Viñeta de B. Erlich en El País (12-4-2010) |
En este fragmento del artículo mencionado, ejemplo también de texto argumentativo, Savater ridiculiza a quienes se niegan a razonar.
El
menosprecio de la argumentación me resulta uno de los rasgos más inquietantes
de nuestra cotidianidad. Opinas y te dicen: Eso
es muy discutible. Ofreces tus razones y no las discuten, sino que te contestan:
De modo que está usted de acuerdo con
Fulano, al servicio de Zutano, se ha cambiado de chaqueta, etcétera. Los
más belicosos rugen: ¡Eso lo dirá usted!
Aceptas entonces que, en efecto lo que tú dices lo dices tú y no el Espíritu
Santo, pero que aun así quisieras que refutasen tus argumentos o al menos los
discutieran honradamente. Te responden: Usted
tiene su opinión y yo la mía. Celebras tal disparidad e insinúas que supone
una buena ocasión para aportar motivos inteligibles que sustenten una u otra,
de modo que podamos ambos elegir finalmente la mejor fundada. El otro se
indigna: él no es de los que están dispuestos a cambiar su forma de pensar por
algo tan trivial como dos o tres razones. Él es como es y piensa lo que piensa:
de hecho, siempre ha pensado así (en
España hay auténtica veneración por la gente que siempre ha pensado lo mismo,
es decir, que siempre ha dicho lo mismo sin pensarlo nunca). Suele concluir
triunfante: Yo tengo tanto derecho como
usted a pensar como quiera. Más vale no decirle que, en cuestión de
opiniones, lo que importa no es el obvio e indiscutible derecho a mantenerlas,
sino las no tan obvias y muy discutibles argumentaciones que hacen racional su
mantenimiento.