Benito Pérez Galdós, pintado por Joaquín Sorolla (1894) |
El pasado 4 de enero se
conmemoró el centenario de la muerte de Benito Pérez Galdós, uno de los grandes
novelistas del siglo XIX. Hoy el autor pervive
en muchos de los novelistas que mayor tirón tiene entre los lectores:
Almudena Grandes, Marta Sanz, Javier Cercas, Ignacio Martínez de Pisón, Fernando Aramburu,
Rafael Reig, Belén Gopegui, Isaac Rosa. Todos ellos retratan de forma realista
el presente o indagan en la memoria histórica, como hizo Galdós en las novelas
españolas contemporáneas o en los Episodios Nacionales.
Hoy quiero recordar las
palabras que escribió Rafael Chirbes, extraordinario novelista fallecido en
2015, que hace seis años homenajeaba a su «maestro», «modelo para cualquier novelista que, además de saberse
síntoma de su tiempo, quiera ser testigo», en un artículo aparecido en El País. De ahí entresaco estas líneas que muestran su devoción por Galdós, al que considera «novelista total».
Galdós captura el fulgor de la historia tejiendo una
telaraña invisible en la que, a la vez, queda apresado el propio lector que
cree estar a solas con la verdad, sin intermediación literaria. Es justo lo
contrario. Para su propósito, se sirve de todas las técnicas: narrador
omnisciente, dialogismo, flujo de conciencia, epistolario, cuaderno de
memorias…, discute y se pelea con sus criaturas de ficción (al modo en que
pasado el tiempo lo harán Unamuno o Pirandello), y compone capítulos enteros
como pequeñas obras de teatro, siguiendo el modelo de La Celestina.
El lector se mueve de un lugar a otro, entra en cualquier parte, visita los
cuartuchos malolientes del Rastro madrileño; los comedores, cocinas y
dormitorios donde discurre la vida de la clase media; los vestidores, los
despachos, los salones aristocráticos en los que se celebra una fiesta; los
cafés: el aire cargado de humo y su vibrante agitación. Recorre de la mano del
narrador los encinares y los campos de olivos y encinares de Toledo y de
Córdoba, ve desplegarse desde la ventanilla de un tren los campos “trasquilados
y amarillos” de Castilla, las tierras yermas, las borrosas imágenes de los
campesinos pobres, un paisaje que es cristalización de una historia de
injusticia.
Leyendo a Galdós oímos las voces de un país, nos
enfrentamos al reto de discernir entre una pluralidad de puntos de vista:
escuchamos las conversaciones de unos y otros, y se nos obliga a descifrar las
diversas hablas de los personajes: la retórica de los políticos, el lenguaje
castrense, los estilemas de periodistas y literatos, las tiradas verbales de
los folletinistas, las divagaciones escatológicas del clero, los parlamentos de
los aristócratas, la jerga forense, el argot de las clases bajas
madrileñas o el de los campesinos del delta del Ebro. Todo se le convierte a
Galdós en pasta narrativa al servicio de su gran proyecto: levantar un país
literario trasunto del país real; descubrir, mediante el pequeño artefacto de
la novela, los mecanismos que mueven ese gran artefacto que es España: la novela
como modelo que permite aprender el engranaje social.
Llevo más de medio siglo leyendo a Galdós y cada día
aumenta mi admiración por su maestría a la hora de construir un universo
narrativo desde esa aparente falta de estilo que es dominio de todos los estilos.
Admiración también por su modestia. Porque su despliegue de recursos literarios
lo lleva a cabo con un pudor exquisito, sin que el lector se dé apenas cuenta;
sin que note la tramoya, ni advierta sus deslizamientos, sus travestismos, su
trabajo en filigrana, siempre atrapado en la invisible telaraña novelesca. Galdós
no es un narrador tradicional, sino un narrador total, un maestro que —eso sí—
se sitúa en el polo opuesto de los escritores que convierten su trabajo en
espectáculo. En las novelas de Galdós las cosas fluyen sin dar nunca la
impresión de que son fruto de un gran esfuerzo. Se diría que el escritor no
existe, que todo nace inocentemente, con extrema facilidad. Hasta ahí llegan su
respeto por el lector y su elegancia.
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