Entre las novelas españolas publicadas en la década de los años cuarenta, tras la Guerra Civil, destacan tres obras que inauguran una nueva forma de novelar:
- La familia de Pascual Duarte (1942) de Camilo José Cela
- Nada (1945) de Carmen Laforet
- La sombra del ciprés es alargada de Miguel Delibes
Los tres títulos se desmarcaban de las novelas triunfalistas de la época: presentaban protagonistas desarraigados, desorientados, angustiados que contrastaban con los héroes idealizados de las novelas falangistas y estaban escritos con un estilo opuesto a la prosa retórica y grandilocuente de la novela triunfalista.
Los protagonistas de las tres novelas (Pascual, Andrea y Pedro) son la expresión y el reflejo amargo de la vida cotidiana, intentan expresar una problemática existencial que gira en torno a temas como la inadaptación, la soledad, la frustración y la muerte. Los tres comparten además la condición de narradores protagonistas en primera persona con lo que su testimonio vital llega de forma directa al lector.
Pascual Duarte es un campesino extremeño condenado a muerte que ha vivido una vida marcada por el origen familiar (padres monstruosos, infancia sórdida, un hermanito anormal a quien un cerdo le come las orejas y termina ahogado en una tinaja de aceite) y el medio (condicionado por la pobreza extrema y la incultura). Su relato está plagado de desgracias y de violencia.
Andrea, la protagonista de Nada (título tan del gusto de los existencialistas), nos narra su estancia en Barcelona en casa de unos familiares para estudiar en la Universidad. La expectación inicial pronto se termina al vivir en un ambiente sórdido y mezquino, que solo trae el desencanto y la incomunicación.
Pedro es un hombre confuso, hipersensible, apasionado, insólito, a quien las muertes de amigos y familiares van sumiendo en el pesimismo y la desesperanza.
Las tres novelas, cuyos fragmentos iniciales reproducimos después de más información, ilustran muy bien las problemáticas individuales de seres normales y corrientes que se debaten entre la soledad y la frustración en un mundo marcado por la miseria moral y material, por la violencia de la guerra, por la falta de sentido y de ideales y por la incertidumbre de los destinos humanos. Espero que alguna de las tres os llame la atención y la podáis leer una vez que acaben todos los exámenes.
[Después de la nota del transcriptor y una carta inicial]
Yo, señor, no soy malo, aunque no me faltarían motivos para serlo. Los
mismos cueros tenemos todos los mortales al nacer y sin embargo, cuando vamos
creciendo, el destino se complace en variarnos como si fuésemos de cera y en
destinarnos por sendas diferentes al mismo fin: la muerte. Hay hombres a
quienes se les ordena marchar por el camino de las flores, y hombres a quienes
se les manda tirar por el camino de los cardos y las chumberas. Aquéllos gozan
de un mirar sereno y al aroma de su felicidad sonríen con la cara del inocente;
estos otros sufren del sol violento de la llanura y arrugan el ceño como las
alimañas por defenderse. Hay mucha diferencia entre adornarse las carnes con
arrebol y colonia, y hacerlo con tatuajes que después nadie ha de borrar ya.
Nací hace ya muchos años -lo menos cincuenta y cinco- en un pueblo
perdido por la provincia de Badajoz; el pueblo estaba a unas dos leguas de
Almendralejo, agachado sobre una carretera lisa y larga como un día sin pan,
lisa y larga como los días –de una lisura y
una largura como usted para su bien, no puede ni figurarse- de un
condenado a muerte.
Nada
Por
dificultades en el último momento para adquirir billetes, llegué a Barcelona a
medianoche, en un tren distinto del que había anunciado, y no me esperaba
nadie.
Era la primera vez que viajaba
sola, pero no estaba asustada; por el contrario, me parecía una aventura
agradable y excitante aquella profunda libertad en la noche. La sangre, después
del viaje largo y cansado, me empezaba a circular en las piernas entumecidas y
con una sonrisa de asombro miraba la gran Estación de Francia y los grupos que
estaban esperando el expreso y los que llegábamos con tres horas de retraso.
El olor especial, el gran rumor
de la gente, las luces siempre tristes, tenían para mí un gran encanto, ya que
envolvía todas mis impresiones en la maravilla de haber llegado por fin a una
ciudad grande, adorada en mis sueños por desconocida.
Empecé a seguir –una gota entre
la corriente- el rumbo de la masa humana que, cargada de maletas, se volcaba en
la salida. Mi equipaje era un maletón muy pesado -porque estaba casi
lleno de libros- y lo llevaba yo misma con toda la fuerza de mi juventud y de
mi ansiosa expectación.
Uno de esos viejos coches de
caballos que han vuelto a surgir después de la guerra se detuvo delante de mí y
lo tomé sin titubear, causando la envidia de un señor que se lanzaba detrás de
él desesperado, agitando el sombrero.
Corrí aquella noche, en el
desvencijado vehículo, por anchas calles vacías y atravesé el corazón de la
ciudad lleno de luz a toda hora, como yo quería que estuviese, en un viaje que
me pareció corto y que para mí se cargaba de belleza.
El coche dio la vuelta a la plaza
de la Universidad y recuerdo que el bello edificio me conmovió con un grave
saludo de bienvenida.
Enfilamos la calle Aribau, donde
vivían mis parientes, con sus plátanos llenos aquel octubre de espeso verdor y
su silencio vívido de mil almas detrás de los balcones apagados. Las ruedas del
coche levantaban una estela de ruido, que repercutía en mi cerebro. De
improviso sentí crujir y balancearse todo el armatoste. Luego quedó inmóvil.
-Aquí es- dijo el cochero.
Levanté la cabeza hacia la casa
frente a la cual estábamos. Filas de balcones se sucedían iguales con su hierro
oscuro, guardando el secreto de las viviendas. Los miré y no pude adivinar
cuáles serían aquellos a los que en adelante yo me asomaría. Con la mano un
poco temblorosa di unas monedas al vigilante, y cuando él cerró el portal
detrás de mí, con un gran temblor de hierros y cristales, comencé a subir muy
despacio la escalera, cargada con mi maleta.
Todo empezaba a ser extraño en mi
imaginación; los estrechos y desgastados escalones de mosaico, iluminados por
la luz eléctrica, no tenían cabida en mi recuerdo.
Ante la puerta del piso me
acometió un súbito temor de despertar a aquellas personas desconocidas que eran
para mí, al fin y al cabo, mis parientes y estuve un rato titubeando antes de
iniciar una tímida llamada a la que nadie contestó. Se empezaron a apretar los
latidos de mi corazón y oprimí de nuevo el timbre. Oí una voz temblona:
“¡Ya va! ¡Ya va!”
Unos pies arrastrándose y unas
manos torpes descorrieron cerrojos.
Luego, me pareció todo una pesadilla.
La sombra del ciprés es alargada
Yo
nací en Ávila, la vieja ciudad de las murallas, y creo que el silencio y el
recogimiento casi místico de esta ciudad se me metieron en el alma nada más
nacer.
No
dudo de que, aparte otras varias circunstancias, fue el clima pausado y
retraído de esta ciudad el que determinó, en gran parte, la formación de mi
carácter.
De
mi primera niñez bien poco recuerdo. Casi puede decirse que comencé a vivir, a
los diez años, en casa de don Mateo Lesmes, mi profesor. Me acuerdo
perfectamente, como si lo estuviera viendo, del día que mi tutor me presentó
él...
Se
iniciaba ya el otoño. Los árboles de la cuidad comenzaban a acusar la ofensiva
de la estación. Por las calles había hojas amarillas que el viento, a ratos,
levantaba del suelo haciéndolas girar en confusos remolinos. Hicimos el camino
en la última carretela descubierta que quedaba en la ciudad. Tengo impresos en
m cerebro los menores detalles de aquella mi primera experiencia viajera. Los
cascos caballos martilleaban las piedras de la calzada rítmicamente, en tanto
las ruedas, rígidas y sin ballestas, hacían saltar y crujir el coche con gran
desesperación de mi tío y extraordinario regocijo por mi parte.
Ignoro
las calles que recorrimos hasta llegar a la placita silente donde habitaba don
Mateo. Era una plaza rectangular con una meseta en el centro, a la que se
llegaba merced al auxilio de tres escalones de piedra. En la meseta crecían
unos árboles gigantescos que Cobijaban bajo sí una fuente de agua cristalina,
llena de rumores y ecos extraños.
Del
otro lado de la plaza, cerraba sus confines una mansión añosa e imponente,
donde un extraño relieve, protegido en una hornacina, hablaba de hombres y
tiempos remotos; hombres y tiempos idos, pero cuya historia perduraba amarrada
a aquellas piedras milenarias.
Cuando
descendimos del coche experimenté una sincera vocación de ser auriga.
Tenía
el cochero un aspecto imponente encaramado en su sitial delantero, con los pies
cubiertos por una media bota acharolada y unas polainas blancas protegiéndole
sus piernas delgadas y sin forma. Pero mi tío, que no debía de sentir hacia él
el mismo respeto que yo, le despidió tan pronto pusimos nuestras humanidades en
tierra.
Antes
de nada -me dijo mi tío al verse a solas conmigo-, para cuando lo necesites,
sabe que tu padre se llamó Jaime y tu madre María. -(En toda mi vida tuve otra
idea de mis padres. En adelante, siempre que sus nombres debían figurar en
algún documento, lo hice constar así, añadiendo, entre paréntesis, «fallecido»,
aun cuando, en realidad, nadie me hubiera asegurado tal desenlace.)Acto seguido
mi tío desvió sus consejos hacia otro lado-: Estate formal; procura causar a
este hombre una buena impresión; no enredes ni te hurgues en las narices. En
fin, pórtate como un caballero.
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