lunes, 13 de mayo de 2013

EL VALOR DE LA FICCIÓN SEGÚN VARGAS LLOSA

Mario Vargas Llosa ha escrito mucho sobre literatura: lector voraz, es un estupendo crítico literario y un autor que nos ha enseñado los entresijos del oficio de escritor en libros muy recomendables como Cartas a un joven novelista. En varias ocasiones ha hecho el elogio de la lectura y de la ficción (como en el discurso que leyó con motivo de la recogida del Premio Nobel de Literatura en 2010). En este otro enlace podéis escuchar una entrevista en la que también pondera los valores de la ficción y la necesidad de escribir.
Ahora os presento un fragmento de La verdad de las mentiras, uno de esos libros que verdaderamente invitan a la lectura de los grandes maestros de la novela y en el que también se plantean lúcidas reflexiones sobre el papel de la ficción en nuestras vidas.
La vida real, la vida verdadera, nunca ha sido ni será bastante para colmar los deseos humanos. Y porque sin esa insatisfacción vital que las mentiras de la literatura a la vez azuzan y aplacan, nunca hay auténtico progreso.
La fantasía de que estamos dotados es un don demoníaco. Está continuamente abriendo un abismo entre lo que somos y lo que quisiéramos ser, entre lo que tenemos y lo que deseamos.
Pero la imaginación ha concebido un astuto y sutil paliativo para ese divorcio inevitable entre nuestra realidad limitada y nuestros apetitos desmedidos: la ficción. Gracias a ella somos más y somos otros sin dejar de ser los mismos. En ella nos disolvemos y multiplicamos, viviendo muchas más vidas de la que tenemos y de las que podríamos vivir si permaneciéramos confinados en lo verídico, sin salir de la cárcel de la historia.
Los hombres no viven sólo de verdades; también les hacen falta las mentiras: las que inventan libremente, no las que les imponen; las que se presentan como lo que son, no las contrabandeadas con el ropaje de la historia. La ficción enriquece su existencia, la completa, y, transitoriamente, los compensa de esa trágica condición que es la nuestra: la de desear y soñar siempre más de lo que podemos realmente alcanzar.
Cuando produce libremente su vida alternativa, sin otra constricción que las limitaciones del propio creador, la literatura extiende la vida humana, añadiéndole aquella dimensión que alimenta nuestra vida recóndita: aquella impalpable y fugaz pero preciosa que sólo vivimos de a mentiras.
Es un derecho que debemos defender sin rubor. Porque jugar a las mentiras, como juegan el autor de una ficción y su lector, a las mentiras que ellos mismos fabrican bajo el imperio de sus demonios personales, es una manera de afirmar la soberanía individual y de defenderla cuando está amenazada; de preservar un espacio propio de libertad, una ciudadela fuera del control del poder y de las interferencias de los otros, en el interior de la cual somos de veras los soberanos de nuestro destino.
De esa libertad nacen las otras. Esos refugios privados, las verdades subjetivas de la literatura, confieren a la verdad histórica que es su complemento una existencia posible y una función propia: rescatar una parte importante —pero sólo una parte— de nuestra memoria: aquellas grandezas y miserias que compartimos con los demás en nuestra condición de entes gregarios. Esa verdad histórica es indispensable e insustituible para saber lo que fuimos y acaso lo que seremos como colectividades humanas. Pero lo que somos como individuos y lo que quisimos ser y no pudimos serlo de verdad y debimos por lo tanto serlo fantaseando e inventando —nuestra historia secreta— sólo la literatura lo sabe contar. Por eso escribió Balzac que la ficción era «la historia privada de la naciones».

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