jueves, 24 de marzo de 2022

EL ESTUDIANTE BAROJA

Rescato del jugoso libro Juventud, egolatría,  de Pío Baroja, autor al que empezamos a conocer en 4º de ESO, unas palabras sobre sus recuerdos como estudiante. Su experiencia biográfica seguro que nos suscita recuerdos de nuestra vida escolar para los mayores o comentarios divertidos para los más jóvenes. Las anécdotas que cuenta también espolearán la reflexión sobre la labor de los docentes en la actualidad.

Como estudiante, yo he sido siempre medianillo, más bien tirando a malo que a otra cosa. No tenía gran afición a estudiar, verdad que no comprendía bien lo que estudiaba.

Yo, por ejemplo, no he sabido lo que quería decir pretérito hasta años después de acabar la carrera; así he repetido varias veces que el pretérito perfecto era así, y el imperfecto de este otro modo, sin comprender que aquella palabra pretérito quería decir pasado, muy pasado en un caso y menos pasado en otros.   

Atravesar por dos años de gramática latina, dos de francesa y uno de alemana, sin enterarse de lo que significa pretérito, tiene que indicar dos cosas: o una gran estupidez o un sistema de instrucción deplorable. Claro que yo me inclino a esta segunda solución. 

En el Doctorado, estudiando Análisis químico, oí a un alumno, ya médico, decir que el cinc era un metal que contenía mucho hidrógeno. Cuando el profesor quiso sacarlo del aprieto, se vio que el futuro doctor no tenía idea de lo que es un cuerpo simple. Este compañero, que sin duda sentía tan poca afición por la química como yo por la gramática, no había podido coger en su carrera el concepto de un cuerpo simple, como yo no había llegado a saber lo que era pretérito. 

Respecto a mí, y creo que a todos les pasará lo mismo, nunca he podido aprender aquellas cosas por las cuales no he tenido afición. 

Es probable también que yo haya sido hombre de un desarrollo espiritual lento.

Como memoria, he tenido siempre poca. Afición al estudio, ninguna; la Historia Sagrada y las demás historias, el latín, el francés, la retórica y la Historia natural, no me gustaron nada. Únicamente me gustó un poco la geometría y la física. 

El bachillerato me dejó dos o tres ideas en la cabeza, y me lancé a estudiar una carrera como quien toma una pócima amarga.

En mi novela El Árbol de la Ciencia, he pintado una contrafigura mía, dejando la parte psicológica y cambiando el medio ambiente del protagonista, la familia y alguna que otra cosa.

Además de los defectos que he pintado en mi tipo, tenía yo un instinto de pigricia y de haraganería que no me cabía en el cuerpo.

Algunos me decían: Ahora es el momento de estudiar; luego será el de divertirse, y después vendrá el de ganar dinero.

Yo necesitaba estos tres tiempos y otros trescientos que hubiera tenido para no hacer nada.

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