Siembra coscorrones y recogerás sabios
En el Día Internacional de la Educación, no está mal echar la vista atrás y recordar, a partir de un puñado de textos literarios, la realidad del mundo de la educación en nuestro país en los últimos ciento cincuenta años. En una entrada reciente del blog, «Memoria de los días colegiales», nos acercábamos al recuerdo de la experiencia escolar de algunos poetas del 27. Hoy, a través de la mirada de autores como Benito Pérez Galdós, Unamuno, Alejandro Sawa, Julio Llamazares o Bernardo Atxaga descubriremos el mundo escolar del pasado que, por fortuna, nada tiene que ver con el momento presente, aunque conviene que lo recordemos para saber de dónde venimos, tanto los que no lo vivieron como los que lo sufrimos en su momento.
El terrible lema «la letra con sangre entra» o el refrán que encabeza esta entrada describen perfectamente el ideario pedagógico de muchos enseñantes durante el siglo XIX y buena parte del siglo XX, en especial durante la dictadura franquista. Esta «pedagogía del dolor» (en palabras de Paulo Freire) ha sido históricamente el gran remedio contra la ignorancia y la pereza de los niños y adolescentes que poblaron las aulas del pasado. Benito Pérez Galdós evocó ese ambiente de castigos y de maltratos en El doctor Centeno, novela publicada en 1883. El sacerdote Pedro Polo, personaje intemperante de varias novelas del autor, protagoniza esta violenta escena que no era nada extraña en las escuelas de la época:
La palmeta iba cayendo de mano en mano, incansable, celosa de su misión educatriz, aporreando sin piedad a todo el que cogía. La quemazón de la sangre, el cosquilleo, el dolor agudísimo, daban entendimiento al torpe, mesura al travieso, diligencia al indolente, silencio al lenguaraz, reposo al inquieto. Y como auxiliares de aquel docto instrumento, una caña y a veces flexible vara de mimbres sacudían el polvo. Había nalgas como tomates, carrillos como pimientos, ojos con llamaradas, frentes mojadas de sudor de agonía, y todo era picazones, escozor, cosquilleo, latidos, ardor y suplicio de carnes y huesos.
Miguel de Unamuno, en sus Recuerdos de niñez y mocedad (1908), rememora así la figura de su primer maestro, no tan alejado del descrito por Pérez Galdós:
Fue mi primer maestro, mi maestro de primeras letras, un viejecillo que olía a incienso y alcanfor, cubierto con gorrilla de borla, que le colgaba a un lado de la cabeza, narigudo, con largo levitón de grandes bolsillos -el tamaño de los bolsillos de autoridad-, algodón en los oídos y armado de una larga caña, que le valió el sobrenombre del Pavero. Los pavos éramos nosotros, naturalmente; ¡y tan pavos!...
Repartía cañazos, en sus momentos de justicia, que era una bendición. En un rinconcito de un cuarto oscuro, donde no les diera la luz, tenía la gran colección de cañas, bien secas, curadas y mondas. Cuando se atufaba cerraba los ojos, para ser más justiciero, y cañazo por acá, cañazo por allá, a frente, a diestro y siniestro, al que lo cogía, y luego la paz con todos. Y era ello una verdadera fiesta, porque entonces nos apresurábamos todos a refugiarnos del cañazo metiéndonos debajo de los bancos.
Los días de clases dominados por el silencio absoluto, el maltrato, la brutalidad de los castigos, las órdenes arbitrarias y humillantes marcaron a muchas generaciones de niños que veían a sus maestros y profesores, en palabras de Alejandro Sawa, como «un pelotón de inquisidores juzgando a un reo de fe, [...] una bandada de cuervos deliberando acerca del pedazo de mundo en el que pudiera haber ocurrido una catástrofe, donde hubiera montones de carne muerta que devorar y hacer trizas».
Más cercanas en el tiempo e igualmente estremecedoras resultan las evocaciones de Julio Llamazares o Bernardo Atxaga. En Escenas de cine mudo, Llamazares narra las palizas que sometía a sus alumnos el director de una escuela leonesa en los años de la posguerra española:
Don Vicente, que, aparte de director, era el alma y la columna del colegio (daba clase de todas las materias y en todas demostraba una gran preparación), no sólo tenía cara de boxeador; sus métodos pedagógicos le habrían servido también para triunfar en ese deporte de no haberse dedicado a la enseñanza. Sus palizas eran famosas en todo el valle, lo mismo que sus insultos, todos muy cultos y literarios —pollino, zapatilla rusa, tizón del infierno, cuáquero—, y rara era la semana en que no enviaba a algún alumno al cercano hospitalillo de la empresa con la nariz o algún diente roto. Lo cual, aunque reprobable, no era extraño en aquel tiempo, al menos en aquel valle, ni difícil de entender. Bajo su régimen de terror, dos centenares de alumnos, de todas las edades y los cursos —que no siempre iban parejos, pues había quien repetía durante años el mismo curso y compartía pupitre con otro alumno menor— y, sobre todo, de los dos sexos, algo que entonces no era corriente y que añadía más aliciente a las clases, nos esforzábamos cada día por burlar su vigilancia.
Bernardo Atxaga en Recuerdo escolar rememora igualmente la salvaje conducta de un inspector fascista en una escuela vasca en aquel tiempo de silencio de la dictadura:
-¿Sabéis por qué me he quitado el anillo -nos preguntó luego [el inspector]-. Pues para que mis golpes no dejen marca en la cara de este desgraciado.
Una vez más la literatura nos recuerda y nos evoca la vida del pasado y se convierte en el mejor antídoto contra el olvido de lo que fuimos.
***
No hay comentarios:
Publicar un comentario