jueves, 20 de abril de 2017

EDUARDO MENDOZA, PREMIO CERVANTES

Como homenaje a Eduardo Mendoza, que hoy ha recibido el Premio Cervantes, y como invitación a la lectura de sus novelas, os dejo aquí los comienzos de las cuatro primeras obras que publicó. Eduardo Mendoza es uno de sus autores que cautivan siempre a los lectores por su arte para narrar, por su estilo agudo y sutil  y por su capacidad para el humor y la ironía.
Su primera obra, La verdad sobre el caso Savolta, supuso en 1975 el comienzo de una nueva forma de abordar la novela, después de los experimentos de los años anteriores, caracterizada por el gusto por la narración de historias. Las dos siguientes, El misterio de la cripta embrujada y El laberinto de las aceitunas, parodias del género policiaco, tienen como protagonista a un loco detective que vive aventuras desternillantes y que están contadas con un estilo que atrapa al lector desde las primeras líneas. La ciudad de los prodigios es una de sus novelas más importantes y recrea la vida en la Barcelona de los años que median entre las dos exposiciones universales que vivió la ciudad (1888-1929), entre la prosperidad y la corrupción, a través de la vida de Onofre Bouvila, un buscavidas que acaba codeándose con la alta sociedad catalana de la época.


El autor del presente artículo y de los que seguirán se ha impuesto la tarea de desvelar en forma concisa y asequible a las mentes sencillas de los trabajadores, aun los más iletrados, aquellos hechos que, por haber sido presentados al conocimiento del público en forma oscura y difusa, tras el camouflage de la retórica y la profusión de cifras más propias al entendimiento y comprensión del docto que del lector ávido de verdades claras y no de entresijos aritméticos, permanecen todavía ignorados de las masas trabajadoras que son, no obstante, sus víctimas más principales. Porque solo cuando las verdades resplandezcan y los más iletrados tengan acceso a ellas, habremos alcanzado en España el lugar que nos corresponde en el concierto de las naciones civilizadas, a cuyo progreso y ponderado nivel nos han elevado las garantías constitucionales, la libertad de prensa y el sufragio universal. Y es en estos momentos en que nuestra querida patria emerge de las oscuras tinieblas medievales y escala las arduas cimas del desarrollo moderno cuando se hacen intolerables a las buenas conciencias los métodos oscurantistas, abusivos y criminales que sumen a los ciudadanos en la desesperanza, el pavor y la vergüenza. Por ello no dejaré pasar la ocasión de denunciar con objetividad y desapasionamiento, pero con firmeza y verismo, la conducta incalificable y canallesca de cierto sector de nuestra historia; concretamente, de cierta empresa de renombre internacional que, lejos de ser semilla de los tiempos nuevos y colmena donde se forja el porvenir en el trabajo, el orden y la justicia, es tierra de cultivo para rufianes y caciques, los cuales, no contentos con explotar a los obreros por los medios más inhumanos e insólitos, rebajan su dignidad y los convierten en atemorizados títeres de sus caprichos tiránicos y feudales.


Habíamos salido a ganar; podíamos hacerlo. La, valga la inmodestia, táctica por mí concebida, el duro entrenamiento a que había sometido a los muchachos, la ilusión que con amenazas les había inculcado eran otros tantos elementos a nuestro favor. Todo iba bien; estábamos a punto de marcar; el enemigo se derrumbaba. Era una hermosa mañana de abril, hacía sol y advertí de refilón que las moreras que bordeaban el campo aparecían cubiertas de una pelusa amarillenta y aromática, indicio de primavera. Y a partir de ahí todo empezó a ir mal: el cielo se nubló sin previo aviso y Carrascosa, el de la sala trece, a quien había encomendado una defensa firme y, de proceder, contundente, se arrojó al suelo y se puso a gritar que no quería ver sus manos tintas de sangre humana, cosa que nadie le había pedido, y que su madre, desde el cielo, le estaba reprochando su agresividad, no por inculcada menos culposa. Por fortuna doblaba yo mis funciones de delantero con las de árbitro y conseguí, no sin protestas, anular el gol que acababan de meternos. Pero sabía que una vez iniciado el deterioro ya nadie lo pararía y que nuestra suerte deportiva, por así decir, pendía de un hilo. Cuando vi que Toñito se empeñaba en dar cabezazos al travesaño de la portería rival ciscándose en los pases largos y, para qué negarlo, precisos, que yo le lanzaba desde medio campo, comprendí que no había nada que hacer, que tampoco aquel año seríamos campeones. Por eso no me importó que el doctor Chulferga, si tal era su nombre, pues nunca lo había visto escrito y soy duro de oído, me hiciera señas de que abandonara el terreno de juego y me reuniera con él allende la línea de demarcación para no sé qué decirme. El doctor Chulferga era joven, bajito y cuadrado de cuerpo y se tocaba con una barba tan espesa como el cristal de sus gafas color de caramelo. Hacía poco que había llegado de Sudamérica y ya nadie le quería bien. Le saludé con una deferencia conducente a disimular mi turbación.

—El doctor Sugrañes —dijo— quiere verte.

Y respondí yo para hacer la pelota:

—Será un placer —añadiendo acto seguido en vista de que la precedente aseveración no le arrancaba una sonrisa—, si bien es verdad que el ejercicio tonifica nuestro alterado sistema.




—Señores pasajeros, en nombre del comandante Flippo, que, por cierto, se reincorpora hoy al servicio tras su reciente operación de cataratas, les damos la bienvenida a bordo del vuelo 404 con destino Madrid y les deseamos un feliz viaje. La duración aproximada del vuelo será de cincuenta minutos y volaremos a una altitud etcétera, etcétera.

Más avezados que yo, los escasos pasajeros que a esa hora hacían uso del Puente Aéreo se abrocharon los cinturones de seguridad y se guardaron detrás de la oreja las colillas de los pitillos que acababan de extinguir. Retumbaron los motores y el avión empezó a caminar con un inquietante bamboleo que me hizo pensar que si así se movía en tierra, qué no haría por los aires de España. Miré a través de la ventanilla para ver si por un milagro del cielo ya estábamos en Madrid, pero sólo distinguí la figura borrosa de la terminal de El Prat que reculaba en la oscuridad y no pude por menos de preguntarme lo que tal vez algún ávido lector se esté preguntando ya, esto es, qué hacía un perdulario como yo en el Puente Aéreo, qué razones me llevaban a la capital del reino y por qué describo tan circunstanciadamente este gólgota al que a diario se someten miles de españoles. Y a ello responderé diciendo que precisamente en Madrid dio comienzo una de las aventuras más peligrosas, enrevesadas y, para quien de este relato sepa extraer provecho, edificantes de mi azarosa vida. Aunque decir que todo empezó en un avión sería faltar a la verdad, pues los acontecimientos habían empezado a discurrir la noche anterior, fecha a la que, por mor del rigor cronológico, debo remontar el inicio de mis desasosiegos.



 El año en que Onofre Bouvila llegó a Barcelona la ciudad estaba en plena fiebre de renovación. Esta ciudad está situada en el valle que dejan las montañas de la cadena costera al retirarse un poco hacia el interior, entre Malgrat y Garraf, que de este modo forman una especie de anfiteatro. Allí el clima es templado y sin altibajos: los cielos suelen ser claros y luminosos; las nubes, pocas, y aun éstas blancas; la presión atmosférica es estable; la lluvia, escasa, pero traicionera y torrencial a veces. Aunque es discutida por unos y otros, la opinión dominante atribuye la fundación primera y segunda de Barcelona a los fenicios. Al menos sabemos que entra en la Historia como colonia de Cartago, a su vez aliada de Sidón y Tiro. Está probado que los elefantes de Aníbal se detuvieron a beber y triscar en las riberas del Besós o del Llobregat camino de los Alpes, donde el frío y el terreno accidentado los diezmarían. Los primeros barceloneses quedaron maravillados a la vista de aquellos animales. Hay que ver qué colmillos, qué orejas, qué trompa o proboscis, se decían. Este asombro compartido y los comentarios ulteriores, que duraron muchos años, hicieron germinar la identidad de Barcelona como núcleo urbano; extraviada luego, los barceloneses del siglo XIX se afanarían por recobrar esa identidad.

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