jueves, 27 de febrero de 2020

PARA LA LIBERTAD


Para la libertad me desprendo a balazos
de los que han revolcado su estatua por el lodo.
Y me desprendo a golpes de mis pies, de mis brazos
de mi casa, de todo.
Porque donde unas cuencas vacías amanezcan,
ella pondrá dos piedras de futura mirada
y hará que nuevos brazos y nuevas piernas crezcan
en la carne talada.
Retoñarán aladas de savia sin otoño
reliquias de mi cuerpo que pierdo en cada herida.
Porque soy como el árbol talado, que retoño:
porque aún tengo la vida.
Miguel Hernández

Los políticos silencian en muchas ocasiones las palabras de los escritores. En estos días hemos asistido a un acto tremendamente ignominioso, la retirada de los versos de Miguel Hernández, que abren esta entrada, del memorial de las víctimas de la Guerra Civil en el cementerio de La Almudena de Madrid. José Luis Ferris, el biógrafo del poeta, escribió este artículo en El País, que comparto con los lectores del blog, recordando las penalidades de Miguel Hernández en sus últimos meses de vida y los distintos intentos de silenciar su palabra en la reciente historia de España. Porque como también afirmó la poeta Elvira Sastre en otro artículo que denunciaba este suceso, «si hay algo peor que un poema que no se escribe es un poema que se borra».



Para la libertad

El alcalde de Madrid ha condenado de nuevo al poeta Miguel Hernández al viejo silencio 



Son las cinco y media de la mañana. Hoy es sábado 28 de marzo de 1942 y en la enfermería de la prisión todo huele a yodo, a silencio y a final. Según hace constar el jefe de los Servicios Médicos del reformatorio de adultos de Alicante, acaba de fallecer “el recluso hospitalizado en esta Enfermería, Miguel Hernández Gilabert, a consecuencia de Fimia pulmonar. Ha recibido los Auxilios Espirituales”. El cadáver, sin embargo, tiene los ojos abiertos como dos piedras azules. Nadie, ni el enfermero de imaginaria Vicente Beneyto ni el auxiliar Blas Parreño, que se encargan de amortajarlo, logran cerrarlos.

Para algunos, el hombre que acaba de morir es, en el fondo, un tipo afortunado. El 18 de enero de 1940, el Tribunal del Consejo de Guerra Permanente número 5 de Madrid le había condenado a la pena de muerte por “un delito de adhesión a la rebelión militar”, sentencia que debía aplicarse en un máximo de seis meses y que, por la oportuna intervención de José María de Cossío, el doctor Eusebio Oliver, el general Varela y el escritor falangista Rafael Sánchez Mazas, le fue conmutada por la de 30 años y un día.

Lo demás fueron cárceles (Huelva, Sevilla, Torrijos, Orihuela, Conde de Toreno, Palencia, Ocaña, Albacete, Alicante...) y poemas hondamente humanos escritos entre muros y hambre; penas y palabras “para morirse un día”, un 28 de marzo de 1942, con los ojos abiertos.

Han pasado 78 años desde aquella ignominia. Muchos verdugos de entonces creyeron que, muerto el poeta, se acabó el peligro, se acabó el pensamiento, se acabó la tentación de combatir por algo tan contagioso y corrosivo como la libertad. Pasaron décadas sin él. Prohibieron su nombre, sus poemas, sus libros, su historia necesaria. En el nicho 1.009 del cementerio de Alicante germinó durante años un fecundo silencio, un olvido en acecho. Y la tierra se abrió en el 69, en el 72, en un tiempo cargado de futuro: Paco Ibáñez, Serrat, Gerena, Víctor Jara, Menese, Los Lobos, Jarcha..., todos al rescate de un poeta tan ofensivo aún, tan nocivo y repudiado por los últimos ogros de la dictadura, por los sicarios del miedo.

Cuando murió el Generalísimo, las Nanas de la cebolla y El niño yuntero volvieron a nacer. Regresaron y se expandieron. Descubrimos la obra y la aventura desdichada de un poeta que nos habían robado de la memoria. Su ejemplo de vida, su dignidad, iluminó corazones y caminos. Y no tardamos nada en descubrir que, a pesar de los años, sus versos seguían vivos en el tiempo, que había un Miguel para todos: para el último desesperado de la tierra, para los niños explotados en cualquier rincón del mundo, para los enamorados que se buscan a ciegas, para los pobres de pan, para los ricos de alma, para los que viven y mueren con la cabeza muy alta, para los que defienden la alegría a dentelladas secas y calientes.

Hace unos días, para vergüenza de un tiempo y de un país, el miedo ha regresado: el miedo a unos versos y a un poeta, a que la palabra libertad vuelva a estar de moda, con el peligro que encierra y la de problemas que arrastra. Ochenta años después, en la misma ciudad donde, sin la menor garantía jurídica, se le condenó a la pena capital, se aparta a Miguel Hernández de un espacio y de un memorial donde su voz y su ejemplo se prometían necesarios.

¿Qué capítulo nos hemos perdido para vernos de nuevo en el pasado? ¿Estamos asistiendo a otra obscena ceremonia de la venganza? ¿Cómo entender, en pleno siglo XXI, tan lejos de ese tiempo abyecto, innoble, encarnizado, que el actual gobierno del Ayuntamiento de Madrid condene de nuevo al escritor de Orihuela a aquel viejo silencio?

La respuesta está en el viento, en ese Viento del pueblo que escribió el poeta y que tanto indignó a sus verdugos, a quienes acabaron con él y, sobre todo, a quienes ahora le condenan con la misma ignorancia, en un patético alarde de poder y autoridad tan rancio que pone al descubierto el viejo verso de Machado: “Desprecian cuanto ignoran”.

Dejar los versos del poema El herido fuera de un proyecto limpio y justo, lejos de la memoria de 2.937 fusilados y de millones de almas que visitarán durante años o siglos el cementerio de la Almudena es un error y un insulto contra la sensibilidad y contra la inteligencia. Tarde o temprano —siempre nos queda la esperanza—, el alcalde y sus correligionarios lo verán, pero la afrenta está hecha y la ceguera es profunda.

Estábamos convencidos de que la muerte de Miguel Hernández en una prisión franquista la mañana del 28 de marzo de 1942 no acabó con su voz, de que su obra es un patrimonio nuestro y luminoso. Creíamos que el pastor de Orihuela era ya un poeta necesario y que volver a sus versos y a su vida suponía, en cierto modo, regresar a nosotros mismos, al lugar exacto de nuestra conciencia y de nuestra memoria. Eso creíamos. Pero corren tiempos extraños y la palabra libertad anda asustada, asustada y en alerta como entonces.

viernes, 21 de febrero de 2020

«CLARÍN» HABLA SOBRE GALDÓS Y LA NOVELA, LA ÉPICA DEL SIGLO XIX

Tomado de www.cervantesvirtual.com
Leopoldo Alas «Clarín», además de novelista, fue uno de los críticos literarios más importantes de las últimas décadas del siglo XIX. En estas líneas, sacadas de su estudio sobre Benito Pérez Galdós, nos habla sobre la idea de la novela como género narrativo propio del siglo en el que ellos están viviendo y creando. «Clarín» ya vislumbraba la trascendencia de las novelas de Galdós porque se basaban en ese concepto de épica que es capaz de crear personajes que no tienen que compartir en principio nada con su autor, que no hablan directamente de él. Esta creación de la realidad es base de la novela realista a la que se llamó la épica del siglo XIX. La novela no ha dejado de ser desde entonces el género narrativo preferido en la modernidad y la posmodernidad.

Se ha dicho, en general con razón, que la novela es la épica del siglo, y entre las clases varias de novela, ninguna tan épica, tan impersonal como esta narrativa y de costumbres que Galdós cultiva, y que es hasta ahora la que ha producido más obras maestras y a la que se han consagrado principalmente los más grandes novelistas. El que lo es de este género es... todo lo contrario de un Lord Byron, el cual como se ha dicho hasta la saciedad, y con razón en conjunto, viene a hablar de sí mismo en casi todas sus obras, y es, según frase de un crítico, como un torrente profundo que borre entre altas paredes de peñascos, en un cauce estrecho. Se ha dicho también que el gran arte es, en suma, crear almas, y se puede añadir: para el novelista propiamente épico, crear almas... pero no a su imagen y semejanza. Adán se parece a Jehová Eloím demasiado, o tal vez más exactamente, Jehová se parece demasiado a Adán; aquí hay lirismo. En la novela como la escribe casi siempre Balzac, o Zola, o Daudet, y aun Tolstoi, o Gogol... o Dickens (aunque este es más lírico), o Galdós, por muy sutil que sea el análisis que se aplica a encontrar el alma del autor, en la de los personajes, hay que reconocer que los más de estos nada tienen que ver con la realidad psicológica del que los inventó. Cierto es que el artista, aun el más épico, siempre saca mucho de sí, se copia, se recuerda, pero también existe el altruismo artístico, la facultad de trasportar la fantasía con toda fuerza, con todo amor, a creaciones por completo trascendentales, que representan tipos diferentes, en cuanto cabe diferencia, del que al autor pudiera representar más aproximadamente. Esta facultad, que es de las más preciosas en grandes novelistas de este género, en los poetas épicos, en los grandes historiadores, y en los grandes pensadores y políticos, esta facultad la posee Galdós en grado que alcanzan pocos, y es, con la gran imparcialidad de su espíritu sereno (en cuanto cabe) lo que más contribuirá a dar larga vida a sus obras.

martes, 11 de febrero de 2020

MARÍA MOLINER, TENDIENDO PALABRAS

«El diccionario de la Academia es el diccionario de la autoridad. En el mío no se ha tenido en cuenta la autoridad. Si yo me pongo a pensar qué es mi diccionario me acomete algo de presunción: es un diccionario único en el mundo»

María Moliner

María Moliner vista por la ilustradora Isabel Ruiz Ruiz en Mujeres (2), una serie de obras muy recomendable.
Quiero compartir con los lectores del blog el estupendo programa de Imprescindibles de RTVE que se emitió el domingo pasado y se dedicó a María Moliner, la filóloga y lexicógrafa aragonesa. Es la autora del Diccionario de uso del español, un diccionario único en nuestra lengua al que dedicó quince años en su elaboracion.



Completo la entrada con el artículo de García Márquez sobre María Moliner, la académica sin sillón, que se recuerda en el documental.

La mujer que escribió un diccionario

Gabriel García Márquez

Hace tres semanas, de paso por Madrid, quise visitar a María Moliner. Encontrarla no fue tan fácil como yo suponía: algunas personas que debían saberlo ignoraban quién era, y no faltó quien la confundiera con una célebre estrella de cine. Por fin logré un contacto con su hijo menor, que es ingeniero industrial en Barcelona, y él me hizo saber que no era posible visitar a su madre por sus quebrantos de salud. Pensé que era una crisis momentánea y que tal vez pudiera verla en un viaje futuro a Madrid. Pero la semana pasada, cuando ya me encontraba en Bogotá, me llamaron por teléfono para darme la mala noticia de que María Moliner había muerto. Yo me sentí como si hubiera perdido a alguien que sin saberlo había trabajado para mí durante muchos años.María Moliner -para decirlo del modo más corto- hizo una proeza con muy pocos precedentes: escribió sola, en su casa, con su propia mano, el diccionario más completo, más útil, más acucioso y más divertido de la lengua castellana. Se llama Diccionario de uso del español, tiene dos tomos de casi 3.000 páginas en total, que pesan tres kilos, y viene a ser, en consecuencia, más de dos veces más largo que el de la Real Academia de la Lengua, y -a mi juicio- más de dos veces mejor. María Moliner lo escribió en las horas que le dejaba libre su empleo de bibliotecaria, y el que ella consideraba su verdadero oficio: remendar calcetines. Uno de sus hijos, a quien le preguntaron hace poco cuántos hermanos tenía, contestó: «Dos varones, una hembra y el diccionario». Hay que saber cómo fue escrita la obra para entender cuánta verdad implica esa respuesta.
María Moliner nació en Paniza, un pueblo de Aragón, en 1900. O, como ella decía con mucha propiedad: «En el año cero». De modo que al morir había cumplido los ochenta años. Estudió Filosofía y Letras en Zaragoza y obtuvo, mediante concurso, su ingreso al Cuerpo de Archiveros y Bibliotecarios de España. Se casó con don Fernando Ramón y Ferrando, un prestigioso profesor universitario que enseñaba en Salamanca una ciencia rara: base física de la mente humana. María Moliner crió a sus hijos como toda una madre española, con mano firme y dándoles de comer demasiado, aun en los duros años de la guerra civil, en que no habla mucho que comer. El mayor se hizo médico investigador, el segundo se hizo arquitecto y la hija se hizo maestra. Sólo cuando el menor empezó la carrera de ingeniero industrial, María Moliner sintió que le sobraba demasiado tiempo después de sus cinco horas de bibliotecaria, y decidió ocuparlo escribiendo un diccionario. La idea le vino del Learner's Dictionary, con el cual aprendió el inglés. Es un diccionario de uso; es decir, que no sólo dice lo que significan las palabras, sino que indica también cómo se usan, y se incluyen otras con las que pueden reemplazarse. «Es un diccionario para escritores», dijo María Moliner una vez, hablando del suyo, y lo dijo con mucha razón. En el diccionario de la Real Academia de la Lengua, en cambio, las palabras son admitidas cuando ya están a punto de morir, gastadas por el uso, y sus definiciones rígidas parecen colgadas de un clavo. Fue contra ese criterio de embalsamadores que María Moliner se sentó a escribir su diccionario en 1951. Calculó que lo terminaría en dos años, y cuando llevaba diez todavía andaba por la mitad. «Siempre le faltaban dos años para terminar», me dijo su hijo menor. Al principio le dedicaba dos o tres horas diarias, pero a medida que los hijos se casaban y se iban de la casa le quedaba más tiempo disponible, hasta que llegó a trabajar diez horas al día, además de las cinco de la biblioteca. En 1967 -presionada sobre todo por la Editorial Gredos, que la esperaba desde hacía cinco años- dio el diccionario por terminado. Pero siguió haciendo fichas, y en el momento de morir tenía varios metros de palabras nuevas que esperaba ver incluidas en las futuras ediciones. En realidad, lo que esa mujer de fábula había emprendido era una carrera de velocidad y resistencia contra la vida.
Su hijo Pedro me ha contado cómo trabajaba. Dice que un día se levantó a las cinco de la mañana, dividió una cuartilla en cuatro partes iguales y se puso a escribir fichas de palabras sin más preparativos. Sus únicas herramientas de trabajo eran dos atriles y una máquina de escribir portátil, que sobrevivió a la escritura del diccionario. Primero trabajó en la mesita de centro de la sala. Después, cuando se sintió naufragar entre libros y notas, se sirvió de un tablero apoyado sobre el respaldar de dos sillas. Su marido fingía una impavidez de sabio, pero a veces medía a escondidas las gavillas de fichas con una cinta métrica, y les mandaba noticias a sus hijos. En una ocasión les contó que el diccionario iba ya por la última letra, pero tres meses después les contó, con las ilusiones perdidas, que había vuelto a la primera. Era natural, porque María Moliner tenía un método infinito: pretendía agarrar al vuelo todas las palabras de la vida. «Sobre todo las que encuentro en los periódicos», dijo en una entrevista. «Porque allí viene el idioma vivo, el que se está usando, las palabras que tienen que inventarse al momento por necesidad». Sólo hizo una excepción: las mal llamadas malas palabras, que son muchas y tal vez las más usadas en la España de todos los tiempos. Es el defecto mayor de su diccionario, y María Moliner vivió bastante para comprenderlo, pero no lo suficiente para corregirlo.
Pasó sus últimos años en un apartamento del norte de Madrid, con una terraza grande, donde tenía muchos tiestos de flores, que regaba con tanto amor como si fueran palabras cautivas. Le complacían las noticias de que su diccionario había vendido más de 10.000 copias, en dos ediciones, que cumplía el propósito que ella se había impuesto y que algunos académicos de la lengua lo consultaban en público sin ruborizarse. A veces le llegaba un periodista desperdigado. A uno que Ie preguntó por qué no contestaba las numerosas cartas que recibía le contestó con más frescura que la de sus flores: «Porque soy muy perezosa». En 1972 fue la primera mujer cuya candidatura se presentó en la Academia de la Lengua, pero los muy señores académicos no se atrevieron a romper su venerable tradición machista. Sólo se atrevieron hace dos años, y aceptaron entonces la primera mujer, pero no fue María Moliner. Ella se alegró cuando lo supo, porque le aterrorizaba la idea de pronunciar el discurso de admisión. «¿Qué podía decir yo», dijo entonces, «si en toda mi vida no he hecho más que coser calcetines?».

viernes, 7 de febrero de 2020

¿QUÉ ENSEÑAR EN CLASE DE LENGUA?

En este mundo cambiante en el que vivimos siempre nos persigue la pregunta de ¿qué tenemos que enseñar? Los pedagógos nos señalan que las escuelas deberían dedicarse a enseñar «las cuatro ces»: pensamiento crítico, comunicación, colaboración y creatividad; tendrían que restar importancia a las habilidades técnicas y hacer hincapié en las habilidades de uso general para la vida. Como apunta Yuval Noah Harari en 21 lecciones para el siglo XXI, «lo más importante de todo será la capacidad de habérselas con el cambio, de aprender nuevas cosas y de mantener el equilibrio mental en situaciones con las que no estemos familiarizados. Para estar a la altura del mundo de 2050, necesitaremos no solo inventar nuevas ideas y productos: sobre todo necesitaremos reiventarnos una y otra vez». 
Esta es la gran tarea de la educación para los años venideros. Desde luego, desde las clases de Lengua trataremos de reinventarnos y de contribuir a fomentar el pensamiento crítico, la expresión oral y escrita en sus diferentes formas, el trabajo en grupo, la creatividad y la capacidad de innovación.