¿Cuándo veremos una sociedad sin bayonetas?
Mariano José de Larra |
Como muestra de los artículos periodísticos del Romanticismo, os dejo la parte final de Un reo de muerte de Mariano José de Larra. En este texto, publicado en 1835, Larra trata el tema de la pena de muerte, que expusieron por primera vez los autores románticos (también lo hizo Espronceda en la «Canción del reo de muerte») y que sigue vigente en la actualidad. Además de presentar su tesis, el rechazo de la pena de muerte, con diversidad de argumentos, aborda también cuestiones polémicas como la presencia de armas en la sociedad, la morbosidad del pueblo ansioso de ver la ejecución o la hipocresía social. Es un artículo que, seguramente, no os dejará indiferentes.
[...] Pero nos apartamos demasiado de nuestro objeto;
volvamos a él; este hábito de la pena de muerte, reglamentada y judicialmente
llevada a cabo en los pueblos modernos con un abuso inexplicable, supuesto que
la sociedad al aplicarla no hace más que suprimir de su mismo cuerpo uno de sus
miembros, es causa de que se oiga con la mayor indiferencia el fatídico grito
que desde el amanecer resuena por las calles del gran pueblo, y que uno de
nuestros amigos acaba de poner atinadísimamente por estribillo a un trozo de
poesía romántica:
Para hacer
bien por el alma
del que van
a ajusticiar.
Ese grito, precedido por la lúgubre campanilla, tan
inmediata y constantemente como sigue la llama al humo, y el alma al cuerpo;
este grito que implora la piedad religiosa en favor de una parte del ser que va
a morir, se confunde en los aires con las voces de los que venden y revenden
por las calles los géneros de alimento y de vida para los que han de vivir
aquel día. No sabemos si algún reo de muerte habrá hecho esta singular
observación, pero debe ser horrible a sus oídos el último grito que ha de oír
de la coliflorera que pasa atronando las calles a su lado.
Ilustración tomada de la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes |
Leída y notificada al reo la sentencia, y la última
venganza que toma de él la sociedad entera, en lucha por cierto desigual, el
desgraciado es trasladado a la capilla, en donde la religión se apodera de él
como de una presa ya segura; la justicia divina espera allí a recibirle de manos
de la humana. Horas mortales transcurren allí para él; gran consuelo debe de
ser el creer en un Dios, cuando es preciso prescindir de los hombres, o, por
mejor decir, cuando ellos prescinden de uno. La vanidad, sin embargo, se abre
paso al través del corazón en tan terrible momento, y es raro el reo que,
pasada la primera impresión, en que una palidez mortal manifiesta que la sangre
quiere huir y refugiarse al centro de la vida, no trata de afectar una
serenidad pocas veces posible. Esta tiránica sociedad exige algo del hombre
hasta en el momento en que se niega entera a él; injusticia por cierto
incomprensible; pero reirá de la debilidad de su víctima. Parece que la
sociedad, al exigir valor y serenidad en el reo de muerte, con sus constantes
preocupaciones, se hace justicia a sí misma, y extraña que no se desprecie lo
poco que ella vale y sus fallos insignificantes.
En tan críticos instantes, sin embargo, rara vez
desmiente cada cual su vida entera y su educación; cada cual obedece a sus
preocupaciones hasta en el momento de ir a desnudarse de ellas para siempre. El
hombre abyecto, sin educación, sin principios, que ha sucumbido siempre
ciegamente a su instinto, a su necesidad, que robó y mató maquinalmente, muere
maquinalmente. Oyó un eco sordo de religión en sus primeros años y este eco
sordo, que no comprende, resuena en la capilla, en sus oídos, y pasa
maquinalmente a sus labios. Falto de lo que se llama en el mundo honor, no hace
esfuerzo para disimular su temor, y muere muerto. El hombre verdaderamente
religioso vuelve sinceramente su corazón a Dios, y éste es todo lo menos
infeliz que puede el que lo es por última vez. El hombre educado a medias, que
ensordeció a la voz del deber y de la religión, pero en quien estos gérmenes
existen, vuelve de la continua afectación de despreocupado en que vivió, y duda
entonces y tiembla. Los que el mundo llama impíos y ateos, los que se han
formado una religión acomodaticia, o las han desechado todas para siempre, no
deben ver nada al dejar el mundo. Por último, el entusiasmo político hace veces
casi siempre de valor; y en esos reos, en quienes una opinión es la
preocupación dominante, se han visto las muertes más serenas.
Llegada la hora fatal entonan todos los presos de la
cárcel, compañeros de destino del sentenciado, y sus sucesores acaso, una salve
en un compás monótono, y que contrasta singularmente con las jácaras y coplas
populares, inmorales e irreligiosas, que momentos antes componían, juntamente
con las preces de la religión, el ruido de los patios y calabozos del espantoso
edificio. El que hoy canta esa salve se la oirá cantar mañana.
Enseguida, la cofradía vulgarmente dicha de la Paz y
Caridad recibe al reo, que, vestido de una túnica y un bonete amarillos, es
trasladado atado de pies y manos sobre un animal, que sin duda por ser el más
útil y paciente, es el más despreciado, y la marcha fúnebre comienza.
Un pueblo entero obstruye ya las calles del tránsito.
Las ventanas y balcones están coronados de espectadores sin fin, que se pisan,
se apiñan, y se agrupan para devorar con la vista el último dolor del hombre.
–¿Qué espera esta multitud? –diría un extranjero que
desconociese las costumbres–. ¿Es un rey el que va a pasar; ese ser coronado,
que es todo un espectáculo para un pueblo? ¿Es un día solemne? ¿Es una pública
festividad? ¿Qué hacen ociosos esos artesanos? ¿Qué curiosea esta nación?
He aquí las preguntas y expresiones que se oyen
resonar en derredor. Numerosos piquetes de infantería y caballería esperan en
torno del patíbulo. He notado que en semejante acto siempre hay alguna corrida;
el terror que la situación del momento imprime en los ánimos causa la mitad del
desorden; la otra mitad es obra de la tropa que va a poner orden. ¡Siempre
bayonetas en todas partes! ¿Cuándo veremos una sociedad sin bayonetas? ¡No se
puede vivir sin instrumentos de muerte! Esto no hace por cierto el elogio de la
sociedad ni del hombre.
No sé por qué al llegar siempre a la plazuela de la
Cebada mis ideas toman una tintura singular de melancolía, de indignación y de
desprecio. No quiero entrar en la cuestión tan debatida del derecho que puede
tener la sociedad de mutilarse a sí propia; siempre resultaría ser el derecho
de la fuerza, y mientras no haya otro mejor en el mundo, ¿qué loco se atrevería
a rebatir ése? Pienso sólo en la sangre inocente que ha manchado la plazuela;
en la que la manchará todavía. ¡Un ser que como el hombre no puede vivir sin
matar, tiene la osadía, la incomprensible vanidad de presumirse perfecto!
Un tablado se levanta en un lado de la plazuela: la
tablazón desnuda manifiesta que el reo no es noble. ¿Qué quiere decir un reo
noble? ¿Qué quiere decir garrote vil? Quiere decir indudablemente que no hay
idea positiva ni sublime que el hombre no impregne de ridiculeces.
Mientras estas reflexiones han vagado por mi
imaginación, el reo ha llegado al patíbulo; en el día no son ya tres palos de
que pende la vida del hombre; es un palo sólo; esta diferencia esencial de la
horca al garrote me recordaba la fábula de los Carneros de Casti, a quienes su
amo proponía, no si debían morir, sino si debían morir cocidos o asados.
Sonreíame todavía de este pequeño recuerdo, cuando las cabezas de todos,
vueltas al lugar de la escena, me pusieron delante que había llegado el momento
de la catástrofe; el que sólo había robado acaso a la sociedad, iba a ser
muerto por ella; la sociedad también da ciento por uno: si había hecho mal
matando a otro, la sociedad iba a hacer bien matándole a él. Un mal se iba a
remediar con dos. El reo se sentó por fin. ¡Horrible asiento! Miré el reloj:
las doce y diez minutos; el hombre vivía aún... De allí a un momento una lúgubre
campanada de San Millán, semejante el estruendo de las puertas de la eternidad
que se abrían, resonó por la plazuela; el hombre no existía ya; todavía no eran
las doce y once minutos. «La sociedad –exclamé– estará ya satisfecha: ya ha
muerto un hombre.»
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