Reproduzco a continuación un artículo de José Andrés Rojo aparecido en El País que trata la relación de Camilo José Cela y la censura, asunto que hemos tratado en clase. Junto al texto aparece una copia de la novela censurada, que puede leerse si se abre la imagen.
La extraña relación de Cela
con la censura
El Premio Nobel padeció la maldición de los cortes
cuando él mismo utilizó las tijeras para mutilar los textos de sus colegas
A Camilo José Cela le tocó
padecer los rigores de la censura, como la sufrieron tantos durante el
franquismo. En el capítulo cuarto de La
colmena escribió, por ejemplo: “Cientos y cientos de bachilleres
caen en el íntimo, delicadísimo vicio solitario”. Y el censor marcó la frase en
rojo: ¡fuera! No era bueno que los lectores de la novela supieran de la
existencia de semejante conducta. La Iglesia, que durante la dictadura marcaba
la pauta de lo que era bueno y lo que era malo, siempre consideró pecado ese
“delicadísimo vicio solitario”, así que se aplicó —sus tentáculos eran largos y
firmes— para que la censura no pasara alegremente, en lo que se iba a publicar,
tan abyecta práctica.
Lo sorprendente es que Cela
fue también censor. Su afán por acercarse a los militares que se aplicaron a
destruir a la República se inició durante la guerra. En 1938 se ofreció como
voluntario para realizar otra delicadísima tarea, la de soplón: “Que queriendo
prestar un servicio a la Patria adecuado a su estado físico, a sus
conocimientos y a su buen deseo y voluntad, solicita el ingreso en el Cuerpo de
Investigación y Vigilancia”, le decía al comisario responsable de esos asuntos.
“Que habiendo vivido en Madrid y sin interrupción durante los últimos 13 años,
cree poder prestar datos sobre personas y conductas que pudieran ser de
utilidad”.
Debieron serlo —o no—, no se
sabe con seguridad hasta qué punto se implicó. El caso es que durante los
primeros años de posguerra le facilitaron unas tijeras, le pasaron un montón de
publicaciones y le pagaron un sueldo por aplicarse a tachar cuanto fuera
inconveniente. Tenía, pues, que sabérselas todas cuando escribió La colmena. Ahora, en el
centenario del nacimiento de Cela, una nueva edición de la novela incluye todos
los pasajes que suprimió la censura.
En Contra la censura, el libro
en el que otro premio Nobel de Literatura reunió sus reflexiones sobre este
tema, el sudafricano J. M. Coetzee reconocía que existían argumentos
pragmáticos para desconfiar de la censura. “El principal de ellos es que, según
mi experiencia, el remedio es peor que la enfermedad”, apuntaba. “La
institución de la censura otorga poder a personas con una mentalidad
fiscalizadora y burocrática que es perjudicial para la vida cultural, e incluso
espiritual, de la comunidad”. Y se acordaba de John Milton, que decía que para
tener censores competentes y profesionales es preciso que sean personas “por
encima de lo común, a un tiempo estudiosas, sabias y sensatas”. El problema,
observaba, es que ese tipo de personas jamás se dedicarían a un oficio tan
tedioso y desagradable.
Camilo José Cela, que en
algunas de sus obras maestras —La
familia de Pascual Duarte es una de las indiscutibles— supo
conquistar esa extraña sabiduría que solo alcanzan los que se atreven a
sumergirse en las zonas más oscuras de la condición humana, ésas que
habitualmente los regímenes represivos procuran silenciar, pasó una época
tachando lo que sus colegas escribían. Es una más de las incomprensibles
historias que propició el franquismo.
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