viernes, 26 de noviembre de 2021

EL PARAÍSO PERDIDO VISTO POR LUIS CERNUDA

Durante las clases de esta semana, tanto en los comentarios de los poetas románticos en 4º de ESO (Espronceda, Rosalía de Castro,...), como en las lecturas de los poetas de la Generación del 27 (Rafael Alberti, García Lorca, Vicente Aleixandre, Luis Cernuda,...), hemos hecho referencia al tema del  paraíso perdido, el tiempo alegre y despreocupado de la infancia y de la juventud, evocado con nostalgia y melancolía por los poetas, conscientes de que han sido expulsados de un tiempo y de un territorio que jamás volverán a ser recobrados, a no ser por su evocación poética. Este es uno de los temas recurrentes en la lírica contemporánea y sigue atrapando a los lectores de cualquier edad, porque nos hace reflexionar acerca de ese inexorable paso del tiempo.

Como ejemplo de todo ello traigo una vez más al blog las maravillosas palabras de Luis Cernuda, quien esta vez en su estupenda autobiografía lírica Ocnos, escrita desde el exilio, plasmó de forma deslumbrante esta sensación del paso del tiempo, del peso del tiempo y del poso del tiempo.

EL TIEMPO

Llega un momento en la vida cuando el tiempo nos alcanza. (No sé si expreso esto bien). Quiero decir que a partir de tal edad nos vemos sujetos al tiempo y obligados a contar con él, como si alguna colérica visión con espada centelleante nos arrojara del paraíso primero, donde todo hombre ha vivido una vez libre del aguijón de la muerte. ¡Años de niñez en que el tiempo no existe! Un día, unas horas son entonces cifra de la eternidad. ¿Cuántos siglos caben en las horas de un niño?

Recuerdo aquel rincón del patio en la casa natal, yo a solas y sentado en el primer peldaño de la escalera de mármol. La vela estaba echada, sumiendo el ambiente en una fresca penumbra, y sobre la lona, por donde se filtraba tamizada la luz del mediodía, una estrella destacaba sus seis puntas de paño rojo. Subían hasta los balcones abiertos, por el hueco del patio, las hojas anchas de las latanias, de un verde oscuro y brillante, y abajo, en torno de la fuente, estaban agrupadas, las matas floridas de adelfas y azaleas. Sonaba el agua al caer con un ritmo igual, adormecedor, y allá en el fondo del agua unos peces escarlata nadaban con inquieto movimiento, centelleando sus escamas en un relámpago de oro. Disuelta en el ambiente había una languidez que lentamente iba invadiendo mi cuerpo.

Allí, en el absoluto silencio estival, subrayado por el rumor del agua, los ojos abiertos a una clara penumbra que realzaba la vida misteriosa de las cosas, he visto cómo las horas quedaban inmóviles, suspensas en el aire, tal la nube que oculta un dios, puras y aéreas, sin pasar.

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