Por si mañana no se puede apreciar el
eclipse en condiciones, porque parece que va a estar nublado, os dejo el magistral microrrelato de Augusto Monterroso «El eclipse», escrito en 1952. En este cuento, además de sus valores literarios, podemos ver cómo se confrontan dos actitudes ante el conocimiento de los fenómenos de la naturaleza: la occidental, que representa el fraile español, y la que sostienen los indígenas mayas. La primera se cree superior y desprecia todo lo que no sea propio; la segunda, fruto de un aprendizaje distinto pero igualmente válido, no se deja avasallar por la otra e impone su criterio. Toda una lección de dignidad.
EL ECLIPSE
Cuando fray
Bartolomé Arrazola se sintió perdido aceptó que ya nada podría salvarlo. La
selva poderosa de Guatemala lo había apresado, implacable y definitiva. Ante
su ignorancia topográfica se sentó con tranquilidad a esperar la muerte.
Quiso morir allí, sin ninguna esperanza, aislado, con el pensamiento fijo en la España distante,
particularmente en el convento de los Abrojos, donde Carlos Quinto
condescendiera una vez a bajar de su eminencia para decirle que confiaba en
el celo religioso de su labor redentora.
Al despertar
se encontró rodeado por un grupo de indígenas de rostro impasible que se disponían
a sacrificarlo ante un altar, un altar que a Bartolomé le pareció como el
lecho en que descansaría, al fin, de sus temores, de su destino, de sí mismo.
Tres años en
el país le habían conferido un mediano dominio de las lenguas nativas.
Intentó algo. Dijo algunas palabras que fueron comprendidas.
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Eclipse de agosto de 1999,
similar al del 20 de marzo |
Entonces
floreció en él una idea que tuvo por digna de su talento y de su cultura
universal y de su arduo conocimiento de Aristóteles. Recordó que para ese día
se esperaba un eclipse total de sol. Y dispuso, en lo más íntimo, valerse de
aquel conocimiento para engañar a sus opresores y salvar la vida.
—Si me matáis —les dijo— puedo hacer
que el sol se oscurezca en su altura.
Los
indígenas lo miraron fijamente y Bartolomé sorprendió la incredulidad en sus
ojos. Vio que se produjo un pequeño consejo, y esperó confiado, no sin cierto
desdén.
Dos horas
después el corazón de fray Bartolomé Arrazola chorreaba su sangre vehemente
sobre la piedra de los sacrificios (brillante bajo la opaca luz de un sol
eclipsado), mientras uno de los indígenas recitaba sin ninguna inflexión de
voz, sin prisa, una por una, las infinitas fechas en que se producirían
eclipses solares y lunares, que los astrónomos de la comunidad maya habían
previsto y anotado en sus códices sin la valiosa ayuda de Aristóteles.
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