Os dejo para que leáis esta columna, escrita hace un par de semanas por el periodista Pedro Simón en El Mundo, en la que se trata un tema predilecto del blog, el de la invitación a la lectura. El autor desmonta tópicos asociados al fomento de la lectura (que a lo mejor hemos escuchado más de una vez) y nos anima a la búsqueda personal y libre de esa obra que nos puede cambiar la vida o dar un sentido nuevo a lo que vivimos. Esa búsqueda es, sin ninguna duda, parte de la felicidad.
MALDITOS LIBROS
A lo
peor te dijeron que en un libro no se deben hacer anotaciones ni subrayados.
Que en su interior no debe haber manchas extrañas ni rabiosos tachones. Que el
artefacto es tan delicado que, marcar unas páginas tan nobles, sería como
garabatear un grafiti en
la catedral de Burgos. Pero el libro es como un buen personaje
de Tarantino:
cuantas más cicatrices o tatuajes muestre, más vida tiene a sus espaldas.
A lo
peor en el instituto te dijeron que, antes de leer un libro de terror o de la
historia gráfica de los Mundiales de fútbol, deberías empezar por los clásicos.
Coger Madame Bovary
antes que uno de Stephen King. Uno del XVIII mejor que uno del XXI. Pero en la
adolescencia el libro ha de ser ante todo una explosión en el paladar, un calambre al primer bocado,
ese galope de horas que hace que te olvides de todo y que sólo sucede si
elegiste el caballo adecuado. Darle a un niño de 14 años el Ulises de Joyce equivale a
darle a desayunar potaje a las ocho de la mañana. No tiene el estómago
preparado.
A lo
peor alguien te dijo que el libro que se comienza incuestionablemente se ha de
terminar, que no puedes empezar uno y dejarlo al segundo párrafo sólo porque te
aburra. Pero el primer derecho de todo lector (Pennac) es mandar un libro a tomar por
saco si no nos interesa y coger otro. Y luego otro. Y otro más. Y repetir esta
escena hasta el infinito si es necesario. Porque hay un libro agazapado,
silencioso, aprisionado en la estantería, ese que nos va a cambiar la vida, que seguro nos está
esperando.
A lo
peor alguien te contó que desconfíes de los best
sellers, como si el hecho de haber llegado a muchos fuera
sospechoso y fácil. «Si el libro que estamos leyendo no nos espabila de un
mazazo en la cabeza, ¿para qué lo leemos?», le escribía Kafka a su editor.
«Necesitamos que los libros nos afecten igual que una catástrofe, que nos
duelan en lo más hondo, como
la muerte de alguien a quien queremos más que a nuestra propia vida,
como ser desterrados a un bosque alejados de todos, como un suicidio».
A lo
peor te dijeron que huyeses de los cómics como forma de iniciación a la
lectura. Pero no había
nada igual a cuando tenías fiebre, no ibas al cole, te quedabas en la cama y tu
padre te traía un par de tebeos del quiosco. Superlópez o el
teniente Blueberry. El profesor Bacterio o Don Pantuflo. Eso también era
literatura.
A lo
peor te dijeron todo lo anterior con buena intención para que amases los
libros, para que distinguieras los que merecían la pena de los que no, para que
fueras un poco más libre, para que leyeras. Y casi provocan todo lo contrario.
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