En el último tercio del
siglo XIX se desarrolló, a partir del Realismo, una corriente literaria conocida como Naturalismo, cuyo máximo defensor
fue el escritor francés Émile Zola. Para el Naturalismo la literatura debe analizar científicamente el
comportamiento humano siguiendo
los principios de la observación y de la experimentación. Para ello parten de
la idea de que el hombre no es libre, de que está condicionado por su herencia
genética y por el ambiente social en el que vive.
Se caracteriza este
movimiento por mostrar en sus obras ambientes miserables y sórdidos y personajes
marginales, embrutecidos o tarados ya que son los más adecuados para defender sus tesis. Al igual que el
científico, el narrador naturalista es impersonal y objetivo. En las técnicas
narrativas se
extremaron los rasgos del Realismo: descripciones minuciosas, reproducción fiel de la lengua
oral,…
En España esta corriente suscitó una gran polémica: fue una "cuestión palpitante", en palabras de Emilia Pardo Bazán, que generó un debate que trascendió lo estético y alcanzó una dimensión política en el enfrentamiento entre conservadores y progresistas. Algunos escritores ensayaron estas técnicas naturalistas, aunque sin seguir todos los preceptos ideológicos de Zola: Benito Pérez Galdós en La desheredada, Leopoldo Alas "Clarín" en La Regenta o Emilia Pardo Bazán en Los pazos de Ulloa.