Nadie elige convertirse en refugiado
Entre tu pueblo y mi pueblo
hay un punto y una raya
la raya dice no hay paso
el punto vía cerrada.
la raya dice no hay paso
el punto vía cerrada.
Y así, entre todos los pueblos
raya y punto, punto y raya
con tantas rayas y puntos
el mapa es un telegrama.
raya y punto, punto y raya
con tantas rayas y puntos
el mapa es un telegrama.
Caminando por el mundo
se ven ríos y montañas
se ven selvas y desiertos
pero ni puntos ni rayas.
se ven ríos y montañas
se ven selvas y desiertos
pero ni puntos ni rayas.
Porque esas cosas no existen
sino que fueron trazadas
para que mi hambre y la tuya
estén siempre separadas.
sino que fueron trazadas
para que mi hambre y la tuya
estén siempre separadas.
Aníbal Nazoa, La memoria escondida
Rescato en el Día Mundial de los Refugiados, además del poema de Aníbal Nazoa y del eslogan de ACNUR, este artículo de Álex Grijelmo, publicado en El País hace dos años y medio, para que reflexionemos tras su lectura sobre el uso y significado que damos a las palabras «extranjero» e «inmigrante» y a otras como «español» o «ciudadano», ya que esconden ciertamente un trasfondo ideológico y social muy marcado y preocupante.
LA PALABRA "INMIGRANTE" SE HEREDA
Llamamos extranjero a un alemán o a un canadiense, pero inmigrante a un rumano o un marroquí
Cristiano Ronaldo no recibe el
apelativo de “inmigrante”, sino el de “extranjero”, pese a que técnicamente
cumple los requisitos del inmigrante. Lo mismo sucede con el brasileño Mazinho,
instalado en España tras su paso por el Celta. A su compatriota Diego Costa
incluso le ha propuesto el seleccionador de fútbol, Vicente del Bosque, que se
vista de rojo. No adjudicamos tampoco la palabra “inmigrante” a los altos
ejecutivos alemanes, franceses o italianos de BMW o de Crédit Lyonnais o de
Telecinco que dirigen esas empresas en España.
“Inmigrante” se define en el
Diccionario de la Real Academia así: “Que inmigra”.
Y en “inmigrar” (del latín immigrare)
leemos: “Dicho del natural de un país: llegar a otro para establecerse en él,
especialmente con idea de tomar nuevas colonias o domiciliarse en las ya
formadas”.
Dejando al margen que la definición
tal vez necesite un retoque, entendemos que serían inmigrantes un alemán o un
canadiense que se integraran en sus respectivas colonias establecidas en España
(el Diccionario no dice si han de ser grandes o pequeñas); lo mismo que un
ecuatoriano o un rumano que vienen a buscarse la vida de obra en obra. Pero la
aplicación de la palabra, a los unos sí y no a los otros, refleja la distinta
mirada con que los observamos.
No solo eso. Los extranjeros como los
referidos futbolistas y directivos pueden quedarse a vivir con sus hijos o
tenerlos ya en España. Acaso los apellidos nos darán la pista de que sus
familias vinieron de lejos, pero pronto tomaremos a esas criaturas por
compatriotas, sin ningún problema, sobre todo si les oímos hablar con
naturalidad en una lengua española. Así sucede con uno de los hijos de Mazinho:
Thiago Alcántara, nacido en Italia, que se siente español y ya ha jugado en La
Roja.
Sin embargo, los hijos de los
inmigrantes marroquíes o colombianos de empleos más menestrales tienen
reservado otro nombre en las estadísticas y en nuestro imaginario: son
“inmigrantes de segunda generación”. Es decir, se les traspasa la condición de
inmigrante aunque se hayan criado en España y estén formados en lo que ahora
llamamos “nuestro sistema educativo” (antes “nuestros colegios”).
Por el contrario, no existen
“extranjeros de segunda generación”, ni los niños que llegan con sus padres a
Benidorm reciben el nombre de “turistas de segunda generación”. La palabra
“inmigrante”, en cambio, sí la hemos hecho hereditaria.
Anoté este titular el 13 de mayo: “El
50% de los inmigrantes de segunda generación se sienten españoles”. La
expresión se repetía en decenas de diarios, con datos procedentes de la Investigación Longitudinal sobre la Segunda Generación en
España (Instituto Ortega y Gasset - Universidad de Princeton), según la
cual el sentimiento español aumenta en quienes llegaron de niños. El texto de
una de esas noticias contaba también que el porcentaje de quienes se sienten
españoles “es todavía mayor entre los que han nacido en el país (80%) frente a
los que han llegado a edades tempranas”.
Resulta difícil entender que se llame
con frecuencia “inmigrantes de segunda generación” a quienes ya son españoles y
en muchos casos además nacieron en España. Si se pretende analizar una situación
sociológica y definir un grupo por el origen de sus padres, pueden denominarse
“españoles hijos de emigrantes” o, quizá mejor, “españoles hijos de
extranjeros”; pero en todo caso “españoles”, pues esa nacionalidad tienen o
merecen.
Les hemos dado a cientos de miles de
quienes llegaron desde muy lejos el carné de identidad para que lo lleven en el
bolsillo, tienen acceso a la Seguridad Social y al trabajo, y sus hijos pueden
educarse en las universidades españolas. Todo eso va por la vía legal. Pero a menudo
les negamos lo más definitivo, lo que va por la vía emocional: las palabras. La
palabra español, la palabra igual, la palabra votante, la palabra ciudadano, la
palabra vecino, la palabra contribuyente. El término “inmigrante”, hereditario
además, las aniquila todas, ocupa sus espacios y, a veces, también arrincona
los derechos que se vinculan a ellas.
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