Esta
es la historia, caballeros,
de los poetas celestiales, historia clara
y verdadera [...]
Según Dámaso Alonso, en la poesía española de posguerra solo había dos caminos: el de la poesía arraigada, la de los poetas conformes con el mundo que les había tocado vivir y que aprobaban la nueva situación, y el de la poesía desarraigada, la de aquellos que mostraban su disconformidad con el mundo circundante y su desasosiego existencial.
José Agustín Goytisolo, un poeta de la generación posterior, tan distante de esta forma de hacer poesía, dedicó a estos poetas arraigados el poema «Los celestiales», una irónica y crítica estampa de su quehacer poético, de su actitud ante el mundo, de su lenguaje, de su métrica, de sus temas,... Merece la pena leer este poema, aparecido en Salmos al viento (1958), por distintas razones: es un ajuste de cuentas con la poesía de los vencedores, pero también es una reivindicación de los «otros» poetas, «los poetas locos», los de los años cincuenta que cantaron al hombre y pidieron, como decía Blas de Otero, la paz y la palabra en un país marcado por la dictadura, la miseria y el terror.
LOS CELESTIALES
«No todo el que
dice: Señor, Señor,
entrará en el reino…»
(Mat., 7, 21)
Después y por encima de la pared
caída,
de los vidrios caídos, de la puerta arrasada,
cuando se alejó el eco de las detonaciones
y el humo y sus olores abandonaron la ciudad,
después, cuando el orgullo se refugió en las cuevas,
mordiéndose los puños para no decir nada,
arriba, en los paseos, en las calles con ruina
que el sol acariciaba con sus manos de amigo,
asomaron los poetas, gente de orden, por supuesto.
Es
la hora, dijeron, de cantar los asuntos
maravillosamente insustanciales, es decir,
el momento de olvidarnos de todo lo ocurrido
y componer hermosos versos, vacíos, sí, pero sonoros,
melodiosos como el laúd,
que adormezcan, que transfiguren,
que apacigüen los ánimos, ¡qué barbaridad!
Ante
tan sabia solución
se reunieron, pues, los poetas y en la asamblea
de un café, a votación, sin más preámbulo,
fue Garcilaso desenterrado, llevado en andas, paseado
como reliquia, por las aldeas y revistas,
y entronizado en la capital. El verso melodioso,
la palabra feliz, todos los restos,
fueron comida suculenta, festín de la comunidad.
Y
el viento fue condecorado, y se habló
de marineros, de lluvia, de azahares,
y una vez más, la soledad y el campo, como antaño,
y el cauce tembloroso de los ríos,
y todas las grandes maravillas,
fueron, en suma, convocadas.
Esto
duró algún tiempo, hasta que, poco
a poco, las reservas se fueron agotando.
Los poetas, rendidos de cansancio, se dedicaron
a lanzarse sonetos, mutuamente,
de mesa a mesa, en el café. Y un día,
entre el fragor de los poemas, alguien dijo: escuchad,
fuera las cosas no han cambiado, nosotros
hemos hecho una meritoria labor, pero no basta.
Los trinos y el aroma de nuestras elegías,
no han calmado las iras, el azote de Dios.
De
las mesas creció un murmullo
rumoroso como el océano y los poetas exclamaron:
es cierto, es cierto, olvidamos a Dios, somos
ciegos mortales perros heridos por su fuerza,
por su justicia, cantémosle ya.
Y
así el buen Dios sustituyó
al viejo padre Garcilaso y fue llamado
dulce tirano, amigo, mesías
lejanísimo, sátrapa fiel, amante, guerrillero,
gran parido, asidero de mi sangre, y los Oh, Tú
y los Señor, Señor, se elevaron altísimos, empujados
por los golpes de pecho en el papel,
por el dolor de tantos corazones valientes.
Y así perduran en la actualidad.
Esta
es la historia, caballeros,
de los poetas celestiales, historia clara
y verdadera, y cuyo ejemplo no han seguido
los poetas locos, que, perdidos
en el tumulto callejero, cantan al hombre,
satirizan o aman el reino de los hombres,
tan pasajero, tan falaz, y en su locura
lanzan gritos, pidiendo paz, pidiendo patria
pidiendo aire verdadero.
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