José Ortega y Gasset |
La influencia del filósofo José Ortega y Gasset es fundamental en los poetas del 27 durante la década de los años veinte. A través de la Revista de Occidente, que él dirigía y que se mostró siempre receptiva a las últimas corrientes del pensamiento europeo, dio a conocer al grupo del 27. La editorial de la Revista de Occidente publicó algunas de las obras más importantes del grupo: Primer romancero gitano de Federico García Lorca, Cántico de Jorge Guillén, Seguro azar de Pedro Salinas y Cal y canto de Rafael Alberti.
Y, además de esto, resultó vital para los poetas del 27 la radiografía que el filósofo hizo sobre el «arte nuevo» en su ensayo La deshumanización del arte (1925). En esa obra sostiene que arte y realidad son incompatibles, pues la obra de arte es considerada como tal en la medida en que esté desconectada del mundo exterior. Para evitar la realidad nada mejor en la literatura que la metáfora, recurso con el que se elude el nombre cotidiano de las cosas, sustituyéndolo por otro que nos hace ver los objetos desde otra perspectiva distinta a la habitual. De este modo, a través de la metáfora, el quehacer artístico se convierte en un acto creador, lo que explica su concepción de la poesía como «el álgebra superior de las metáforas». Así, el objeto artístico, en tanto que irreal, solo puede ser apreciado por minorías cultas y es, por tanto, antipopular. El arte nuevo busca el goce estético, distanciándose de lo afectivo, lo sentimental, lo humano; por eso ve en el Realismo y el Romanticismo la antítesis de esta nueva concepción estética. Estos son los rasgos característicos de la «poesía pura» y de las primeras vanguardias (Futurismo, Cubismo, Ultraísmo, Creacionismo), tendencias literarias que leerán, admirarán y cultivarán los jóvenes poetas del grupo del 27.
En estos dos fragmentos de La deshumanización del arte podemos leer con más detalle las valoraciones que realiza Ortega y Gasset sobre el «arte nuevo»:
A mi juicio, lo característico del arte nuevo, desde el punto de
vista sociológico, es que divide al público en estas
dos clases
de hombres: los que lo
entienden y los que no lo entienden. Esto implica que los unos poseen un órgano de comprensión negado, por tanto, a los otros, que son dos
variedades distintas de la especie humana. El arte nuevo, por lo visto, no es para todo el mundo, como el romántico, sino que va, desde luego, dirigido auna
minoría especialmente dotada. De aquí la irritación que despierta en la masa. Cuando a uno no le gusta una
obra de arte, pero la ha comprendido, se siente superior a ella y no ha lugar a la irritación. Mas cuando el disgusto que la obra
causa nace
de que no se la ha
entendido, queda el hombre como humillado, con una oscura conciencia de su inferioridad que necesita compensar mediante la indignada
afirmación de sí mismo frente
a la
obra. El arte joven, con sólo presentarse,
obliga al buen burgués a sentirse tal y
como es: buen
burgués, ente incapaz de
sacramentos artísticos, ciego y sordo a toda belleza pura. Ahora bien: esto no puede hacerse impunemente después de cien años de halago omnímodo
a la
masa y apoteosis del «pueblo». Habituada a predominar en todo, la masa se siente ofendida en sus «derechos del hombre»
por el arte nuevo, que es un arte de
privilegio, de nobleza de nervios, de aristocracia instintiva. Donde quiera que las jóvenes musas se presentan, la masa las cocea. [...]
Para el
hombre de la generación novísima, el arte es una cosa sin
trascendencia. Una vez escrita esta frase me
espanto de ella, al
advertir su
innumerable irradiación de significados diferentes.
Porque no se trata de que a cualquier
hombre de hoy le parezca el arte cosa sin
importancia o menos importante que al hombre de ayer, sino que el artista mismo ve
su arte como una labor intrascendente. Pero aun esto no expresa
con rigor la verdadera situación. Porque el hecho no es que al artista le
interese poco su obra y oficio, sino que le interesa precisamente porque no tienen
importancia grave y en la medida que carecen de ella. No se entiende bien el caso si no se le mira en
confrontación con lo que era el arte hace treinta años y, en general, durante todo el siglo
pasado. Poesía o música eran entonces actividades de enorme calibre; se esperaba de ellas
poco menos que la salvación de la
especie humana sobre la ruina de las
religiones y el relativismo inevitable de la
ciencia. El arte era trascendente en un doble sentido. Lo era por su tema, que solía consistir en los más graves problemas de la
humanidad, y Io era por sí mismo, como potencia
humana que prestaba
justificación y dignidad a la
especie. Era de ver el solemne gesto que ante la masa
adoptaba el gran poeta y el músico genial, gesto de profeta o
fundador de religión,
majestuosa apostura de estadista responsable de los destinos universales.
A un artista de hoy
sospecho que le aterraría verse ungido con tan enorme misión y obligado,
en consecuencia, a tratar en su obra materias capaces de tamañas repercusiones. Precisamente le
empieza a saber algo a fruto artístico cuando empieza a notar que el aire
pierde seriedad y las cosas comienzan a brincar livianamente,
libres de toda formalidad.
Ese pirueteo universal es para él el signo auténtico de que las musas existen.
Si cabe decir que el arte salva al
hombre, es sólo porque le salva de la seriedad de la vida y suscita en él inesperada puericia.
Vuelve a ser símbolo del arte la flauta mágica de Pan, que hace danzar los chivos en la linde del bosque.
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