ALAS Y CIMIENTOS
Narramos, escribimos y leemos porque hemos fabricado la fabulosa herramienta del lenguaje humano. Por medio de las palabras, podemos compartir mundos interiores e ideas quiméricas. Cuando un animal fantasea —si tal cosa es posible—, carece de herramientas para contárselo a otro animal. Algunas especies están dotadas de habilidades comunicativas, en ocasiones asombrosamente complejas, pero ninguna puede compararse con las nuestras en flexibilidad, libertad y riqueza de matices. Este prodigio lingüístico nos permite coexistir en dos geografías: el espacio tangible que habitamos junto a miles de seres vivos y un universo paralelo que nos pertenece en exclusiva —el de la fantasía, el de las posibilidades, el de los símbolos—, al que ninguna otra criatura puede acceder.
Propulsados por el lenguaje y la creatividad, nuestros cerebros despegaron de la mera evolución biológica, cuya cadencia es implacablemente lenta, y elevamos el vuelo con las rápidas alas de la evolución cultural. Hace miles de años, la invención de una sofisticada tecnología, la escritura, abrió las puertas a conservar conocimientos, ideas y sueños, a expandirlos y hacerlos revivir con cada mirada que se posa en las letras de una página. El filósofo Richard Rorty piensa que leer nos cambió la mente de forma irreversible. Gracias a la lectura, hemos desarrollado una anomalía llamada «ojos interiores». Descubrir los personajes de una historia se parece a conocer gente nueva, comprendiendo su carácter y sus razones. Cuanto más diferentes son esos personajes, más nos amplían el horizonte y enriquecen nuestro universo. A través de los libros, anidamos en la piel de otros, acariciamos sus cuerpos y nos hundimos en su mirada. Y, en un mundo narcisista y ególatra, lo mejor que le puede pasar a uno es ser todos.
Leer nunca ha sido una actividad solitaria, ni siquiera cuando la practicamos sin compañía en la intimidad de nuestro hogar. Es un acto colectivo que nos avecina a otras mentes y afirma sin cesar la posibilidad de una comprensión rebelde al obstáculo de los siglos y las fronteras. Por el camino del placer, sobre los abismos de las diferencias, la lectura ofrece puentes colgantes de palabras. El psicólogo Raymond Mar y su equipo de la Universidad de Toronto probaron en 2006 que las personas que leen son más empáticas que las no lectoras, especialmente quienes frecuentan obras literarias. Un grupo de estudiantes debía elegir entre dos sobres: uno contenía La dama del perrito de Chéjov; el otro, un texto que describía exactamente la misma historia, pero en un lenguaje neutro, frío, casi documental, sin las inflexiones propias del antiguo oficio de la narración. Quienes leyeron las palabras de Chéjov lograron mejores calificaciones en las escalas de empatía, especialmente aquellos a quienes más emocionó el cuento. La cualidad de sumergirse en el lugar del otro y bucear en aguas distantes no solo enriquece nuestra intimidad, sino nuestra vida privada, la convivencia cotidiana, las habilidades sociales que desplegamos, y expande sus beneficios hasta la política internacional o los logros de las empresas.
El hábito de leer no nos hace necesariamente mejores personas, pero nos enseña a observar con el ojo de la mente la amplitud del mundo y la enorme variedad de situaciones y seres que lo pueblan. Nuestras ideas se vuelven más ágiles y nuestra imaginación, más iluminadora. Al asomarnos a la madriguera de un relato, escapamos de nosotros y nos proyectamos en los personajes de un país inventado. Sostiene Mario Vargas Llosa que
… la vida, injusta, nos obliga a ser siempre los mismos, cuando quisiéramos ser muchos, tantos como requerirían para aplacarse los incandescentes deseos de que estamos poseídos. (…) La buena literatura es siempre un desafío a lo que existe.
Anhelamos ver por otros ojos, pensar con otras ideas y sentir otras pasiones. La magia consiste en ponernos las lentes de la ficción y observar a través de ellas, deslizándonos en los placeres, los terrores o las ambiciones ajenas. Y, sin movernos de la cama, el universo entero nos pertenece, la inmensidad está al alcance de nuestros dedos.
En los mundos inventados nos encontramos, nos entendemos y aprendemos a colaborar. La filósofa estadounidense Martha Nussbaum, Premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales, defiende que la lectura forma parte de la preparación necesaria para vivir en democracia. Desde que los griegos lo ensayaron por primera vez hace milenios, este sistema es el más exigente y asombroso que hemos intentado. Pretende crear una convivencia que no se sustente en la fuerza, sino que se apoye en una delicada urdimbre de acuerdos y en una conversación incesante. Como nos recuerda Antonio Basanta, «de la palabra lector deriva el término elector». En el compás cotidiano de la experiencia democrática, todos y cada una tomamos con nuestro voto decisiones que tendrán consecuencias cruciales en la vida de otras personas. En un texto titulado La crisis silenciosa, Nussbaum reflexiona:
La capacidad de imaginar la experiencia del otro debe cultivarse y pulirse si queremos guardar alguna esperanza de afianzar la dignidad de ciertas instituciones, a pesar de las abundantes divisiones que albergan todas las sociedades modernas.
Cuanto mejores trapecistas seamos, capaces de esa pirueta que nos coloca en la mirada ajena, más sólida será la democracia que edificamos. El ejercicio de volar fortalece nuestros cimientos.
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