viernes, 15 de diciembre de 2017

POR OTRO 27

Os dejo otra reflexión sobre los poetas del grupo del 27 en su nonagésimo aniversario. Estos días se cumplen noventa años del homenaje que los escritores de esta generación hicieron a Luis de Góngora, autor por entonces ninguneado por la cultura oficial representada en la Real Academia Española, y algunos medios nos lo han recordado. Este artículo del escritor Sergio del Molino, aparecido en el diario digital ctxt,  reivindica el significado del grupo en la cultura española por haber sabido ensamblar perfectamente lo tradicional y lo vanguardista, aspecto que ya comentamos en clase varias veces, por haber superado los límites de lo nacional y por haber abierto nuevos caminos de expresión artística.


Por otro 27

16 de Diciembre de 2017

Se va el año sin que hayamos hablado de otro año, hace noventa, que duele como espejo del actual. En 1927, un grupo de poetas aún pipiolos se reunió en Sevilla para celebrar a Góngora en el tercer centenario de su muerte. Aunque hubo quien se lo tomó en serio (como Dámaso Alonso, que fue el traductor del verso gongorino a un castellano comprensible), el acto tenía mucho de jarana y burla, como casi todo lo que hacían. En realidad, quería ser un mandoble a los putrefactos académicos que preferían la ramplonería de un Lope o la zafiedad de un Quevedo antes que el genio esteticista e hiperbólico de don Luis de Góngora. La foto que se hicieron sirvió de póster propagandístico de lo que pronto se llamaría “generación del 27”, opuesta a la hasta entonces dominante “del 98”, ya reumática, un pelín casposa y, a decir de los más osados, chocha.

Fue un grupo de contornos aún no definidos, de autores muy distintos, ideológica y estéticamente, pero que compartían una actitud jovial y traviesa y, sobre todo, una combinación de cosmopolitismo y de pasión localista representado muy bien por García Lorca, que un día cantaba a los rascacielos de Nueva York y al siguiente contaba un crimen rural en Almería, que lo mismo le daba al jazz que al flamenco. Nunca ha vuelto a darse en la cultura española esta mezcla de patriotismo literario y de apertura al mundo. Salvo casos aislados, los escritores nunca han vindicado tanto la tradición del propio país, elevándola para llevarla al frenesí de la vanguardia universal.

A los del 27 les gustaban los toros, el flamenco, las jotas, los tambores de Calanda, las paellas, las romerías con aguardiente y los romances de ciego tanto como París, viajar en automóvil, montar en avión, los buenos trajes, los campus de las universidades americanas y traducir a Proust. Desde la vanguardia más febril, con un sentido de la modernidad a veces ridículo de puro impostado, hablaban de cosas viejas, tradicionales y, sobre todo, populares. Porque sentían pasión por lo popular, entendido como la expresión ancestral y eterna del país en el que vivían. Eran, le pese a quien le pese, pasionalmente españoles, y su discurso y sus obras se levantaban sobre un legado que siempre contemplaron con admiración y orgullo, sintiéndose parte de él, sus herederos legítimos.

Todo eso terminó a cañonazos, es bien sabido. Lo español quedó en manos de unos generales fascistas que lo redujeron a una caricatura violenta y cuartelera, y ya no fue posible jugar con ello sin toparte con los bigotitos de Franco. ¿Qué habrían sido capaces de hacer los alegres chicos (y chicas) del 27 de no haber mediado la guerra de 1936 y nadie supiera hoy quien fue el tal caudillo? Lorca tenía 38 años cuando fue asesinado, apenas había empezado a levantar su obra. Había puesto los cimientos, quién sabe adónde nos habría llevado su sentido de la tragedia andaluza. Las misiones pedagógicas llevaban cinco años en marcha: quién sabe qué frutos habrían dado veinte o treinta años después, con su forma lúdica de propiciar el mestizaje de la alta cultura y la cultura popular.

Nunca lo sabremos, todo se lo llevó la dictadura. Se lo llevó de una forma tan torrencial y definitiva que a muchos (no solo en Cataluña, pero últimamente parece que sobre todo en Cataluña) les resulta inconcebible que cuando algunos pensamos en España no lo hacemos en tercios de la legión, fusilados en cunetas, hostias consagradas, desfiles bajo arcos de la victoria y floridos pensiles. España es para nosotros esa insolencia del 27, esa mar de Alberti, ese sarcasmo baturro de Buñuel, esa sensualidad de Salinas y ese descaro griego de Lorca. Esa forma desinhibida, desvergonzada y radicalmente libre de heredar un legado cultural de siglos y hacer con él lo que apetezca, con la confianza que da manipular lo que se sabe propio por derecho, como quien retapiza una butaca de su padre o como quien reforma la casa del pueblo.

Se han cumplido noventa años de aquellas jaranas. Tal vez sea momento de recuperar esa otra España universal que representaban y en la que es difícil que nadie se sienta extranjero.

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