jueves, 8 de noviembre de 2012

MÁS SOBRE LA ARGUMENTACIÓN



El Roto
En otra entrada, a propósito de un artículo de Fernando Savater, comentamos la importancia de la argumentación como base de la democracia: solo con la argumentación se puede pensar racionalmente, dialogar y debatir, a la vez que se huye del dogmatismo y el "pensamiento único".

Ahora en este fragmento de un artículo de Javier Marías («De nociones erróneas y groseras costumbres») profundizaremos en el valor de la argumentación, porque no todas las opiniones son iguales ni tienen el mismo valor, ni todas han de ser respetadas. Debemos diferenciar entre la expresión de la opinión y el contenido de la opinión.

Lo vemos y lo oímos sin cesar en la televisión y en la radio: A opina; B combate su opinión; y entonces A acusa a B de «intolerante» y apela a su «derecho» a decir lo que quiera y a que su opinión «se respete». (Sí, estoy seguro de haber explicado esto otra vez, pero en fin...). La gente, en efecto, tiene derecho a decir (más o menos) lo que quiera. Y eso es todo: ahí se acabó su derecho, no lo tiene a nada más.

Ni siquiera a que se la escuche; menos aún a que su opinión se apruebe; en modo alguno a que se respete; en absoluto a que no se la rebata, contradiga o reproche. Y sin embargo, cada vez es mayor el número de personas que pretenden justamente eso: decir lo que les parezca y que además eso que dicen sea inatacable, indiscutible o inobjetable. La frecuentísima frase «Es una opinión como otra cualquiera, y todas hay que respetarlas» encierra dos falacias. La primera es que no todas las opiniones son iguales, ni tienen el mismo valor ni el mismo peso. Hay individuos que hablan con conocimiento de causa y otros que no; los hay que razonan bien y otros que no; los hay convincentes y los que no lo son; los hay que argumentan, sustentan sus pareceres y los hay que no. La segunda es que no todas las opiniones han de ser respetadas, en modo alguno. Lo único que se debe respetar es que cada una sea expresada, sólo eso. Una vez expresadas, todos podemos opinar a nuestra vez sobre ellas, juzgarlas, considerarlas insensatas o incompetentes, idiotas y hasta criminales (por ejemplo, nadie nos podrá pedir que respetemos la idea de que a los judíos hay que exterminarlos). Se confunde constantemente el respeto a la expresión de opiniones con el inconcebible respeto a los contenidos de las opiniones. Y no: los hay despreciables, canallescos, delictivos e imbéciles. La libertad de expresión consiste en que, aun así, pueda exponerlos el que los tenga, y también, desde luego, en que los demás podamos ir contra ellos.

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