lunes, 31 de octubre de 2022

«MARIETA»: EL TERROR EN LA TRADICIÓN ORAL ARAGONESA

 

Pues, señor, esto era una vez...

En fecha tan señalada, «cuando las almetas o las ánimas andan sueltas por ahí», recordamos hoy Marieta, un cuento de terror de la tradición oral aragonesa. Se contaba en el Pirineo, como nos rememoró Rafael Andolz, casi a oscuras, con la luz del candil o de las teas que ardían en el tiedero con llama temblorosa, junto al fogaril, con el chisporroteo del fuego, el silbido del viento en lo alto de la chimenea y la nieve en el alféizar. Y se contaba a los niños pequeños y a los niños grandes, a los pastores, a los criados y a los jornaleros, que bebían las palabras del abuelo, el contador, para repetirlas, pasados los años, a la siguiente generación. No importaba que hubieran escuchado muchas veces el cuento, siempre se esperaba un nuevo lance en su narración... En nuestro cuento de hoy era esencial saber crear el clímax adecuado y contarlo y escucharlo la noche de Todos los Santos.

MARIETA

Pues, señor, esto era una vez una niña que se llamaba Marieta.

Marieta era buena, aunque no siempre obedecía a la primera. Cuando estaba jugando y la llamaba su madre, contestaba:

-Voy, mamá. 

Pero no iba. Solo hacía caso cuando la llamaban tres o cuatro veces y las llamadas se adivinaban amenazadora.

Un día su mamá la envió a la carnicería a comprar hígados. Tuvo mala suerte porque en el camino se encontró con sus amigas del alma, Encarnita, Rosa y Charo, que estaban jugando en la plaza y allí se quedó con ellas. Lo pasaron muy bien, tanto que se olvidaron del tiempo. Cuando ya llevaban mucho rato jugando, Marieta se acordó de los hígados. 

-¡Uy! Ya son las siete y van a cerrar la carnicería. 

Salió corriendo acompañada de las otras niñas, Casi perdían el aliento en la carrera. Pero fue inútil. Cuando llegaron a la tienda, ya habían cerrado. 

-Pobre de mí -decía Marieta-. Mi madre me va a matar. ¿Qué  hago yo ahora?

Encarnita, la más picarona de la pandilla, le dio la solución:

-No te preocupes, que tiene arreglo.  Todos los hígados son iguales y saben igual. Lo he oído decir. Mira: esta mañana han llevado al cementerio al señor Agustín y está en el depósito esperando que lo entierren. No pasa nada si vamos y le quitamos los hígados. Él ya no los necesita y tú sí.

Tenían miedo. Pero ¿si fueran todas juntas? Además, ¿qué otra cosa podían hacer?   

Y dicho y hecho. Había que ganar tiempo y allá fueron corriendo las niñas. Poco después llegaba Marieta a su casa con los hígados en un paquete… 

-¿Cómo has tardado tanto? 

-Había mucha gente en la carnicería, mamá, y además he acompañado a Charo a comprar en el comercio porque quería que le ayudara a elegir unos pañuelos, y luego...

Como se ve, Marieta poseía una gran facilidad para decir mentiras, pero, en fin, su madre dio por buenas las excusas, se fue a  la cocina y se puso a freír los hígados. 

-¿No cenas, Marieta?

-No tengo hambre, mamá, y me duele mucho la tripa. 

-A ver si tienes fiebre…  

-No lo sé mamá, pero si me dejaras dormir esta noche con la abuela… No sé por qué, pero tengo miedo.

***

Ya estaban en la cama la abuela y la nieta juntas. Marieta se sentía más segura pero no paraba de pensar en el cementerio y en el señor Agustín, muerto. No consiguió dormirse hasta casi medianoche. Y, de pronto, despertó sobresaltada. Alguien había dado unos golpes en la puerta de la casa. 

-Yaya, ¿has oído los golpes?

-No te preocupes; será el viento, porque la puerta no ajusta bien. 

Al poco rato se escucharon unos pasos dentro del patio y una voz cavernosa que exclamó: 

-¡Marieta, dame los hígados que me has quitado! 

La niña se acurruca temblorosa junto a su abuela. 

-Yaya, ¿quién será? 

-Calla, niña, que ya se irá…

Y la voz más cercana: 

-No me iré Marieta; ya estoy en la primera escalereta… 

Los peldaños de madera empezaron a crujir como si un peso terrible se apoyase en ellos. Un soplo frío entraba por la puerta abierta de la calle. La niña se abrazaba a su abuela, que intentaba mantener la calma y rezaba en voz bajita. La voz de la escalera repetía ahora lenta, solemne y cavernosa: 

-Marieta, ¡dame los hígados que me has quitado!

-Yaya, ¿quién puede ser? 

-No te preocupes, hija mía, que ya se irá…

-No me iré, Marieta; ya estoy en la segunda escalereta… 

Los segundos que transcurrían entre una y otra reclamación parecían una eternidad. ¿Por qué no se hacía ya de día? La abuela quería encender la velilla de la mesilla de noche, pero le faltaba el ánimo. Su nieta estaba paralizada por el terror y su memoria le traía a los ojos la escena del cementerio. Y otra vez, más cerca e insistente:

-Marieta, ¡dame los hígados que me has quitado! 

-Pero, yaya, ¿quién será?

-Calla, calla, que ya se irá… 

-No me iré, Marieta; ya estoy en la tercera escalereta…

Cuando de niño mi madre nos contaba el cuento de Marieta, recuerdo que sacaba una voz  que debía ser la misma de los muertos, si es que los muertos hablan. Nos sabíamos el cuento de memoria. Y sabíamos que acabaría con un susto, aunque ignorábamos a quién le tocaría esta vez. 

El cuento se alargaba por la sexta, la séptima, la octava escalereta. Cuántas más, mejor. ¡Y no digo nada cuando venía lo de abrirse la puerta de la habitación!

-Marieta, ¡dame los hígados que me has quitado!

 -Yaya, tengo mucho miedo… 

Y la voz continuaba:

-Ya estoy a los pies de la cama… 

Para terminar con un agarrón del brazo y la brusca y tremenda culminación:

-¡¡Ya te he cogido!!

[Esta versión del cuento es la que recogió Rafael Andolz en Cuentos del Pirineo para niños y adultos, publicado por la editorial Pirineo]

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