Se miraron de ventanilla a ventanilla en dos trenes que iban en dirección contraria; pero la fuerza del amor es tanta que de pronto los dos trenes comenzaron a correr en el mismo sentido.
Ramón Gómez de la Serna, Greguerías
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Comparto con los lectores del blog unos microrrelatos de Ramón Gómez de la Serna, el autor que nunca deja de sorprendernos por su creatividad. Los he leído en la página del Centro Virtual Cervantes y me han parecido un complemento estupendo a todas las greguerías leídas en clase o a todas las greguerías publicadas en el blog. Están entresacados de sus obras Caprichos y Los muertos y las muertas y otras fantasmagorías y seguro que no os dejan indiferentes.
Traspaso de los sueños
De pronto dejó de tener pesadillas y
se sintió aliviado, pues habían llegado ya a ser una proyección obsedante en
las paredes de su alcoba.
Descansado y tranquilo en su sillón de
lectura, el criado le anunció que quería verle el señor de arriba.
Como para la visita de un vecino no
debe haber dilaciones que valgan, le hizo pasar y escuchó su incumbencia:
—Vengo porque me ha traspasado usted
sus sueños.
—¿Y en qué lo ha podido notar?
—Como vecinos antiguos que somos, sé
sus costumbres, sus manías y sobre todo sé su nombre, el nombre titular de
los sueños que me agobian a mí, que no solía soñar... Aparecen paisajes,
señoras, niños con los que nunca tuve que ver...
—¿Pero cómo ha podido pasar eso?
—Indudablemente, como los sueños suben
hacia arriba como el humo, han ascendido a mi alcoba, que está encima de la
suya...
—¿Y qué cree usted que podemos hacer?
—Pues cambiar de piso durante unos
días y ver si vuelven a usted sus sueños.
Le pareció justo, cambiaron, y a los
pocos días los sueños volvieron a su legítimo dueño.
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La mano
El doctor Alejo murió asesinado. Indudablemente, murió
estrangulado.
Nadie había entrado en la casa, indudablemente nadie, y aunque
el doctor dormía con el balcón abierto, por higiene, era tan alto su piso,
que no era de suponer que por allí hubiese entrado el asesino.
La Policía no encontraba la pista de aquel crimen, y ya iba a
abandonar el asunto, cuando la esposa y la criada del muerto acudieron
despavoridas a la Jefatura. Saltando de lo alto de un armario había caído
sobre la mesa, las había «mirado», las había «visto», y después había huido
por la habitación, una mano solitaria y viva como una araña. Allí la habían
dejado encerrada con llave en el cuarto.
Llena de terror, acudió la Policía y el juez. Era su deber.
Trabajo les costó cazar la mano, pero la cazaron, y todos le agarraron un
dedo, porque era vigorosa como si en ella radicase junta toda la fuerza de un
hombre fuerte.
¿Qué hacer con ella? ¿Qué luz iba a arrojar sobre el suceso?
¿Cómo sentenciarla? ¿De quién era aquella mano?
Después de una larga pausa, al juez se le ocurrió darle la
pluma para que declarase por escrito. La mano, entonces, escribió: «Soy la
mano de Ramiro Ruiz, asesinado vilmente por el doctor en el hospital, y
destrozado con ensañamiento en la sala de disección. He hecho justicia.»
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Choque de trenes
El choque de trenes había sido terrible, violentísimo,
sangriento. Nadie se explicaba cómo había podido suceder. Todas las señales
habían sido hechas y las agujas habían funcionado bien.
Nadie se lo explicaba, pero era bien sencillo. Las dos
máquinas, llenas de una ferviente sensualidad, se habían querido montar.
Estaban cansadas de verse de lejos y de no verse en el vértigo de los cruces,
cuando más cerca estaban; estaban cansadas de llamarse con pitidos, de
desearse con nostalgia; y como el celo de las máquinas es mayor que el
terrible celo de los elefantes y los camellos, se habían querido montar, pero
precisamente su celo, por lo terrible y lo impetuoso que es, es catastrófico
y final.
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