Os dejo otra reflexión sobre los poetas del grupo del 27 en su nonagésimo aniversario. Estos días se cumplen noventa años del homenaje que los escritores de esta generación hicieron a Luis de Góngora, autor por entonces ninguneado por la cultura oficial representada en la Real Academia Española, y algunos medios nos lo han recordado. Este artículo del escritor Sergio del Molino, aparecido en el diario digital ctxt, reivindica el significado del grupo en la cultura española por haber sabido ensamblar perfectamente lo tradicional y lo vanguardista, aspecto que ya comentamos en clase varias veces, por haber superado los límites de lo nacional y por haber abierto nuevos caminos de expresión artística.
Por otro 27
16 de Diciembre de 2017
Se va el año sin que hayamos hablado de otro año, hace
noventa, que duele como espejo del actual. En 1927, un grupo de poetas aún
pipiolos se reunió en Sevilla para celebrar a Góngora en el tercer centenario
de su muerte. Aunque hubo quien se lo tomó en serio (como Dámaso Alonso, que
fue el traductor del verso gongorino a un castellano comprensible), el acto
tenía mucho de jarana y burla, como casi todo lo que hacían. En realidad,
quería ser un mandoble a los putrefactos académicos que preferían la
ramplonería de un Lope o la zafiedad de un Quevedo antes que el genio
esteticista e hiperbólico de don Luis de Góngora. La foto que se hicieron
sirvió de póster propagandístico de lo que pronto se llamaría “generación del 27”,
opuesta a la hasta entonces dominante “del 98”, ya reumática, un pelín casposa
y, a decir de los más osados, chocha.
Fue un grupo de contornos aún no definidos, de autores
muy distintos, ideológica y estéticamente, pero que compartían una actitud jovial
y traviesa y, sobre todo, una combinación de cosmopolitismo y de pasión
localista representado muy bien por García Lorca, que un día cantaba a los
rascacielos de Nueva York y al siguiente contaba un crimen rural en Almería,
que lo mismo le daba al jazz que al flamenco. Nunca ha vuelto a darse en la
cultura española esta mezcla de patriotismo literario y de apertura al mundo.
Salvo casos aislados, los escritores nunca han vindicado tanto la tradición del
propio país, elevándola para llevarla al frenesí de la vanguardia universal.
A los del 27 les gustaban los toros, el flamenco, las
jotas, los tambores de Calanda, las paellas, las romerías con aguardiente y los
romances de ciego tanto como París, viajar en automóvil, montar en avión, los
buenos trajes, los campus de las universidades americanas y traducir a Proust.
Desde la vanguardia más febril, con un sentido de la modernidad a veces
ridículo de puro impostado, hablaban de cosas viejas, tradicionales y, sobre
todo, populares. Porque sentían pasión por lo popular, entendido como la
expresión ancestral y eterna del país en el que vivían. Eran, le pese a quien
le pese, pasionalmente españoles, y su discurso y sus obras se levantaban sobre
un legado que siempre contemplaron con admiración y orgullo, sintiéndose parte
de él, sus herederos legítimos.
Todo eso terminó a cañonazos, es bien sabido. Lo
español quedó en manos de unos generales fascistas que lo redujeron a una
caricatura violenta y cuartelera, y ya no fue posible jugar con ello sin
toparte con los bigotitos de Franco. ¿Qué habrían sido capaces de hacer los
alegres chicos (y chicas) del 27 de no haber mediado la guerra de 1936 y nadie
supiera hoy quien fue el tal caudillo? Lorca tenía 38 años cuando fue
asesinado, apenas había empezado a levantar su obra. Había puesto los
cimientos, quién sabe adónde nos habría llevado su sentido de la tragedia
andaluza. Las misiones pedagógicas llevaban cinco años en marcha: quién sabe
qué frutos habrían dado veinte o treinta años después, con su forma lúdica de
propiciar el mestizaje de la alta cultura y la cultura popular.
Nunca lo sabremos, todo se lo llevó la dictadura. Se
lo llevó de una forma tan torrencial y definitiva que a muchos (no solo en
Cataluña, pero últimamente parece que sobre todo en Cataluña) les resulta
inconcebible que cuando algunos pensamos en España no lo hacemos en tercios de
la legión, fusilados en cunetas, hostias consagradas, desfiles bajo arcos de la
victoria y floridos pensiles. España es para nosotros esa insolencia del 27,
esa mar de Alberti, ese sarcasmo baturro de Buñuel, esa sensualidad de Salinas
y ese descaro griego de Lorca. Esa forma desinhibida, desvergonzada y
radicalmente libre de heredar un legado cultural de siglos y hacer con él lo
que apetezca, con la confianza que da manipular lo que se sabe propio por
derecho, como quien retapiza una butaca de su padre o como quien reforma la
casa del pueblo.
Se han cumplido noventa años de aquellas jaranas. Tal
vez sea momento de recuperar esa otra España universal que representaban y en
la que es difícil que nadie se sienta extranjero.
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