jueves, 19 de abril de 2018

CELA Y LA CENSURA

Reproduzco a continuación un artículo de José Andrés Rojo aparecido en El País que trata la relación de Camilo José Cela y la censura, asunto que hemos tratado en clase. Junto al texto aparece una copia de la novela censurada, que puede leerse si se abre la imagen.

La extraña relación de Cela con la censura
El Premio Nobel padeció la maldición de los cortes cuando él mismo utilizó las tijeras para mutilar los textos de sus colegas


A Camilo José Cela le tocó padecer los rigores de la censura, como la sufrieron tantos durante el franquismo. En el capítulo cuarto de La colmena escribió, por ejemplo: “Cientos y cientos de bachilleres caen en el íntimo, delicadísimo vicio solitario”. Y el censor marcó la frase en rojo: ¡fuera! No era bueno que los lectores de la novela supieran de la existencia de semejante conducta. La Iglesia, que durante la dictadura marcaba la pauta de lo que era bueno y lo que era malo, siempre consideró pecado ese “delicadísimo vicio solitario”, así que se aplicó —sus tentáculos eran largos y firmes— para que la censura no pasara alegremente, en lo que se iba a publicar, tan abyecta práctica.
Lo sorprendente es que Cela fue también censor. Su afán por acercarse a los militares que se aplicaron a destruir a la República se inició durante la guerra. En 1938 se ofreció como voluntario para realizar otra delicadísima tarea, la de soplón: “Que queriendo prestar un servicio a la Patria adecuado a su estado físico, a sus conocimientos y a su buen deseo y voluntad, solicita el ingreso en el Cuerpo de Investigación y Vigilancia”, le decía al comisario responsable de esos asuntos. “Que habiendo vivido en Madrid y sin interrupción durante los últimos 13 años, cree poder prestar datos sobre personas y conductas que pudieran ser de utilidad”.
Debieron serlo —o no—, no se sabe con seguridad hasta qué punto se implicó. El caso es que durante los primeros años de posguerra le facilitaron unas tijeras, le pasaron un montón de publicaciones y le pagaron un sueldo por aplicarse a tachar cuanto fuera inconveniente. Tenía, pues, que sabérselas todas cuando escribió La colmena. Ahora, en el centenario del nacimiento de Cela, una nueva edición de la novela incluye todos los pasajes que suprimió la censura.
En Contra la censura, el libro en el que otro premio Nobel de Literatura reunió sus reflexiones sobre este tema, el sudafricano J. M. Coetzee reconocía que existían argumentos pragmáticos para desconfiar de la censura. “El principal de ellos es que, según mi experiencia, el remedio es peor que la enfermedad”, apuntaba. “La institución de la censura otorga poder a personas con una mentalidad fiscalizadora y burocrática que es perjudicial para la vida cultural, e incluso espiritual, de la comunidad”. Y se acordaba de John Milton, que decía que para tener censores competentes y profesionales es preciso que sean personas “por encima de lo común, a un tiempo estudiosas, sabias y sensatas”. El problema, observaba, es que ese tipo de personas jamás se dedicarían a un oficio tan tedioso y desagradable.
Camilo José Cela, que en algunas de sus obras maestras —La familia de Pascual Duarte es una de las indiscutibles— supo conquistar esa extraña sabiduría que solo alcanzan los que se atreven a sumergirse en las zonas más oscuras de la condición humana, ésas que habitualmente los regímenes represivos procuran silenciar, pasó una época tachando lo que sus colegas escribían. Es una más de las incomprensibles historias que propició el franquismo.

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