Comparto con los lectores del blog este artículo de la novelista Almudena Grandes, aparecido el pasado 5 de enero en El País, que analiza cómo la obra de Galdós nos explica el pasado de España pero también todo lo que está sucediendo en el presente, tal y como solo lo pueden hacer los grandes autores literarios. Es una muestra más de la vigencia del novelista canario cien años después de su muerte.
Galdós para entender la España de hoy
Benito Pérez Galdós |
En febrero de 1897, Benito Pérez Galdós leyó su discurso de ingreso
en la Real Academia Española. En aquel texto, titulado La sociedad española
como materia novelable, expuso lo que ahora llamaríamos su poética, su
manera de entender la novela como género, las ambiciones y propósitos que
guiaron su escritura. Una de las frases de aquel discurso se convertiría en un
lema galdosiano. Imagen de la vida es la novela, dijo entonces, y al contar la
de los españoles, sus libros fueron trazando la imagen de un país que se
llamaba igual que el nuestro, aunque ya no son el mismo. Pero más allá de la
emoción, de la admiración, del placer, el mejor motivo para leer hoy al otro
gran narrador español de todos los tiempos es su asombrosa capacidad para
explicarnos lo que nos ha pasado, lo que nos está pasando todavía.
Galdós nunca fue neutral, y
en el principio alienta una flamante ilusión democrática. La Fontana de Oro,
su segunda novela, se publicó en 1871, un año antes de que apareciera el
primero de los Episodios Nacionales, que la toman como modelo. En La
Fontana, Galdós retrocede hasta el Madrid de 1821, donde los liberales han recobrado
la esperanza. El odioso Fernando VII ha jurado la Constitución. La felicidad
pública, el progreso, el nacimiento de una España más moderna e igualitaria se
adivina en el horizonte. Así disculpa el joven Bozmediano a los exaltados que
han atropellado en la calle a quien parece un pobre anciano. No hay
revoluciones sin excesos, le dice mientras le acompaña a casa, pero el Gobierno
pondrá fin a estos altercados. Mientras tanto, el anciano calla. Bozmediano no
puede saber que es precisamente él quien, con dinero de Fernando, paga a los
agitadores, a los incendiarios, a los energúmenos destinados a asustar al
pueblo, para convencerle de que solo el poder absoluto de un rey tiránico
labrará su paz y su felicidad.
A lo largo de los Episodios Nacionales, Galdós
desarrolla este amargo principio en un trágico rosario de esperanzas
frustradas, revueltas armadas y guerras civiles que comienzan siempre de la
misma manera. En las regiones más ricas de España, el País Vasco, Navarra,
Cataluña, la vieja aristocracia y la pujante burguesía que no tienen nada que
ganar con los planes modernizadores de los gobiernos liberales de Madrid,
levantan ejércitos bajo la bandera de Dios, la Tradición y el Rey absoluto que
identifican con don Carlos, el hermano menor y aún más reaccionario de Fernando
VII. A partir de 1833, los carlistas siempre pierden las guerras que empiezan
pero son, también siempre, tan generosamente perdonados por los vencedores que
están en condiciones de volver a conspirar en el instante mismo de su derrota.
Así, en 1840, en 1849, en 1876, cuando en la superficie parece que todo ha
terminado, en el subsuelo todo vuelve a empezar.
Los lectores de Galdós tenemos una perspectiva más amplia de
lo que estamos viviendo que los españoles que nunca lo han leído.
Sabemos por qué el independentismo catalán suprime el siglo XIX en un relato
que insiste machaconamente en el XVIII, como si este estuviera más cerca que
aquel. Sabemos que los partidarios de la mano dura se llamaban a sí mismos
moderados, igual que la ultraderecha se beneficia hoy de términos como
centroderecha o constitucionalismo. Sabemos que el republicanismo no fue un
virus extranjero inoculado a traición en el ignorante pueblo español de 1931,
sino una aspiración sólidamente instalada en el pensamiento progresista
nacional desde las Cortes de Cádiz. Sabemos por qué el término “liberal”, que
existe en casi todas las lenguas del mundo, es una palabra española y que,
precisamente por eso, Franco se esforzó por extirpar la memoria del siglo XIX
de “su” España, condenándolo a un limbo del que no ha sido completamente
rescatado todavía. Sabemos además, quizás sobre todo, que la única Guerra Civil
que conocemos por ese nombre —como si las carlistas no lo hubieran sido— fue el
desenlace de un conflicto que duró más de un siglo. Desde 1812, dos Españas
lucharon entre sí bajo banderas antagónicas. La libertad, el progreso, la
igualdad, combatieron a la tradición, al clericalismo, a la reacción, y ni
siquiera venciendo en tres guerras seguidas lograron ganar el futuro. El país
donde yo nací aún era producto de su derrota.
Galdós nunca fue neutral, y en el final la desolación es casi
absoluta. En 1897, Misericordia certificó el naufragio de
todos los sueños. La Restauración había asfixiado las ilusiones de Bozmediano,
los intentos de modernización del país agonizaban cubiertos de polvo. La burguesía,
que debería haber sido el motor de la transformación social, imitaba el
proverbial egoísmo de la aristocracia en lugar de liderar el Estado
democrático. Las clases medias solo aspiraban a subir en el mismo ascensor,
desentendiéndose de los más pobres, que se dejaban morir en el arroyo.
La dignidad
de Benina
Un milímetro más acá sobrevive Benigna, la señá
Benina, Nina, tres nombres diferentes para un personaje que encarna la dignidad
del pueblo español en el contexto de la crisis más feroz. Benigna pide limosna
en la puerta de una iglesia para alimentar a su señora, la dama arruinada que
come lo que su criada le da. La señá Benina corre, va, viene, pide un duro
prestado, empeña, rescata, se agota en una lucha implacable y todavía socorre a
quienes tienen menos que ella. Su único patrimonio es su amigo Almudena, un
mendigo moro, ciego, más marginal que miserable, que la quiere bien. Galdós,
creador de personajes femeninos extraordinarios, a través de los cuales contó
el mundo con tanta ambición como la que desplegó en sus personajes masculinos,
deposita en Benigna, en su nobleza, en su generosidad, en su ternura, la última
de sus esperanzas. Ella representa la frágil hebra de vitalidad que conserva el
imperio moribundo, ensimismado y mohoso, que tal vez aún merezca la oportunidad
de renacer.
Leer a Galdós es entender España,
naufragar con ella, encontrar motivos para seguir creyendo.
También por eso es un escritor imprescindible.
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