Llega el 23 de abril, Día del Libro, y os invito a leer un par de cuentos muy sugerentes sobre las dos figuras centrales de toda obra literaria, el autor y el lector.
El primero es un homenaje a los escritores que tantas veces nos hacen felices. El protagonista del cuento "Literatura" de Julio Torri es un novelista que, a pesar de su vida gris, encuentra la magia de las palabras y hace de su vida algo maravilloso.
LITERATURA
El novelista, en mangas de camisa, metió en la máquina de
escribir una hoja de papel, la numeró, y se dispuso a relatar un abordaje de
piratas. No conocía el mar y sin embargo iba a pintar los mares del sur,
turbulentos y misteriosos; no había tratado en su vida más que a empleados sin
prestigio romántico y a vecinos pacíficos y oscuros, pero tenía que decir ahora
cómo son los piratas; oía gorjear a los jilgueros de su mujer, y poblaba en esos
instantes de albatros y grandes aves marinas los cielos sombríos y
empavorecedores.
La lucha que sostenía con editores rapaces y con un
público indiferente se le antojó el abordaje; la miseria que amenazaba su hogar,
el mar bravío. Y al describir las olas en que se mecían cadáveres y mástiles
rotos, el mísero escritor pensó en su vida sin triunfo, gobernada por fuerzas
sordas y fatales, y a pesar de todo fascinante, mágica, sobrenatural.
El segundo cuento es de Julio Cortázar, un autor del que ya hemos leído varios textos. Se titula "Continuidad de los parques" y tiene como protagonista a un lector. El relato indaga en esa especial relación que se establece entre el lector y el libro.
CONTINUIDAD DE LOS PARQUES
Había empezado a leer la novela unos
días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba
en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo
de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y
discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la
tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado
en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una
irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una
y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su
memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la
ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de
irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su
cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los
cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales
danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por
la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se
concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en
la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el
amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente
restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no
había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un
mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho,
y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las
páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde
siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo
retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que
era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles
errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente
atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano
acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.
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