miércoles, 8 de enero de 2020

VIGENCIA DE GALDÓS (2)

Comparto con los lectores del blog este artículo de la novelista Almudena Grandes, aparecido el pasado 5 de enero en El País, que analiza cómo la obra de Galdós nos explica el pasado de España pero también todo lo que está sucediendo en el presente, tal y como solo lo pueden hacer los grandes autores literarios. Es una muestra más de la vigencia del novelista canario cien años después de su muerte.
Galdós para entender la España de hoy
Benito Pérez Galdós
En febrero de 1897, Benito Pérez Galdós leyó su discurso de ingreso en la Real Academia Española. En aquel texto, titulado La sociedad española como materia novelable, expuso lo que ahora llamaríamos su poética, su manera de entender la novela como género, las ambiciones y propósitos que guiaron su escritura. Una de las frases de aquel discurso se convertiría en un lema galdosiano. Imagen de la vida es la novela, dijo entonces, y al contar la de los españoles, sus libros fueron trazando la imagen de un país que se llamaba igual que el nuestro, aunque ya no son el mismo. Pero más allá de la emoción, de la admiración, del placer, el mejor motivo para leer hoy al otro gran narrador español de todos los tiempos es su asombrosa capacidad para explicarnos lo que nos ha pasado, lo que nos está pasando todavía.

Galdós nunca fue neutral, y en el principio alienta una flamante ilusión democrática. La Fontana de Oro, su segunda novela, se publicó en 1871, un año antes de que apareciera el primero de los Episodios Nacionales, que la toman como modelo. En La Fontana, Galdós retrocede hasta el Madrid de 1821, donde los liberales han recobrado la esperanza. El odioso Fernando VII ha jurado la Constitución. La felicidad pública, el progreso, el nacimiento de una España más moderna e igualitaria se adivina en el horizonte. Así disculpa el joven Bozmediano a los exaltados que han atropellado en la calle a quien parece un pobre anciano. No hay revoluciones sin excesos, le dice mientras le acompaña a casa, pero el Gobierno pondrá fin a estos altercados. Mientras tanto, el anciano calla. Bozmediano no puede saber que es precisamente él quien, con dinero de Fernando, paga a los agitadores, a los incendiarios, a los energúmenos destinados a asustar al pueblo, para convencerle de que solo el poder absoluto de un rey tiránico labrará su paz y su felicidad.

A lo largo de los Episodios Nacionales, Galdós desarrolla este amargo principio en un trágico rosario de esperanzas frustradas, revueltas armadas y guerras civiles que comienzan siempre de la misma manera. En las regiones más ricas de España, el País Vasco, Navarra, Cataluña, la vieja aristocracia y la pujante burguesía que no tienen nada que ganar con los planes modernizadores de los gobiernos liberales de Madrid, levantan ejércitos bajo la bandera de Dios, la Tradición y el Rey absoluto que identifican con don Carlos, el hermano menor y aún más reaccionario de Fernando VII. A partir de 1833, los carlistas siempre pierden las guerras que empiezan pero son, también siempre, tan generosamente perdonados por los vencedores que están en condiciones de volver a conspirar en el instante mismo de su derrota. Así, en 1840, en 1849, en 1876, cuando en la superficie parece que todo ha terminado, en el subsuelo todo vuelve a empezar.

Los lectores de Galdós tenemos una perspectiva más amplia de lo que estamos viviendo que los españoles que nunca lo han leído. Sabemos por qué el independentismo catalán suprime el siglo XIX en un relato que insiste machaconamente en el XVIII, como si este estuviera más cerca que aquel. Sabemos que los partidarios de la mano dura se llamaban a sí mismos moderados, igual que la ultraderecha se beneficia hoy de términos como centroderecha o constitucionalismo. Sabemos que el republicanismo no fue un virus extranjero inoculado a traición en el ignorante pueblo español de 1931, sino una aspiración sólidamente instalada en el pensamiento progresista nacional desde las Cortes de Cádiz. Sabemos por qué el término “liberal”, que existe en casi todas las lenguas del mundo, es una palabra española y que, precisamente por eso, Franco se esforzó por extirpar la memoria del siglo XIX de “su” España, condenándolo a un limbo del que no ha sido completamente rescatado todavía. Sabemos además, quizás sobre todo, que la única Guerra Civil que conocemos por ese nombre —como si las carlistas no lo hubieran sido— fue el desenlace de un conflicto que duró más de un siglo. Desde 1812, dos Españas lucharon entre sí bajo banderas antagónicas. La libertad, el progreso, la igualdad, combatieron a la tradición, al clericalismo, a la reacción, y ni siquiera venciendo en tres guerras seguidas lograron ganar el futuro. El país donde yo nací aún era producto de su derrota.

Galdós nunca fue neutral, y en el final la desolación es casi absoluta. En 1897, Misericordia certificó el naufragio de todos los sueños. La Restauración había asfixiado las ilusiones de Bozmediano, los intentos de modernización del país agonizaban cubiertos de polvo. La burguesía, que debería haber sido el motor de la transformación social, imitaba el proverbial egoísmo de la aristocracia en lugar de liderar el Estado democrático. Las clases medias solo aspiraban a subir en el mismo ascensor, desentendiéndose de los más pobres, que se dejaban morir en el arroyo.

La dignidad de Benina

Un milímetro más acá sobrevive Benigna, la señá Benina, Nina, tres nombres diferentes para un personaje que encarna la dignidad del pueblo español en el contexto de la crisis más feroz. Benigna pide limosna en la puerta de una iglesia para alimentar a su señora, la dama arruinada que come lo que su criada le da. La señá Benina corre, va, viene, pide un duro prestado, empeña, rescata, se agota en una lucha implacable y todavía socorre a quienes tienen menos que ella. Su único patrimonio es su amigo Almudena, un mendigo moro, ciego, más marginal que miserable, que la quiere bien. Galdós, creador de personajes femeninos extraordinarios, a través de los cuales contó el mundo con tanta ambición como la que desplegó en sus personajes masculinos, deposita en Benigna, en su nobleza, en su generosidad, en su ternura, la última de sus esperanzas. Ella representa la frágil hebra de vitalidad que conserva el imperio moribundo, ensimismado y mohoso, que tal vez aún merezca la oportunidad de renacer.

Leer a Galdós es entender España, naufragar con ella, encontrar motivos para seguir creyendo.

También por eso es un escritor imprescindible.

martes, 7 de enero de 2020

VIGENCIA DE GALDÓS (1)


Benito Pérez Galdós,
pintado por Joaquín Sorolla (1894)
El pasado 4 de enero se conmemoró el centenario de la muerte de Benito Pérez Galdós, uno de los grandes novelistas del siglo XIX. Hoy el autor pervive en muchos de los novelistas que mayor tirón tiene entre los lectores: Almudena Grandes, Marta Sanz, Javier Cercas, Ignacio Martínez de Pisón, Fernando Aramburu, Rafael Reig, Belén Gopegui, Isaac Rosa. Todos ellos retratan de forma realista el presente o indagan en la memoria histórica, como hizo Galdós en las novelas españolas contemporáneas o en los Episodios Nacionales.
Hoy quiero recordar las palabras que escribió Rafael Chirbes, extraordinario novelista fallecido en 2015, que hace seis años homenajeaba a su «maestro», «modelo para cualquier novelista que, además de saberse síntoma de su tiempo, quiera ser testigo», en un artículo aparecido en El País. De ahí entresaco estas líneas que muestran su devoción por Galdós, al que considera «novelista total».


Galdós captura el fulgor de la historia tejiendo una telaraña invisible en la que, a la vez, queda apresado el propio lector que cree estar a solas con la verdad, sin intermediación literaria. Es justo lo contrario. Para su propósito, se sirve de todas las técnicas: narrador omnisciente, dialogismo, flujo de conciencia, epistolario, cuaderno de memorias…, discute y se pelea con sus criaturas de ficción (al modo en que pasado el tiempo lo harán Unamuno o Pirandello), y compone capítulos enteros como pequeñas obras de teatro, siguiendo el modelo de La Celestina. El lector se mueve de un lugar a otro, entra en cualquier parte, visita los cuartuchos malolientes del Rastro madrileño; los comedores, cocinas y dormitorios donde discurre la vida de la clase media; los vestidores, los despachos, los salones aristocráticos en los que se celebra una fiesta; los cafés: el aire cargado de humo y su vibrante agitación. Recorre de la mano del narrador los encinares y los campos de olivos y encinares de Toledo y de Córdoba, ve desplegarse desde la ventanilla de un tren los campos “trasquilados y amarillos” de Castilla, las tierras yermas, las borrosas imágenes de los campesinos pobres, un paisaje que es cristalización de una historia de injusticia.

Leyendo a Galdós oímos las voces de un país, nos enfrentamos al reto de discernir entre una pluralidad de puntos de vista: escuchamos las conversaciones de unos y otros, y se nos obliga a descifrar las diversas hablas de los personajes: la retórica de los políticos, el lenguaje castrense, los estilemas de periodistas y literatos, las tiradas verbales de los folletinistas, las divagaciones escatológicas del clero, los parlamentos de los aristócratas, la jerga forense, el argot de las clases bajas madrileñas o el de los campesinos del delta del Ebro. Todo se le convierte a Galdós en pasta narrativa al servicio de su gran proyecto: levantar un país literario trasunto del país real; descubrir, mediante el pequeño artefacto de la novela, los mecanismos que mueven ese gran artefacto que es España: la novela como modelo que permite aprender el engranaje social.

Llevo más de medio siglo leyendo a Galdós y cada día aumenta mi admiración por su maestría a la hora de construir un universo narrativo desde esa aparente falta de estilo que es dominio de todos los estilos. Admiración también por su modestia. Porque su despliegue de recursos literarios lo lleva a cabo con un pudor exquisito, sin que el lector se dé apenas cuenta; sin que note la tramoya, ni advierta sus deslizamientos, sus travestismos, su trabajo en filigrana, siempre atrapado en la invisible telaraña novelesca. Galdós no es un narrador tradicional, sino un narrador total, un maestro que —eso sí— se sitúa en el polo opuesto de los escritores que convierten su trabajo en espectáculo. En las novelas de Galdós las cosas fluyen sin dar nunca la impresión de que son fruto de un gran esfuerzo. Se diría que el escritor no existe, que todo nace inocentemente, con extrema facilidad. Hasta ahí llegan su respeto por el lector y su elegancia.


jueves, 19 de diciembre de 2019

#POEMA27: «HAY VOCES LIBRES» DE EMILIO PRADOS

Quiero compartir este poema de Emilio Prados en la convocatoria de #poema27 de Toni Solano, que conmemora el homenaje de los poetas de la Generación del 27 a Luis de Góngora en el Ateneo de Sevilla en 1927. Este canto a la libertad, tan necesaria ayer como hoy y siempre, pertenece a Andando, andando por el mundo, un libro gestado entre los años 1932 y 1935, influido por el surrealismo y la poesía social, y repleto de imágenes espléndidas en un juego de contrastes entre la libertad y las cadenas.

Hay voces libres
y hay voces con cadenas
y hay piedras y leño y despejada llama que consume;
hombres que sangran con el sueño
y témpanos que se derrumban sobre las calles sin gemido.

Hay límites en lo que no se mueve entre las manos
y en lo que corre corre y huye como una herida,
en la arena intangible cuando el sol adormece
y en esa inconfundible precisión de los astros...

Hay límite en la conversación tranquila que no pretende
y en el vientre estancado que se levanta y gira como una peonza.
Hay límites en ese líquido que se derrama
intermitentemente mientras los ojos de los niños
preguntan y preguntan a una voz que no llaman...
En la amistad hay límites
y en esas flores enamoradas que nada escuchan.

Hay límites
y hay cuerpos.
Hay voces libres
y hay voces con cadenas.
Hay barcos que cruzan lentos sobre los lentos mares
y barcos que se hunden medio podridos en el cieno profundo.
Hay manteles tendidos a la luz de la luna
y cuerpos que tiritan sin sombra bajo la oscuridad de la miseria...

Hay sangre:
sangre que duerme y que descansa
y sangre que baila y grita al compás de la muerte;
sangre que se escapa de las manos cantando
y sangre que se pudre estancada en los cuencos.
Hay sangre que inútilmente empaña los cristales
y sangre que enloquecida se dispara
y sangre que se ordena gota a gota para nunca entregarse.
Hay sangre que no se dice y si se dice
y sangre que se calla y se calla...
Hay sangre que rezuma medio seca bajo las telas sucias
y sangre floja baja las penas que se para y no sale.

Hay voces libres
y voces con cadenas
y hay palabras que se funden al chocar contra el aire
y corazones que golpean en la pared como una llama.
Hay límites
y hay cuerpos.

martes, 17 de diciembre de 2019

SÍ, «PRESIDENTA»: GRAMÁTICA CONTRA LA ESTUPIDEZ

Quiero compartir este artículo de Álex Grijelmo, aparecido en El País el pasado 15 de diciembre, porque presenta de forma muy clara y rigurosa el uso correcto de «presidenta» en castellano, a pesar de que algunos con mala fe eviten su uso. Leer y estudiar gramática es un estupendo antídoto contra la estupidez.

La "presidente" del Congreso, según Vox
Foto de El País
Yo creo que el diputado Iván Espinosa de los Monteros, de Vox, felicitó a Meritxell Batet como presidenta del Congreso sólo para llamarla cuatro veces “la presidente”.
Por Internet, WhatsApp y otras calles y mercados circula desde hace años un texto con la errónea explicación de una supuesta profesora de lengua contra la forma “presidenta”. En ella se confunde el sustantivo “ente” con el sufijo –nte (o, por decirlo mejor, con el infijo –nt y las terminaciones –e y –a que marcan el género). Muchas personas han tomado por buenos sus falsos argumentos.
Lo que ocurre en realidad es que la tuerca -nte que se ensambla en ciertas palabras no procede de “ente” (el ser, el que es), sino que este término contiene también esa pieza. Además, los sufijos –nte y -nta no se adhieren sólo a verbos, sino que sirven para expresar que algo o alguien ejecutan la acción evocada en la raíz (ya sea una raíz castellana o ya se heredase del latín). Estos vocablos pueden relacionarse con un verbo conocido (“actuante”, “apoyante”, “leyente”)… o haber vuelto opaco su rastro latino para la conciencia popular (“reticente”, “detergente”, “gerente”…); o proceder de un sustantivo (“comediante”, “abracadabrante”).
Quien redactara la citada negación de “presidenta” parecía desconocer que esa voz entra en la lengua castellana un siglo antes que “presidir”, pues se registra en 1495; mientras que el verbo aparece en 1607 (Corominas y Pascual). Por tanto, “presidente” no se puede considerar una derivación verbal desarrollada en nuestro sistema; sino un sustantivo previo y, por tanto, más favorable a la flexión de género.
Por ejemplo, se lee en 1614 en un documento relativo al nombramiento de “presidenta y priora” del convento de las Trinitarias de Madrid. Y este femenino figura en el Diccionario académico nada menos que desde 1803 (“la que manda y preside en alguna comunidad”).
Además, otras muchas palabras que terminan en –nta nos acompañan desde hace decenios: “clienta”, “intendenta”, “parienta”, “parturienta”, “gerenta”, “lianta”, “principanta”, “hambrienta”, “harapienta”, "tunanta", “pretendienta”, “comedianta”…; aunque también usemos otras que no se desdoblan: “cantante”, “dirigente”, “representante”, “atacante”, “estudiante”…, vocablos estos últimos en los que el pueblo sigue percibiendo en primer plano la actividad del verbo, más que la individualidad del sustantivo.
¿Qué sucede entonces con “presidente” para que alguien crea que no puede mutarse mediante la flexión del femenino? Pues ocurre que, además de desconocer que había llegado antes que “presidir”, algunos no ven reparo en que existan “sirvientas”, “asistentas” y “dependientas”, pero sí en que el femenino alcance a las mujeres que desempeñan un puesto de alta responsabilidad o de gran poder político.
Ahora bien, en algunos países de América se ha mantenido la opción “la presidente”. No hay nada que oponer, porque eso forma parte del habla de cada lugar y con tal formulación no se oculta que se trate de una mujer (gracias al artículo). La misma información nos da “la presidente” que “la presidenta”.
Sin embargo, resulta chusco que en un ámbito donde el pueblo ha extendido sin discusión “la presidenta”, como en España, un representante de ese mismo pueblo elija la alternativa “la presidente”.
El genio del idioma es analógico, y “la presidenta” dispone, como hemos visto, de historia y antecedentes (analogías) que posibilitan esa flexión en femenino. Elegir en España “la presidente” no son ganas de cuidar la gramática, son ganas de tocar las narices.

martes, 10 de diciembre de 2019

CAROLINA CORONADO, UNA POETA ROMÁNTICA


Retrato de Carolina Coronado por
Francisco Madrazo
(tomado de Wikipedia).
Presento en esta entrada a Carolina Coronado, una poeta que publicó en los años que mediaron entre el momento en que  surgieron los poetas románticos de los años treinta del siglo XIX como Espronceda y los años en que empezaron a publicar Gustavo Adolfo Bécquer y Rosalía de Castro. Su obra supone el anuncio de una nueva poesía más intimista. Es una de esas autoras olvidadas que rara vez aparecen en los libros de texto y por eso aquí quiero recordarla.
En los dos poemas amorosos que comparto está presente Alberto, su primer novio. En el soneto «Siempre tú» evoca cuatro «diciembres» consecutivos en los que se suceden el enamoramiento (primer cuarteto), la marcha de Alberto a América (segundo cuarteto), la espera de la vuelta del amado (primer terceto) y la muerte de Alberto (segundo terceto). A pesar de todo la pasión no ha cesado.
            SIEMPRE TÚ
         La niebla del diciembre quebrantaba
del sol los melancólicos fulgores
cuando en mi corazón de tus amores
el acento primero resonaba.
         El segundo diciembre se acercaba
trayendo para mí nieblas mayores
que a merced de los vientos bramadores
tu nave en el Atlántico bogaba.
         Y el diciembre tercero aparecía
templado, alegre como el mayo hermoso
y eras tú mi suspiro todavía.
         El cuarto, arrebatado, tempestuoso,
vino a robarme la ventura mía
¡ay!, mas no a dar a mi pasión reposo.

En los cuartetos de «Nada resta de ti» se dirige a su amado con profunda tristeza, deseosa de haber muerto también junto a él en el mar y lamentado enfáticamente su mala suerte. 
                   
         Nada resta de ti… Te hundió el abismo…
Te tragaron los monstruos de los mares.
No quedan en los fúnebres lugares
ni los huesos siquiera de ti mismo.
         Fácil de comprender, amante Alberto,
es que perdieras en el mar la vida,
mas no comprende el alma dolorida
cómo yo vivo cuando tú ya has muerto.
         Darnos la vida a mí y a ti la muerte;
darnos a ti la paz y a mí la guerra,
dejarte a ti en el mar y a mí en la tierra
¡es la maldad más grande de la suerte!…