viernes, 27 de abril de 2018

EL ALCANCE DE «LA VERDAD SOBRE EL CASO SAVOLTA»

Eduardo Mendoza en 1975
La verdad sobre el caso Savolta de Eduardo Mendoza anunció en 1975 el nuevo giro que la novela española iba a tomar en la transición democrática. La obra supuso el fin del exagerado formalismo y experimentalismo de la novela que había triunfado en los sesenta y los primeros setenta y la vuelta a una concepción del género en la que se primaba el argumento y el lenguaje narrativo, es decir, la recuperación de lo mejor de la tradición del género, desde Cervantes hasta Baroja.
A pesar de que era la novela de un joven autor novel y, por tanto, desconocido, y de que se publicó  con escasa promoción publicitaria, obtuvo el Premio de la Crítica de ese año y el aplauso de los lectores, que disfrutaron con ella.
En 1976 Juan García Hortelano, famoso novelista de la generación del 50, saludaba en el diario El País la aparición de la novela por su amenidad y por volver a recuperar el gusto por la ficción narrativa. A continuación reproduzco algunas de sus palabras que ya muestran claramente cuál iba a ser el alcance y la importancia de esta novela en la historia de nuesta literatura.
Habiendo recibido ya la atención pormenorizada de los profesionales, quizá baste con enunciar las más aparentes virtudes de esta novela: el sarcasmo, la sabia estructura, un estilo eficaz, la imaginación y esa cortesía, no tanto para el lector (que será su último beneficiario) sino para la propia historia que se cuenta, de contar todo lo bien que se puede. Ratifica su autenticidad que, con pocos más de treinta años de edad, Mendoza haya esquivado a las sirenas del ruidoso experimentalismo, las facilonerías de la modernidad y se haya esforzado en innovar lo inventado, ahorrándonos el invento puro.

La verdad sobre el caso Savolta tiene de novela, en principio, la narración de un tiempo concreto -los años de la guerra europea- y en un espacio determinado -Barcelona- [...]. Dadas estas coordenadas históricas, la imaginación se ha aplicado también a la reconstrucción, a ese artificio de la verosimilitud, que en el caso Savolta contiene escasas impropiedades. Contra lo que pueda parecer, el trabajo imaginativo de Mendoza no es paródico; ciertamente en su novela se encuentran muchos elementos -y con muy noble apariencia- de novela policiaca y de subgéneros arrabaleros (folletín, novela sentimental, cronicón), pero nunca imitados con o sin intención burlesca, sino recreados. Esa apariencia noble posiblemente se ha conseguido a partir del convencimiento de que no hay factor desechable, de que toda materia es susceptible de integrarse con materiales de probada valía. Bien avanzada la acción, gratamente prisionero el lector en el enjambre de terrorismo, luchas obreras, opresión patronal, estulticia social y peripecias amorosas, el episodio, deslumbrante, de la caravana de las laboriosas hembras propagadoras del amor libre, completa adecuadamente esta fastuosa cirugía de nuestra comunidad. A los muy sensatamente monopolizados por la estadística, la normativa constitucional, la sociología, la flora, la fauna y el politicismo, les sería provechoso dedicar unas horas a la novela de Eduardo Mendoza, donde mucho se puede aquilatar la historia repetitiva de este país en el que, no obstante, vivimos.

jueves, 26 de abril de 2018

EL PERSONAJE COLECTIVO EN «FUENTE OVEJUNA» DE LOPE DE VEGA

Uno de los rasgos más característicos de Fuente Ovejuna es la creación de un personaje colectivo, el pueblo de Fuente Ovejuna, como protagonista de la acción drmática, especialmente en el tercer acto. Si bien no es un personaje homogéneo en los dos primeros actos, en el el tercero, a partir de la escena de la junta y las palabras de Laurencia, cambia el tratamiento en la forma de presentar a los personajes del pueblo. 
A continuación podéis leer una parte del artículo «En torno a Fuente Ovejuna y su personaje colectivo» del  profesor Jesús Cañas, recogido en la web de la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, que explica cómo se crea ese personaje colectivo.
El protagonista de Fuente Ovejuna no es siempre colectivo en el argumento. Es un personaje que se colectiviza. Lope, al principio de la acción, va presentado a seres individuales, construidos sobre tópicos tipos funcionales de la comedia nueva […]. Pero, llegado un momento concreto, se produce la metamorfosis. Los contornos individuales desaparecen y el personaje colectivo emerge en toda su extensión, en toda su grandeza. Tal momento concreto se halla casi en las postrimerías de la comedia, al comienzo de la jornada tercera, cuando son incluidas las escenas de la junta, cuando se produce la intervención de Laurencia, que insulta a sus convecinos y les hace tomar conciencia de su verdadero poder como grupo, como colectividad. Antes nos encontrábamos con seres aislados, que sólo actúan como grupo para vitorear al Comendador cuando vuelve de la guerra, que sufren, uno por uno las arbitrariedades de Fernán Gómez sin que apenas hagan nada, -excepción hecha de Frondoso cuando se atreve a defender a Laurencia, y, menos, Mengo cuando defiende a Jacinta-, para remediarlo. Ahora surge el colectivo, y todos los habitantes de Fuente Ovejuna, distribuidos organizativamente en dos conjuntos, un ejército de hombres y otro de mujeres, actúan como un solo individuo para poner freno a los desmanes del Comendador, y asumen, como un solo individuo y sin fisuras, las consecuencias de sus hechos, como muy bien queda puesto de manifiesto en las investigaciones del juez pesquisidor, en las escenas de las torturas.

A partir de la creación del personaje colectivo los tipos que dieron origen a los agonistas que en él se integran pierden funcionalidad. Desaparecen los rasgos tópicos, propios del tipo funcional sobre el que se creó cada individuo, y aparece un personaje nuevo, colectivo, que es sustituto y heredero del héroe trágico tradicional, un personaje que no tiene encaje exacto en ningún tipo tópico de los que forman parte, como constituyente, de la poética del género. A partir de ese momento los agonistas construidos sobre el tipo del viejo pierden su papel tópico (Esteban, Juan Rojo, Regidores); Barrildo, sus rasgos de criado; Mengo, por regla general, los suyos de gracioso; Pascuala, los de dama y criada; Jacinta, los de dama. Las mujeres, como indica Laurencia, se transforman en soldados. Todos los habitantes de Fuente Ovejuna celebran como un solo personaje la muerte del Comendador. Todos a una adoptan el papel de héroe valiente y esforzado.
Escena de Fuente Ovejuna representada por la compañía de Antonio Gades.
Fotografía tomada de El País.

Pese a todo, la inclusión del personaje colectivo no supone la anulación completa y absoluta de todos los caracteres que los agonistas habían recibido en la primera parte del argumento. Algunos de ellos, cuando es necesario para el buen desarrollo de la acción, para el encadenamiento lógico de los sucesos, mantienen rasgos y actitudes propias del tipo sobre el que primitivamente se construyeron. Tal acontece con Esteban, que ejerce como viejo sensato cuando advierte a sus convecinos de que llegaría a Fuente Ovejuna un juez pesquisidor, y propone las medidas necesarias para superar esa prueba. O sucede con Mengo, gracioso útil, con sus intervenciones, para rebajar la tensión acumulada en la escena de las torturas y su preparación. O con Laurencia y Frondoso, dama y galán, respectivamente, en la escena de las torturas. Pero, salvo en esos casos, es la colectividad la que predomina, como queda bien puesto de manifiesto en las ya mencionadas escenas de las torturas, o en los instantes del desenlace, en los que hallamos, junto a otros individuales, un único personaje colectivo, con un portavoz también único, Esteban, que interviene ante los Reyes, representa a todos los demás, y transmite a los monarcas las razones y el pensamiento de todos.

En alguna circunstancia, ya en la parte última de la comedia, cuando el grupo es lo que se utiliza, puede aparecer algún agonista individualizado. Así ocurre con el niño destacado en el episodio de las torturas. Pero no se rompe con ello el predominio de la colectividad. El niño no es sino una concreción del personaje colectivo, como antes hemos adelantado. A él se le asigna una función muy específica, es convertido en un medio en ensalzar aún más al nuevo héroe resultante, el pueblo de Fuente Ovejuna en su conjunto, al mostrar cómo es éste un grupo compacto, sin fisuras, en el que hasta los más jóvenes, los supuestamente más débiles, se sienten absolutamente solidarios con sus mayores, comparten, voluntariamente, la responsabilidad de todos, asumen, junto a todos, el carácter admirable del nuevo protagonista conformado, y comparten junto a él las alabanzas que pueda merecer su actuación.

Sobre las diferentes interpretaciones ideológicas que ha suscitado la obra a propósito del empleo de este personaje colectivo que se rebela contra una autoridad injusta, debatiremos en clase: ¿es legítima la rebelión de los campesinos?, ¿reclaman un orden social igualitario, es decir,  sin privilegios para la nobleza?, ¿qué papel desempeñan los Reyes?, ¿tuvo un mensaje revolucionario la obra en tiempos de Lope de Vega?

jueves, 19 de abril de 2018

CELA Y LA CENSURA

Reproduzco a continuación un artículo de José Andrés Rojo aparecido en El País que trata la relación de Camilo José Cela y la censura, asunto que hemos tratado en clase. Junto al texto aparece una copia de la novela censurada, que puede leerse si se abre la imagen.

La extraña relación de Cela con la censura
El Premio Nobel padeció la maldición de los cortes cuando él mismo utilizó las tijeras para mutilar los textos de sus colegas


A Camilo José Cela le tocó padecer los rigores de la censura, como la sufrieron tantos durante el franquismo. En el capítulo cuarto de La colmena escribió, por ejemplo: “Cientos y cientos de bachilleres caen en el íntimo, delicadísimo vicio solitario”. Y el censor marcó la frase en rojo: ¡fuera! No era bueno que los lectores de la novela supieran de la existencia de semejante conducta. La Iglesia, que durante la dictadura marcaba la pauta de lo que era bueno y lo que era malo, siempre consideró pecado ese “delicadísimo vicio solitario”, así que se aplicó —sus tentáculos eran largos y firmes— para que la censura no pasara alegremente, en lo que se iba a publicar, tan abyecta práctica.
Lo sorprendente es que Cela fue también censor. Su afán por acercarse a los militares que se aplicaron a destruir a la República se inició durante la guerra. En 1938 se ofreció como voluntario para realizar otra delicadísima tarea, la de soplón: “Que queriendo prestar un servicio a la Patria adecuado a su estado físico, a sus conocimientos y a su buen deseo y voluntad, solicita el ingreso en el Cuerpo de Investigación y Vigilancia”, le decía al comisario responsable de esos asuntos. “Que habiendo vivido en Madrid y sin interrupción durante los últimos 13 años, cree poder prestar datos sobre personas y conductas que pudieran ser de utilidad”.
Debieron serlo —o no—, no se sabe con seguridad hasta qué punto se implicó. El caso es que durante los primeros años de posguerra le facilitaron unas tijeras, le pasaron un montón de publicaciones y le pagaron un sueldo por aplicarse a tachar cuanto fuera inconveniente. Tenía, pues, que sabérselas todas cuando escribió La colmena. Ahora, en el centenario del nacimiento de Cela, una nueva edición de la novela incluye todos los pasajes que suprimió la censura.
En Contra la censura, el libro en el que otro premio Nobel de Literatura reunió sus reflexiones sobre este tema, el sudafricano J. M. Coetzee reconocía que existían argumentos pragmáticos para desconfiar de la censura. “El principal de ellos es que, según mi experiencia, el remedio es peor que la enfermedad”, apuntaba. “La institución de la censura otorga poder a personas con una mentalidad fiscalizadora y burocrática que es perjudicial para la vida cultural, e incluso espiritual, de la comunidad”. Y se acordaba de John Milton, que decía que para tener censores competentes y profesionales es preciso que sean personas “por encima de lo común, a un tiempo estudiosas, sabias y sensatas”. El problema, observaba, es que ese tipo de personas jamás se dedicarían a un oficio tan tedioso y desagradable.
Camilo José Cela, que en algunas de sus obras maestras —La familia de Pascual Duarte es una de las indiscutibles— supo conquistar esa extraña sabiduría que solo alcanzan los que se atreven a sumergirse en las zonas más oscuras de la condición humana, ésas que habitualmente los regímenes represivos procuran silenciar, pasó una época tachando lo que sus colegas escribían. Es una más de las incomprensibles historias que propició el franquismo.

miércoles, 18 de abril de 2018

CELA HABLA SOBRE «LA COLMENA»

Camilo José Cela en 1948
Camilo José Cela se refirió en muchísimas ocasiones a La colmena, título emblemático de la novela española de posguerra. En sus palabras podemos observar cuál es el propósito que se trazó al escribir la novela, cómo fue su escritura, cómo abordo su estructura o qué tipo de novela quiso hacer.
En la nota que escribió como prólogo a la primera edición encontramos respuestas de primera mano a muchas de estas cuestiones.


Mi novela La colmena, primer libro de la serie Caminos inciertos, no es otra cosa que un pálido reflejo, que una humilde sombra de la cotidiana, áspera, entrañable y dolorosa realidad.

Mienten quienes quieren disfrazar la vida con la máscara loca de la literatura. Ese mal que corroe las almas; ese mal que tiene tantos nombres como queramos darle, no puede ser combatido con los paños calientes del conformismo, con la cataplasma de la retórica y de la poética.

Esta novela mía no aspira a ser más -ni menos, ciertamente- que un trozo de vida narrado paso a paso, sin reticencias, sin extrañas tragedias, sin caridad, como la vida discurre, exactamente como la vida discurre. Queramos o no queramos. La vida es lo que vive -en nosotros o de nosotros-; nosotros no somos más que su vehículo, su excipiente como dicen los boticarios.
Cela en el rodaje de la versión
cinematográfica de la novela en 1982

Pienso que hoy no se puede novelar más -mejor o peor- que como yo lo hago. Si pensase lo contrario, cambiaría de oficio.

Mi novela -por razones particulares- sale en la República Argentina; los aires nuevos -nuevos para mí- creo que hacen bien a la letra impresa. Su arquitectura es compleja, a mí me costó mucho trabajo hacerla. Es claro que esta dificultad mía tanto pudo estribar en su complejidad como en mi torpeza. Su acción discurre en Madrid -en 1942- y entre un torrente, o una colmena, de gentes que a veces son felices, y a veces, no. Los ciento sesenta personajes* que bullen -no corren- por sus páginas, me han traído durante cinco largos años por el camino de la amargura. Si acerté con ellos o con ellos me equivoqué, es cosa que deberá decir el que leyere.

La novela no sé si es realista, o idealista, o naturalista, o costumbrista, o lo que sea. Tampoco me preocupa demasiado. Que cada cual le ponga la etiqueta que quiera; uno ya está hecho a todo.



(*) Nota del Editor. Se trata de un cálculo muy modesto por parte del autor; en el censo que figura en el presente volumen, José Manuel Caballero Bonald recuenta doscientos noventa y seis personajes imaginarios y  cincuenta personajes reales; en total, trescientos cuarenta y seis.