En las últimas entradas del blog he querido acompañar con lecturas muy variadas (poemas, reflexiones, apuntes, artículos, textos teatrales,...) estos días de cuarentena que parece que se van a prolongar. Bajo el rótulo de "distantemente juntos", tomado de Cortázar, he compartido textos de autores muy variados que han tratado de forma sugerente temas e ideas que nos han acompañado en estos días inciertos: el encierro, la solidaridad y la generosidad, el silencio, la percepción del tiempo, la reivindicación de las pequeñas cosas, el amor por la literatura, la imaginación,... 
Dejo por ahora estas entradas, pues comienza el período de vacaciones, recomendando la lectura de estas novelas que han vuelto a revivir en estas últimas fechas y que, a pesar de su dureza, nos aportan esperanza en el ser humano cuando muestra su faceta solidaria: Ensayo sobre la ceguera de José Saramago y La peste de Albert Camus.
Se iluminó el disco amarillo. De los coches que se acercaban, dos  aceleraron antes de que se encendiera la señal roja. En el indicador del  paso de peatones apareció la silueta del hombre verde. La gente empezó a  cruzar la calle pisando las franjas blancas pintadas en la capa negra  del asfalto, nada hay que se parezca menos a la cebra, pero así llaman a  este paso. Los conductores, impacientes, con el pie en el pedal del  embrague, mantenían los coches en tensión, avanzando, retrocediendo,  como caballos nerviosos que vieran la fusta alzada en el aire. Habían  terminado ya de pasar los peatones, pero la luz verde que daba paso  libre a los automóviles tardó aún unos segundos en alumbrarse. Hay quien  sostiene que esta tardanza, aparentemente insignificante, multiplicada  por los miles de semáforos existentes en la ciudad y por los cambios  sucesivos de los tres colores de cada uno, es una de las causas de los  atascos de circulación, o embotellamientos, si queremos utilizar la  expresión común.     
Al fin se encendió la señal verde y los coches arrancaron  bruscamente, pero enseguida se advirtió que no todos habían arrancado.  El primero de la fila de en medio está parado, tendrá un problema  mecánico, se le habrá soltado el cable del acelerador, o se le agarrotó  la palanca de la caja de velocidades, o una avería en el sistema  hidráulico, un bloqueo de frenos, un fallo en el circuito eléctrico, a  no ser que, simplemente, se haya quedado sin gasolina, no sería la  primera vez que esto ocurre. El nuevo grupo de peatones que se está  formando en las aceras ve al conductor inmovilizado braceando tras el  parabrisas mientras los de los coches de atrás tocan frenéticos el  claxon. Algunos conductores han saltado ya a la calzada, dispuestos a  empujar al automóvil averiado hacia donde no moleste. Golpean  impacientemente los cristales cerrados. El hombre que está dentro vuelve  hacia ellos la cabeza, hacia un lado, hacia el otro, se ve que grita  algo, por los movimientos de la boca se nota que repite una palabra, una  no, dos, así es realmente, como sabremos cuando alguien, al fin, logre  abrir una puerta, Estoy ciego.
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Los curiosos acontecimientos que constituyen el tema de esta crónica  se produjeron en el año 194... en Orán. Para la generalidad resultaron  enteramente fuera de lugar y un poco aparte de lo cotidiano. A primera  vista Orán es, en efecto, una ciudad como cualquier otra, una prefectura  francesa en la costa argelina y nada más.    
La ciudad, en sí misma, hay que confesarlo, es fea. Su aspecto es  tranquilo y se necesita cierto tiempo para percibir lo que la hace  diferente de las otras ciudades comerciales de cualquier latitud. ¿Cómo  sugerir, por ejemplo, una ciudad sin palomas, sin árboles y sin  jardines, donde no puede haber aleteos ni susurros de hojas, un lugar  neutro, en una palabra? El cambio de las estaciones solo se puede notar  en el cielo. La primavera se anuncia únicamente por la calidad del aire o  por los cestos de flores que traen a vender los muchachos de los  alrededores; una primavera que venden en los mercados. Durante el verano  el sol abrasa las casas resecas y cubre los muros con una ceniza gris;  se llega a no poder vivir más que a la sombra de las persianas cerradas.  En otoño, en cambio, un diluvio de barro. Los días buenos solo llegan  en el invierno.

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