jueves, 2 de noviembre de 2017

EL ARTE DE LA COLUMNA DE OPINIÓN: «300 PALABRAS»

Escribir una columna es un gozo y una tortura
Os dejo para leer esta columna periodística de Luz Sánchez-Mellado, que apareció hace dos semanas en El País. La autora reflexiona de manera ingeniosa acerca del género discursivo que nos ocupa especialmente en las clases de Lengua de 2º de Bachillerato: su milimétrica extensión (en torno a esas trescientas palabras en su caso), los apremiantes plazos de entrega, el tratamiento personal y afinado del tema elegido, la lucha por ceñir el contenido a la intención y sensibilidad de su autor, la creación  artesanal que hace que al final sea un texto bien acabado, la reivindicación de las mujeres escritoras en pie de igualdad con los hombres en el ejercicio de estos textos, que Luz Sánchez-Mellado compara con los laberintos, por su complejidad, y con las recortadas, por su capacidad de herirnos o tocarnos en lo más profundo a los lectores.


300 palabras

Diez más, diez menos; quince arriba, quince abajo. Esas alhajas vienen cabiendo en este cofre. Depende de los puntos seguidos, los aparte y los suspensivos. De las comas, comillas y paréntesis. De las eles y las íes, palitroques que estrechan las líneas, y de las emes y las uves dobles, mamotretos que las ensanchan. De la proporción y el rimo de agudas, llanas y esdrújulas. De la cadencia entre párrafos. De todo eso depende, y hasta de las diéresis de las úes y las vírgulas de las eñes, la diana o el pinchazo de estos dardos. Y todo eso sin hablar del fondo, claro. Cada balín de esta recortada debiera estar medido, tallado y preñado de intención y significado.
Porque a este laberinto, como a la peluquería o al quirófano, se sabe cómo se entra, pero no cómo se sale. Hay quién conoce de antemano qué quiere decir y por qué y hasta de qué exacto modo. Benditos sean. Una se adentra en la selva sin más brújula que el instinto y la vergüenza ajena y el amor propio, y va desbrozando la hojarasca a base de cabezonería, palos de ciega y machetazos de teclado. El camino se hace a veces terriblemente largo; a veces sospechosamente corto y, siempre, horriblemente ansioso. Hasta que, de repente, coincidiendo con precisión helvética con la hora del cierre, lo tecleado cobra sentido y sensibilidad y, si no, los das por cobrados y la acabas pensando que otra vez saldrá más redonda y que has salvado el pellejo hasta la próxima.
Escribir una columna es un gozo y una tortura. La tortura de iniciarla y el gozo de acabarla. No creo que este oficio de artesanos sea masculino ni femenino. Tampoco que las mujeres seamos buenas ni malas ni mejores ni peores columnistas que ellos por tener ovarios. Solo sé que los tenemos, que somos unas cuantitas y que, si nos compran el género, será porque se vende. Lo de la paridad en congresos lo dejo para otra. Hoy bastante tengo con cuadrar el sudoku y cerrarlo a tiempo.

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