y subir por la orilla del cabecero de la cama. Casi de un salto atravesó la garganta de Lucía, que ni ¡ay! dijo, para tirarse hacia la de Miguel, traspasándola.

Fue lo menos que pudo hacer el difunto: también es cuerno la uña.

lunes, 13 de abril de 2020

EN LA DESPEDIDA DE ANTONIO FERRES

Como homenaje a Antonio Ferres, fallecido ayer en Madrid a los noventa y seis años, os invito a leer un par de textos suyos. Ferres fue un autor que sufrió la censura franquista y vivió fuera de los círculos literarios de la crítica y de los medios oficiales e institucionales y eso le valió la marginación y el olvido, recompensas muy frecuentes en nuestra historia de la literatura.
El primer texto es un fragmento de La piqueta, la novela que publicó en 1959 y que supuso que fuera considerado como uno de los autores más representativos del realismo social español. La adscripción a este grupo de novelistas sociales hizo que la crítica no prestara después atención a sus siguientes obras.
La piqueta se ambienta en el mundo de las chabolas que surgieron en el Madrid de los años cincuenta originado por la pobreza y el éxodo rural. Entre Usera y Orcasitas, asistimos a la historia de una pobre familia a la que se ha comunicado que en el plazo de quince días se va a demoler con piqueta la chabola en la que viven. Los personajes que deambulan por la novela, víctimas de la guerra y del sistema, entre moscas y ratas, nos muestran la pobreza, el desamparo social, la opresión, la soledad, la insatisfacción, el analfabetismo o el machismo, tan característicos de la sociedad española de entonces. Todo se relata con un estilo transparente, fluido, que recuerda lo mejor de la tradición del realismo español, desde Baroja a Sender o Max Aub.
El fragmento pertenece al principio de la novela, el capítulo III de la primera parte, y retrata muy bien una problemática que aún sigue de actualidad más de sesenta años después: los desahucios, la emigración, la injusticia.


La tierra aparecía seca, con grietas pequeñas, amarillenta por la parte en que daba el sol. Se notaba que venía el verano. Al llegar a los cardos, delante de las chabolas recién blanqueadas, Maruja se cambió la cántara de mano. Tenía la mirada perdida en el campo. Se quedaba con el pensamiento suspendido, sin escuchar nada. Le daba vueltas y más vueltas a lo que había ocurrido el domingo por la tarde con aquel chico.
Su madre le miró desde la puerta, y le gritó:
—Estás como tonta. No sé qué te pasa.
La muchacha siguió, con la cántara vacía, hacia la fuente. El campo brillaba con la mañana de primavera. Era esa mezcla de campo y de pueblo; el descampao revuelto de casuchas. Las posibles calles caían en cuestas suaves. Las paredes parecían más rojas o más blancas a la luz del día; algunas enseñaban los agujeros de sus ladrillos huecos, las celdillas, porque no estaban revocadas y parecían panales de miel, colmenas abiertas. Una casa tenía una tela metálica delante de la ventana y los vecinos habían dejado a un gatillo preso entre el cristal y los alambres. Se oían los maullidos del gato pequeño; lloraba como un niño chico. En la fuente había muchas moscas y las avispas zumbaban alrededor de los charcos y los regueros de agua. Se oía gran algarabía. Una mujer que estaba en el centro del corro de gente que rodeaba el caño, no paraba de hablar.
—¿Qué pasa? —le preguntó Maruja a la última.
—No sé. Dicen que van a tirar las chabolas que han hecho las últimas, que no quieren que venga más gente de los pueblos.
Maruja la miró para ver qué debía contestar. Pensó que la mujer hablaba como las que eran de Madrid. No sabía.
—Mi padre se ha venido aquí para buscar trabajo, en el pueblo sólo se trabaja cuando la recolección, por la aceituna —dijo Maruja.
—Algunos dicen que los de los pueblos habéis llegao a comernos el pan —dijo la mujer. Era alta, huesuda y estaba despeinada.
Maruja calló. Estuvo esperando su turno. Se puso a pensar en el próximo domingo, en el chico que tenía la cicatriz debajo de la mejilla. Se sentó en el suelo, en un espacio que estaba seco, junto a la cántara vacía.
Por el cielo venían las nubes manchadas de luz. Corrían por el azul firmamento de la primavera. Se fue la muchacha cambiando de sitio, conforme avanzaba la fila de mujeres. Tres chicos pequeños se pusieron a jugar en el barro, con los pies descalzos en el agua. En el corrillo que había en torno a la fuente, las vecinas seguían conversando.

Después de La piqueta, varias de sus novelas fueron prohibidas en España (Al regreso del Boiras, Los vencidos) o pasaron desapercibidas para la crítica (En el segundo hemisferio, Ocho, siete, seis), a pesar de sus méritos literarios.
Además, escribió también poesía y cuentos. Entre estos destaco el microrrelato El caballo y el hombre. Este segundo texto de Ferres es un sugerente cuento que nos muestra unidos al hombre y al caballo frente a un destino cruel, en medio de un panorama violento y desolador.


EL CABALLO Y EL HOMBRE

El caballo herido y jadeante había llegado buscando un espacio verde imposible.

El hombre oyó los pasos y vio la silueta borrosa del caballo.

Hacía días que arrojara las armas, dejándolas caer una a una por el suelo. No sabía a qué sitio dirigirse en aquel cruce de calzadas medio cubiertas por la arena, en un territorio desierto y sin árboles. Le dolía la pierna izquierda, hinchada, con coágulos negros de sangre. Y le latían las sienes. Quizás, lejos, donde temblaba estremecido el aire, estuvieran las inmensas llanuras verdes por las que vagaban las almas nobles de los hombres. Se sentía perdido. Pensó en el caballo, que resoplaba un trecho más allá. Le dio más pena aún saber que era un caballo enemigo. Parecía que el sol estaba tan alto esa tarde, que no fuera a oscurecer nunca en la vida. Oyó los resoplidos del caballo, y vio que se acostaba junto a una pequeña roca blanca que emergía de la arena. El animal sabría, aunque fuese entre sueños, si empezaban cerca los extensos prados. O a lo mejor serían pueblos verdaderos llenos de mujeres, de niños y ganados. Recordaba los enormes poblados con las mujeres saltando las hogueras, los tapiales frescos con las fuentes, y el portal de la casa de su madre en la última ciudad en la que él había sido niño.

Tenía tanto calor y sentía tanta fatiga, que anduvo a gatas, hasta meter la cabeza debajo del cuerpo grande del caballo. Estaba allí, pegado al sudor frío, escuchando los latidos del corazón del animal. Podía ser que el caballo sintiera la gloria de las tierras verdes y de los arroyos rumorosos, sin arneses, ni dueño. Pero para el hombre eran campos que daban miedo, porque no surgían como los oasis y las llanuras de la Tierra, donde había pueblos y torres. El hombre cerraba los ojos en la frescura del sudor del caballo, y temía ver las sombras de los muertos. Si aguardaba un poco, desfilaban por dentro de sus ojos rostros de hombres y mujeres desconocidos. Como había en las ciudades. Caras de gente viva que pasaba de largo en una existencia casi interminable.

Así quería esperar, mientras resollara el caballo. Solo sentía cierta dificultad en el pecho, un pequeño ahogo. Rozaba con la yema de los dedos el cuerpo del animal. Sabía que el latido del corazón del caballo era como el latir de todo lo que existía, del entero Mundo. Así pasó un largo tiempo. Y seguramente también el animal sentía su mano suave, y la unánime vida. Ambos en aquella tregua. Los ojos cerrados en la penumbra, mientras el hombre seguía viendo pasar las caras. A veces, caras de niños que huían hasta deshacerse en otros rostros. Y de nuevo la calma, el frescor de la marcha de gente como él, seres humanos que seguramente iban buscando otros territorios con bosques y con ríos, o con ansiosos mares.

Tenía que hacer larga aquella espera junto al cuerpo del caballo, en el hueco en sombra del desierto. Luego, vendría una oscuridad brillante, un estallido de lumbre y deseo. El caballo y el hombre en el espacio infinito donde estuvieron siempre.