viernes, 2 de junio de 2023

SESQUICENTENARIO DE "TRAFALGAR" DE GALDÓS

 

Portada de 1882
Acabamos de leer en 1º de Bachillerato Trafalgar de Benito Pérez Galdós, en el año en que se cumple el ciento cincuenta aniversario de su redacción y publicación. Trafalgar, escrita durante los dos primeros meses de 1873, es la novela que inicia el portentoso proyecto narrativo de los Episodios Nacionales. Los Episodios Nacionales son la historia novelada de los acontecimientos históricos más importantes del siglo XIX en la vida de los españoles. Con ellos Galdós pretendía explicar a sus coetáneos las raíces de los conflictos políticos de su tiempo.

En esta entrada, a partir de las palabras del propio Galdós, nos acercaremos a algunas de las claves para interpretar mejor la lectura de Trafalgar: la génesis de la obra, su propósito de novelar la historia, la forma autobiográfica elegida para las novelas de la primera serie de los Episodios y el trasfondo pacifista de la novela.

En sus Memorias de un desmemoriado nos contó la génesis de su proyecto:  

A mediados del 72 [...] me encuentro que, sin saber por qué sí ni por qué no, preparaba una serie de novelas históricas, breves y amenas. Hablaba yo de esto con mi amigo Albareda, y como le indicase que no sabía qué título poner a esa serie de obritas, José Luis me dijo: ―Bautice usted esas obritas con el nombre de Episodios Nacionales. Y cuando me preguntó en qué época pensaba iniciar la serie, brotó de mis labios, como una obsesión del pensamiento, la palabra Trafalgar.

Galdós se propuso novelar la historia, esto es, contar la historia grande, pero sin olvidar la pequeña historia, lo que Unamuno después llamó la intrahistoria. La historia es una obra colectiva, no una suma de individuos excelsos. Galdós incorporó en la historia la vida cotidiana del pueblo anónimo. En el episodio El equipaje del rey nos lo dejó dicho muy claramente:

¿Por qué hemos de ver la Historia en los bárbaros fusilazos de algunos millares de hombres que se mueven como máquinas a impulsos de una ambición superior, y no hemos de verla en las ideas y en los sentimientos de ese joven oscuro? ¡Si en la Historia no hubiera más que batallas; si sus únicos actores fueran las personas célebres, cuán pequeña sería! Está en el vivir lento y casi siempre doloroso de la sociedad, en lo que hacen todos y en lo que hace cada uno. En ella nada es indigno de la narración, así como en la naturaleza no es menos digno el estudio del olvidado insecto que la inconmensurable arquitectura del mundo.

Los libros que forman la capa papirácea de este siglo, como dijo un sabio, nos vuelven locos con su mucho hablar de los grandes hombres, de si hicieron esto o lo otro, o dijeron tal o cual cosa. Sabemos por ellos las acciones culminantes, que siempre son batallas, carnicerías horrendas o empalagosos cuentos de reyes y dinastías, que agitan al mundo con sus riñas o con sus casamientos, y entre tanto la vida íntima permanece oscura, olvidada, sepultada. Reposa la sociedad en el inmenso osario sin letreros ni cruces ni signo alguno; de las personas no hay memoria, y solo tienen estatuas y cenotafios los vanos personajes. Pero la posteridad quiere registrarlo todo: excava, revuelve, escudriña, interroga los olvidados huesos sin nombre; no se contenta con saber de memoria todas las picardías de los inmortales, desde César hasta Napoleón, y deseando ahondar lo pasado, quiere hacer revivir ante sí a otros grandes actores del drama de la vida, a aquellos para quienes todas las lenguas tienen un vago nombre, y la nuestra llama Fulano y Mengano.

Para relatarnos los episodios de la primera serie, Galdós eligió la forma autobiográfica, a la que renunció años más tarde al considerarla insatisfactoria para su proyecto narrativo.

En la primera serie adopté la forma autobiográfica, que tiene por sí mucho atractivo y favorece la unidad; pero impone cierta rigidez de procedimiento y pone mil trabas a las narraciones largas. […] Ya que hablo de mis culpas, no ocultaré la principal en estos diez libros, fruto de dos años de incesante trabajo, y es que con mi habitual imprevisión adopté la forma autobiográfica, la cual, si bien no carece de encanto, tiene grandísimos inconvenientes para una narración larga, y no puede de modo alguno sostenerse en el género novelesco-histórico, donde la acción y trama se construyen con multitud de sucesos que no debe alterar la fantasía, y con personajes de existencia real. Únanse a esto las escenas y tipos que el novelista tiene que sacar de sus propios talleres; establézcase la necesidad de que los acontecimientos históricos ocurridos en los palacios, en los campos de batalla, en las asambleas, en los clubs, en mil sitios diversos y de no libre elección para el autor, han de pasar ante los ojos de un solo personaje, narrador obligado e indispensable de tan diversos hechos en período de tiempo larguísimo y en diferentes ocasiones y lugares, y se comprenderá que la forma autobiográfica es un obstáculo constante a la libertad del novelista y a la puntualidad del historiador. Conociendo por experiencia las grandes trabas de esta forma, semejantes sin duda a las que pone en la literatura dramática la unidad inalterable y fundamental del espectador y de la escena, la evitaré en lo sucesivo.

Quizás tenga ella la culpa de que no lograra yo siempre una perfecta combinación entre la historia y la novela. Dada la estructura auto-biográfica, es indispensable que el narrador sea constantemente protagonista y figura principal en todo lo que narra. ¿Podía esto suceder así en lo que acaba de leerse? Los acontecimientos históricos tienen sus figuras propias, y no es posible dar a un desconocido intruso papeles que no le corresponden. En la narración libre, la tarea es mucho más fácil, porque el campo es inmenso, y las figuras verídicas, así como las ideales, pueden desarrollarse convenientemente sin perjudicarse unas a otras.

Durante la lectura de Trafalgar, junto a las escenas narrativas llenas de gran dinamismo, las extraordinarias descripciones de ambientes y personajes y las jugosas conversaciones de sus protagonistas, asistimos también a las reflexiones y meditaciones del narrador, Gabriel Araceli, que en forma de digresión, nos habla del patriotismo, del heroísmo y de la guerra. Sobre el absurdo de la guerra, aparte de las palabras de Gabriel, resultará interesante escuchar las palabras de Santiuste, un personaje muy tolstiano del episodio Aita Tettauen:

¡Matar hombre a hombre! ¿Y yo adoré esto, y yo rendí culto a tales brutalidades y las llamé glorias? ¡Glorias! ¿No es verdad, amigo mío, que muchas palabras de constante uso no son más que falsificaciones de las ideas? El lenguaje es el gran encubridor de las corruptelas del sentido moral, que desvían a la humanidad de sus verdaderos fines... […] También te digo que en principio, fíjate bien, en principio, creo que la guerra es un mal, y que sería muy bueno que llegáramos a la paz universal y perpetua...

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