jueves, 29 de septiembre de 2016

CELA, BLAS DE OTERO Y BUERO VALLEJO: VOCES DE UN TIEMPO DE SILENCIO

Hoy se conmemora el centenario del nacimiento de Antonio Buero Vallejo, uno de los autores que estudiamos y leemos en 2º de Bachillerato. En entradas anteriores ya hablamos de los centenarios de Blas de Otero y Camilo José Cela, los otros dos autores españoles nacidos en 1916 y que marcaron junto a Buero Vallejo el devenir de la literaturra de posguerra de nuestro país. En este artículo aparecido en El País el mes pasado, que ahora  transcribo, el catedrático José-Carlos Mainer nos acerca de forma comparativa las vidas  y las obras de estos tres autores que cambiaron la literatura española durante la dictadura franquista. Es un buen aperitivo para conocer a algunas de las voces más destacadas de una época marcada por la censura, la falta de libertades y la represión.


CIEN AÑOS DE TRES CLÁSICOS CONTEMPORÁNEOS

Voces de un tiempo de silencio

Camilo José Cela, Blas de Otero y Antonio Buero Vallejo revolucionaron la novela, la poesía y el teatro de la posguerra. Este año se celebran sus centenarios.

Otero, Buero Vallejo  y Cela.
Ilustración de Fernando Vicente
La celebración de primeros centenarios tiene una indudable capacidad implicatoria, al menos entre quienes ya andamos por encima de la cincuentena. En los últimos y turbios años sesenta, la conmemoración de los grandes escritores de fines del siglo XIX suscitó discusiones, consagraciones y anatemas acerca del papel de los intelectuales en la política, cuando tal cosa era fruta prohibida por el franquismo. Los centenarios de la llamada generación del 14, que dominaron los años ochenta, alumbraron —ya con mayor optimismo ambiental— la feliz confluencia de vida, literatura y participación cívica. Y la celebración de las gentes de 1927 y de sus aledaños —justo en el quicio de la centuria pasada y la presente— registró un notable índice de autocomplacencia y euforia por cuenta de la creatividad ajena.
¿Qué hacer con los centenarios de ahora mismo, cuando la misma palabra “centenario”, asociada a la iniciativa pública, ya está bajo sospecha y es recuerdo de dineros malgastados? De añadidura, los centenarios recientes —desde 2010, más o menos— hablan de la Guerra Civil y de la posguerra, de fracasos, recelos y baldías esperanzas, precisamente en un tiempo que ya tiene su propia y abundante ración de desencanto e impotencia. Puede que, en fin, hablen demasiado de nosotros mismos…
La raíz amarga.  El azar de sus nacimientos en 1916 ha juntado ahora a los tres nombres que quizá encarnaron mejor el mundo de aquella larga posguerra: Camilo José Cela o la pugna por hacerse con la notoriedad y la herencia de sus antecesores, a los que llamaba “los del 98”; Antonio Buero Vallejo o el empeño de desvelar la tragedia oculta y despertar así las conciencias dormidas; Blas de Otero o la fe en lo perdido y la decisión dolorosa, casi masoquista, de disentir. Se han sucedido ya algunos centenarios —el de Celaya en 2011, por ejemplo— y vendrán otros más —enseguida, el de Gloria Fuertes en 2017; luego, el de Miguel Delibes en 2020, el de Miguel Labordeta en 2021 y el de José Hierro en 2022— que albergarán ecos similares, pero después ya muy pocos portarán esa parte de las biografías respectivas que hunde sus raíces en los años incitantes de la República y su experiencia del horror en los días de la Guerra Civil.
Buero Vallejo, hijo de un militar (profesor de la Academia de Ingenieros de Guadalajara), quería ser pintor y estudió en la madrileña Academia de Bellas Artes de San Fernando, donde era secretario de la FUE (Federación Universitaria Escolar, de signo republicano y avanzado). Rompió con sus creencias religiosas en 1931 y empezó a leer con voracidad filosofía y literatura. Cela, hijo de un funcionario de Aduanas que tenía una academia preparatoria en Madrid, fue un estudiante irregular; una temprana tuberculosis lo convirtió en un lector sistemático y, en aquellos años en los que tanto se celebraban los triunfos de la voluntad, fraguó la imagen de sí mismo que formuló en sus tempranas memorias de 1957: “Nuestro joven se siente poderoso y duro como el pedernal. El débil que se quede en el camino; no puede entorpecer la marcha de los demás hombres. La voluntad es la herramienta del éxito e ingrediente de mayor importancia que la inteligencia”. Blas de Otero nació en la familia acomodada a la que arruinó la crisis de los años veinte; fiel a los suyos, estudió Derecho, aunque hubiera preferido el camino de las letras, y mantuvo sus creencias religiosas y su lealtad doméstica por mucho tiempo. Fue reclutado por los Batallones Vascos que defendieron la República pero, sin depuración alguna, se incorporó al Ejército sublevado cuando cayó el frente del Norte.
A Buero Vallejo, en tanto, le fusilaron a su padre por el mero hecho de ser militar, pero al año siguiente fue movilizado por el Gobierno legítimo y participó en trabajos de propaganda gráfica. Al final de la contienda, fue capturado por los vencedores pero desoyó la orden de presentarse periódicamente a la autoridad, lo que le llevó ante un tribunal castrense. Fue condenado a muerte y le conmutaron la pena; hasta marzo de 1946 estuvo en varias cárceles y, una vez liberado, se le prohibió residir en Madrid. Cela logró salir de la capital sitiada e hizo la guerra con los sublevados: sus andanzas por frentes y hospitales se reflejaron con buen humor y alguna fantasía en la novela Mazurca para dos muertos y en sus jocosas Memorias, inteligencia y voluntades. En 1938 se ofreció a las autoridades franquistas como informante sobre la intelectualidad roja de Madrid; no parece que se tuviera en cuenta el escrito pero, 30 años más tarde, Cela añoró el ambiente republicano de la ciudad en las páginas de una novela deslumbrante y algo oportunista, San Camilo 1936, que encabeza una dedicatoria reveladora: “A los mozos del ­reemplazo del 37, todos perdedores de algo: de la vida, de la libertad, de la ilusión, de la esperanza, de la decencia” (y una cerril negativa de amparar en la misma comprensión “a los aventureros foráneos, fascistas y marxistas”).
Cela buscó la notoriedad pública y la consiguió, pero también se exigió a sí mismo una prosa que evocaba la sencillez de la de Pío Baroja y el fulgor de la de Valle-Inclán. En La familia de Pascual Duarte (1942), el artificio prepondera sobre la desarmante naturalidad; en Viaje a la Alcarria (1947), la nítida emoción gana la mano al artificio. Pero ambos son dos libros memorables y oportunos. En la última fecha, Blas de Otero trabajaba en los poemas de Ángel fieramente humano, que vieron la luz en 1949 y fundaron lo que Dámaso Alonso llamaba “poesía desarraigada”. No le dieron el Premio Adonáis, que ya tenía otorgado in pectore, y esa fue la mejor carta de presentación de Redoble de conciencia, en 1951. Por razones obvias, Buero empieza más tarde, pero en su domicilio de Algete escribe deprisa: casi a la vez, acaba En la ardiente oscuridad e Historia de una escalera, que en 1948 obtienen el accésit y el Premio Lope de Vega que el Ayuntamiento de Madrid ha vuelto a convocar. La primera en estrenarse fue la segunda, en 1949; En la ardiente oscuridad lo hizo en 1950 y, desde entonces, Buero fue la revelación de un teatro que abundaba en comedias humorísticas pero carecía de dramas.
En 1952 Cela tuvo su primer conflicto con la censura —la prohibición de La colmena, que se publicó en Buenos Aires y goza del prestigio que merece— y en 1953 el primer desaire de su público, con Mrs. Caldwell habla con su hijo, un relato singular y desbocado pero muy suyo. Se fue a Venezuela, volvió con los dineros que le dieron por La catira y decidió modificar su imagen pública, buscando la respetabilidad y ofreciendo generosamente a sus amigos las posibilidades que le proporcionaba su estatus de escritor conocido: en 1956 ingresó en la Real Academia y en 1957 fundó una revista importante y bien hecha, Papeles de Son Armadans. Su literatura se acartonó, pero nadie le pudo disputar aquel bastión que defendía con fiereza: ser el primer prosista español. Buero había establecido en tanto un pacto leal y duradero con las plateas españolas, lo que le valió en 1960 una notable polémica con Alfonso Sastre: posibilismo contra rebeldía. Sastre buscaba algo diferente y nunca supo del todo qué, mientras Buero revelaba persuasivamente las frustraciones y las ocultaciones de cada día —Hoy es fiesta, Las cartas boca abajo— o planteaba sus dramas históricos que siempre hablaban de oportunidades colectivas perdidas: el primero fue Un soñador para un pueblo (1958); el mejor, El concierto de San Ovidio.
El año de La colmena Blas de Otero vivió en París, que le pareció “maravilloso e insoportable”; luego viajó por la España profunda, como hacía Cela, pero no para construir una suerte de folclore sentimental y caprichoso. Su libro de 1955, Pido la paz y la palabra, reveló su agudo oído para mezclar la poesía tradicional y la consigna política, y para transformar el masoquismo en piedad por los demás. El desarraigado de 1947 se había convertido en poeta revolucionario y sus libros —no siempre fáciles de conseguir— circularon con amplitud en medios universitarios o en grupos militantes, ciclostilados a menudo. Aquel año, Emilio Alarcos Llorach tuvo el atrevimiento de dedicar su memorable lección inaugural del curso universitario de Oviedo a la poesía de Blas de Otero.
Una literatura de posguerra. Entre todos (y algunos más, por supuesto…) habían construido una literatura de posguerra que cercó y derrotó a la pretendida literatura de la victoria. Sus convicciones —el realismo, la compunción sofrenada, el afecto por un país desolado— fueron muy parecidas a las que reanudaron la historia de las letras en Italia, Alemania o incluso Francia. A los nuestros les favorecieron los inicios todavía toscos de un mercado cultural —editoriales incipientes pero significativas, primeras galerías de arte, grupos de artistas con programas más maduros— y también el lento despliegue de una clase media lectora que asociaba las revelaciones literarias a los premios y la lectura de novelas a la pretenciosa encuadernación en tela con sobrecubierta. Y a la vez, presenciaron el vertiginoso desarrollo de una cultura popular y consolatoria, que ofrecía coplas y seriales radiofónicos, tebeos y novelas del Oeste, relatos rosas y melodramas cinematográficos. 
Los años del franquismo comatoso y de la primera Transición presenciaron su último y merecido reconocimiento. Sin embargo, después del éxito de El tragaluz, el crédito de Buero menguó bastante. Cela, el empecinado, empezó a ser con frecuencia el peor enemigo de su imagen pública. Después del anticipo de Mientras (1970), Blas de Otero dedicó su quebrantada salud al libro póstumo Hojas de Madrid con La galerna, al que todavía no hemos hecho plena justicia. Puede que los tres escritores supieran entonces que cargar con el peso de una época es un duro trabajo que se paga caro y hace envejecer pronto. En el poema ‘Hotel Colón’ de su último libro, Amar es dónde (Estimar és un lloc), Joan Margarit ha rememorado su encuentro con Cela, desnudo y locuaz en la bañera de su habitación, dejando oír aquella voz “retumbante e inútil”. Y tuvo la sensación de que, pese a todo, Cela cumplió la “inhóspita ley que siempre hace justicia”: “Ama a tu tiempo, este lugar dudoso / —pero el único tuyo—”, sentenció el poeta. Creo que nuestros tres escritores —Buero, Cela y Otero— cumplieron los preceptos de aquella ley exigente. A ninguno le fue dado elegir su época, pero —cada cual a su manera— la amaron y la hicieron algo más llevadera. 

miércoles, 28 de septiembre de 2016

ARGUMENTAR ES MÁS QUE OPINAR

Os dejo el artículo «Argumentar es más que opinar» del catedrático de filosofía y exministro de educación Ángel Gabilondo para que sigáis profundizando en la naturaleza de los textos argumentativos que nos ocupan estos días.


ARGUMENTAR ES MÁS QUE OPINAR

Cuando alguien argumenta algo, nos toma en serio. Y se agradece. Porque argumentar es ofrecer razones que tienen en cuenta no sólo de qué se trata, sino con quién se habla. No para decir exclusivamente lo que el otro quiere oír, sino para tener presente su inteligencia y su sensibilidad.

Pero todo resulta acuciado por la prisa. No hay espacio ni tiempo, no sólo que perder sino apenas que ganar. El espacio y el tiempo parecen arrasados. Nada de demorarse. Y para colmo de despropósitos, llamamos “rodeos” a los argumentos. Importa la opinión, la posición y se desatienden las razones. En tal caso, la polémica no es la controversia entre ellas, sino el choque frontal de las posiciones. Y no está mal que se encuentren, pero esgrimiendo los argumentos. Y en el festín de los topetazos, el cuidado se considera tibieza. Para tal faena de exhibición bastan unas dosis de prejuicios, una somera información, algunos tópicos, con los correspondientes intereses, para proponer certezas supuestamente incontestables. Eso sí, y para airearlas con firmeza.

Lo que ocurre es que no pocos asuntos, muchos de especial relevancia, se desenvuelven en el terreno de lo discutible, de lo debatible, de lo que puede ser de una u otra manera y, por tanto, con alta “problematicidad”. Y entonces se trata de decidir para elegir lo más plausible, lo más preferible, lo más razonable. Ello defrauda a los partidarios de verdades incontestables, aquellas que incluso ya se las saben de antemano y que no buscan más que la adhesión. En tal caso no cabe una efectiva conversación.

Hay cuestiones que pueden resolverse, asuntos que pueden dilucidarse y demostrarse. La demostración se asienta sobre una serie en gran medida deductiva a partir de determinados elementos propuestos. Y conduce a una conclusión. Pero no siempre las cuestiones de la vida, personal, social y política se clausuran de ese modo. La argumentación no es una simple demostración. Busca influir por medio del discurso, busca la implicación de un auditorio, tiene que ver con la vinculación efectiva de personas y precisa de una serie de buenas razones para alcanzar, no tanto una conclusión, cuanto un espacio abierto en las que ellas reclamen, propicien y permitan una decisión, una buena decisión. Y ésta suele estar envuelta en incertidumbres, en argumentos encontrados. Y no es de extrañar que algunos consideren que tiene este componente “trágico”. A lo que se añade el hecho de que no basta persuadir, hay que convencer. Y aquí no es suficiente con estar convencido, lo que ya es una conquista, hay que ser convincente. Se argumenta para alguien. Los argumentos no tratan de imponerse, se ofrecen.

Cicerón nos enseña que las grandes decisiones de la vida, “¿con quién viviré?”, “¿a qué dedicaré mi vida?”, “¿me empeñaré o no en esta batalla?” no se dilucidan con una demostración y precisan argumentación. Exigen decisiones, que no son soluciones, sino resoluciones.

La prisa no puede ser una coartada para el descuido o la desatención, para el atajo que margina los argumentos. Resultaría ofensivo. Sin embargo, en ocasiones, los formatos, los espacios, los escenarios que nos otorgamos para la escucha y para la palabra no parecen apropiados para la argumentación consistente, lo cual no significa necesariamente que haya de ser premiosa o cargante. La palabra se encuentra, entonces, perdida entre palabras, algo extraviada entre dichos, dimes y diretes, entre eslóganes y titulares que nos arrojamos unos a otros, unos contra otros, sin más posibilidad que impactarnos. No, desde luego, de convencernos.

Todo ello no es un argumento contra la brevedad, contra la brillantez argumentativa de quienes nos ofrecen fuerzas y razones, de quienes nos informan directa y claramente, de quienes ajustan extraordinariamente su verbo y a quienes tanto admiramos y con quienes tanto aprendemos. Pero la capacidad de conmover, de deleitar y de convencer requiere sus argumentos, no necesariamente convencionales. Su olvido propicia un enorme deterioro, personal, social y político, e impide el efectivo diálogo y la imprescindible comunicación.

lunes, 26 de septiembre de 2016

UN ESTUPENDO CUENTO DE ROALD DAHL EN SU CENTENARIO

En el centenario del nacimiento de Roald Dahl (Cardiff, 13 de septiembre de 1916-Oxford, 23 de noviembre de 1990), os dejo para todos los que disfrutasteis con sus maravillosas narraciones infantiles (Los gremlins, Charlie y la fábrica de chocolate, Matilda, El gran gigante bonachón, El Superzorro,...), uno de los estupendos cuentos de Relatos de lo inesperado, una muestra de su talento a la hora de narrar y un maravilloso ejemplo de humor negro: «Cordero asado».

martes, 20 de septiembre de 2016

LAS PALABRAS (1)

Empezaremos el curso volviendo a trabajar con las palabras. Las palabras son las unidades de la lengua más fácilmente identificables ya que pueden ser separadas unas de otras en el texto, están dotadas de significado e incluso podemos leerlas aunque estén mal escritas. Pueden descomponerse en unidades más pequeñas con significado (los monemas o morfemas) y pueden combinarse entre sí formando unidades lingüísticas de mayor complejidad (como los sintagmas y las oraciones). Las palabras son estudiadas por la Morfología (la forma que presentan y las clases en que se pueden dividir) y por la Semántica (el significado que tienen).
En esta primera presentación que he preparado vamos a estudiar la palabra y algunas clases de palabras (el sustantivo, el adjetivo, los determinativos y los pronombres) tratando de caracterizarlas según la forma, el significado y la función sintáctica que tienen cada una de ellas, además de apuntar algunos de los valores estilísticos que pueden aportar en los textos.



Aunque los lingüistas se hayan devanado los sesos intentando definir el escurridizo concepto de palabra (¿dáselo es una palabra o son tres?, ¿a fin de que es una palabra o son cuatro?), siempre nos quedaremos con los poetas, como Pablo Neruda o Mario Benedetti,  que han tratado de acercarnos la maravillosa potencialidad de las palabras con las propias palabras.

LA PALABRA

La palabra pregunta y se contesta
tiene alas o se mete en los túneles
se desprende de la boca que habla
y se desliza en la oreja hasta el tímpano

la palabra es tan libre que da pánico
divulga los secretos sin aviso
e inventa la oración de los ateos
es el poder y no es el poder del alma
y el hueso de los himnos que hacen patria

la palabra es un callejón de suertes
y el registro de ausencias no queridas
puede sobrevivir al horizonte
y al que la armó cuando era pensamiento
puede ser como un perro o como un niño
y embadurnar de rojo la memoria
puede salir de caza en silencio
y regresar con el morral vacío

la palabra es correo del amor
pero también es arrabal del odio
golpea en las ventanas si diluvia
y el corazón le abre los postigos

y ya que la palabra besa y muerde
mejor la devolvemos al futuro
Mario Benedetti

viernes, 16 de septiembre de 2016

ARRANCA UN NUEVO CURSO...

Como cada curso, los primeros días son días de expectación e ilusión. Pero este curso, a esas sensaciones, añadimos la de la incertidumbre, especialmente en 2º de Bachillerato. Arranca el curso pero no sabemos con certeza hacia dónde encaminaremos nuestros esfuerzos y trabajos.
Cursus en latín significa 'recorrido', 'viaje' y cada vez que emprendemos un viaje anticipamos el destino al que nos dirigimos y vemos las fotografías del sitio elegido. Pero este curso, este viaje que emprendemos ahora, solo nos muestras fotografías desenfocadas o borrosas. Todo esto se traduce en desazón en los alumnos y en los profesores por no atisbar con claridad el final del recorrido. Por todo ello, las administraciones educativas, sin duda, deben reaccionar ya y aclarar las incógnitas abiertas hace mucho tiempo y que no acaban de resolverse. Quizás todo sea síntoma de esa falta de preocupación real por una educación de calidad, más allá de las declaraciones altisonantes pero vacuas.
El blog, el cuaderno de bitácora de nuestra singladura en 1º y 2º de Bachillerato en este curso, tratará de ayudar a llevar un rumbo firme y a solventar los escollos que con seguridad se irán presentando. El blog, como en otros cursos o viajes anteriores, irá marcando las coordenadas en las que nos moveremos y ofrecerá los apoyos convenientes  para que el viaje sea seguro y llegue a un final feliz.
Arranca un nuevo curso y empezamos a pasar los trabajos y los días...