El fallecimiento del maestro Francisco Rico deja huérfanos a quienes hemos estudiado sus obras que alimentaron siempre nuestro deseo de saber más. Como homenaje, rescato esta semblanza suya, escrita por otro maestro de la filología, Fernando Lázaro Carreter, en 1998, con ocasión de la entrega del Premio de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo a Francisco Rico.
FRANCISCO RICO
Era
costumbre del orador sacro antiguo, es decir, en mi juventud, tras encaramarse
solemnemente al púlpito en las grandes fiestas de los santos, pedir a los
fieles que orasen por su intención mientras él se minimizaba con devoto
recogimiento para implorar del cielo doctrina y elocuencia ajustadas al mérito
insigne, heroico tal vez, del bienaventurado cuya alabanza tocaba aquel día.
Como
no soy predicador, ni es litúrgico este trance, será innecesario que me recoja
para laudar, pues traigo escrito el encomio, y no son precisos grandes
esfuerzos para cumplir con el objeto que nos reúne. Como decía del vino don
Lope de Sosa, «Esto, Inés, ello se alaba; / no es menester
alaballo»
. Y es que, don Francisco Rico -pues ese es su nombre en
ceremonias como la presente- ha recibido esa bendición de Dios, consistente,
según define el Brutus
ciceroniano, en «sapientiae laude perfrui»,
esto es, en gozar ininterrumpidamente de la estima concedida a su saber. Desde
que, recién bachiller, con su entendimiento de poesía y de poetas, asombraba en
su Barcelona natal, como niño entre doctores, a gentes tan reacias al asombro
como Gabriel Ferrater, Carlos Barral o Jaime Gil de Biedma. Ya entonces, sus
maestros Riquer y Blecua proclamaban, llenos de gozo, urbi et orbi,
que estaban incubando un filólogo de gran magnitud. Por eso, puede afirmarse a
lo Cicerón que siempre le ha acompañado el crédito concedido al mucho saber. Y
este crédito llaga a reconocérselo hoy el premio más apreciado por los
filólogos, el Menéndez
Pelayo, que pone un orla de honor a una obra madura, aún joven y ya
enorme. Aún joven, digo; creo que no dejará nunca de serlo: los trabajos de
Rico rezuman la energía, la vitalidad, el desenfado, la capacidad provocadora a
veces que tenían a sus veinte años, y de él mismo emana una jovialidad casi
adolescente; me he asombrado cuando, para pensar estas palabras, caigo en la
cuenta de sus 56 años; se le notan sólo en que los proyectos que acomete han
progresado en ambición, y en que la seguridad casi insolente de la mocedad se
le ha ido enriqueciendo con un templado escepticismo, el cual, éste sí, ha de
atravesar muchos calendarios para arraigar.
A
veces, los galardones, vistos desde fuera y hasta desde dentro, parecen
desatinados por desajuste entre el premio y el o lo premiado. Por el contrario,
hay casos claros como el de hoy, en que la honra se ajusta como un guante a
quien la recibe. José Manuel Blecua padre y yo mismo lo sabíamos al proponerlo;
y el Jurado confirmó que no andábamos errados al votar unánime en favor de tal
propuesta.
Francisco
Rico excava y sobrevuela por el mismo territorio que don Marcelino excavó y
sobrevoló: las letras españolas y aliquando
románicas, y el pensamiento estético y humanístico. Además de trabajar muy
bien, lo hace con una intensidad parecida a la del maestro montañés y, al igual
que él, esto es importante, sin perder de vista el mundo. Cada uno a su modo y
en su tiempo, pero es seguro que, de haber coincidido en cualquier época, ambos
hubieran hecho muy sabrosas migas.
No
es oportuna la ocasión para desmenuzar ahora la ingente tarea investigadora del
profesor Rico: ni tendría yo tiempo ni ustedes ánimo para entrar en el pormenor
de lo que saben de sobra. Pero el panegírico es imposible si no se funda en
razones; por tanto, aunque sea al por mayor, hay que darlas.
Lo
primero que se me aparece en una ojeada somera de tal tarea, quizá por
importancia objetiva y, también por razones particulares de gratitud, son sus
estudios sobre Petrarca, culminados, por ahora, en su magno libro Vida u obra de Petrarca,
publicado en Padua en 1976, el cual fue precedido de varios artículos que le
habían granjeado ya el aprecio internacional como gran petrarquista; estudios
posteriores lo han acrecentado. Resalto este hecho en el quehacer de Rico: casi
no hay nombres españoles entre los exploradores importantes de letras
extranjeras; menos aún, en torno a la obra latina del genio de Arezzo, que,
cuando parecía elucidado hasta en recovecos microscópicos por exegetas
infinitos, aparece un entonces jovencísimo castellanobarcelonés a desmantelar
muchas creencias acerca de su vivir y escribir, mal relacionados hasta entonces
en el Secretum., por designio del
propio Petrarca. El efecto del libro fue fulminante y se convirtió en
referencia obligada para todos los estudios sobre humanismo. Esa familiaridad,
no sólo con las obras latinas, sino con el Canzoniere,
le permitió hacer un descubrimiento de interés para nuestras letras: el gran
poemario italiano, que fundaba el sentir poético moderno en toda Europa, había
influido en poetas castellanos anteriores a Garcilaso. Creíamos hasta entonces
que no.
Pero
antes que ese volumen decisivo, nuestro galardonado había dado a luz otros muy
importantes. En 1970 -nótese: cuando tenía 28 años- aparecía una obra que
sorprendió por el acopio de erudición y por su inteligente beneficio; era El pequeño mundo del hombre,
en el que perseguía, desde la Edad Media hasta el Siglo de Oro, la pervivencia
española del tópico griego según el cual el hombre es un microcosmos, un
pequeño orbe inserto en otro que escapa a su gobierno.
Y
antes aún, Rico tenía 24 años, había dado a la imprenta el primer tomo de la
obra que, según su proyecto iba a recoger las principales novelas picarescas;
comprendía las dos fundadoras, el Lazarillo
de Tormes y el Guzmán
de Alfarache, precedidas de una extensa y espléndida introducción,
casi un libro, de 185 páginas, más los cientos de notas que esclarecen los
textos. Era la primera entrada seria de don Francisco en la liza movediza del
género picaresco. Y constituía un espectáculo notable la familiaridad de aquel
mozalbete con páginas tan difíciles de intención y hasta de sentido literal,
con su tiempo dentro, es decir, una cultura y una historia tan remotas y
complejas.
La
novela picaresca es fascinante para la crítica, por tratarse de un territorio
con principio y fin bien establecidos, y con un número abarcable de obras. En
ningún otro, al menos en nuestra literatura, es posible disponer de un material
más manejable y seguro para examinar el vivir de un género. Es un rico panal,
que atrae, por desgracia, a más moscas que abejas. Rico ha seguido laborando
fecundamente, y creando una doctrina en libros sugestivos, como La novela picaresca y el punto de
vista, de 1970, muy ampliado en 1986, donde examina, entre otras
cuestiones, la conversión del pícaro activo en reflexivo autor; o Problemas del Lazarillo,
de 1988, novela ésta de la cual ha publicado un texto, varias veces reeditado,
y que la ilustra, aunque pareciera imposible, mejor que su propia edición de
1966; hoy es el texto canónico del famoso anónimo.
Entre
mis lecturas preferidas de Rico, he tenido, desde que apareció, en 1990, su
libro Breve biblioteca de
autores españoles, con un título poco orientador, aunque fundado en
que son los prólogos escritos para una colección de clásicos, doce en total,
aparecida en el Círculo de Lectores. En esta docena de pequeñas joyas, el
crítico, aunque ajustado al canon, esto es, el Cid, Rojas, Cervantes, Quevedo, Lope,
Calderón, etc., se sale de las opiniones
canónicas para afrontar con rigor y libertad, o, si se quiere, con libertad
rigurosa, los textos centrales de la literatura pretérita. Y he aquí un nexo
que sitúa a nuestro amigo en la herencia de don Marcelino; hay muchos, pero
este es particularmente notable: el anhelo de ver o de hacer ver
panorámicamente. Es minucioso Rico para los detalles, pero alza los ojos con
frecuencia para mirar en anchura. Cuando el tajo es excesivo, compromete a los
demás, editores incluidos, para alumbrar textos solventes o difundir doctrina
histórica o crítica. Y ahí está la formidable Biblioteca Clásica que se está
publicando gobernada por él. O la inapreciable Historia y crítica de la literatura española,
que ha puesto al alcance del público lector muchos estudios modernos confinados
en revistas especializadas, recónditas a veces. O sus colecciones «Filología» o
«Letras e Ideas», abiertas al hispanismo más riguroso. Ese afán totalizador lo
empuja a sobrepasar en todo. ¿Publicó don Marcelino las cien mejores poesías
españolas? Pues ahí va su antología Mil
años de poesía española, de 1996, que tiene casi seiscientas, y no
sólo castellanas, sino mozárabes, gallegas, catalanas y vascas. Su ideal, como de
seguro, lo fue el de don Marcelino, sería un mundo literarizado. Se parece al
de Roland Barthes, el cual, cuando le preguntaron qué había de estudiarse en el
Bachillerato; contestó: «Pero ¿es que se puede estudiar otra
cosa además de literatura?»
. Rico se diferencia de Barthes en muchas cosas,
ya lo sé y ustedes seguramente también, pero sobre todo en que él, y contaría
con mi apoyo, extendería la literatura a mucho más que el Bachillerato, incluso
a las Facultades de Letras.
La
disciplina con que se vinculó como catedrático a la Universidad fue la historia
de las Literaturas Hispánicas Medievales, y a ellas ha consagrado estudios de
notable alcance, en especial en las áreas catalana y castellana. De entre todos
ellos, destaco los dedicados al Rey Sabio y, sobre todo, los fundamentales
artículos publicados en 1983 y 1985, con el título de «La clerecía del mester»,
en que este oficio de poetas, un misterioso ente flotante en la Edad Media con
su distante y nueva maestría, queda anclado en la latinidad de los scolares
clerici de entre los siglos XII y XIII, con muchas
de sus peculiaridades poéticas latinas, pero ya inclinados al romance.
Y
otras muchas, muchas hazañas intelectuales debemos a Francisco Rico que no
puedo ya referir. Pero sería culpable la omisión de El caballero de Olmedo editado por él, y que
es, con el ya citado Lazarillo,
dechado de lo que deben ser los clásicos elucidados. Y pecaría si callara otro
gran título de nuestro autor: Nebrija
frente a los bárbaros, que apunta a lo que será otro de sus
estudios fundamentales sobre el amanecer renacentista español.
Estoy
acabando, y no me he referido aún al Quijote,
a la edición del Quijote,
que, en los últimos meses, ha concentrado sobre el editor toda la atención del
público culto y de los medios de comunicación. Creo que pocas veces un esfuerzo
filológico ha despertado tanto interés (tal vez los de Menéndez Pelayo). He
hablado y he escrito ya bastante sobre él, y no voy a hacerlo aquí. Me
contentaré con ponerlo como ejemplo de ese afán totalizador de Rico -todo el Quijote, todo lo que se
sabe sobre el Quijote,
casi todo lo que de importante se ha escrito sobre el Quijote- , en dos
volúmenes compactos. Aunando muchas decenas de voluntades y de talentos, y
aportando él su voluntad y su talento, nos ha dado, antes de que se acabara el
siglo XX, y digna de él, una edición del memorable texto cervantino.
Francisco
Rico es un gran filólogo, en la línea más avanzada de esta ciencia en el mundo.
Trabaja en el surco que abrió para todos Menéndez Pelayo; y ha ahondado en él a
la vez que avanzaba descubriendo vetas nuevas de nuestra literatura, de nuestra
cultura. El premio universitario dotado por el prócer santanderino don Eulalio
Ferrer no podía ir a mejores manos. Premio y premiado se honran mutuamente. Y yo,
que soy devoto de don Marcelino, que cuento a Paco y a Eulalio entre mis amigos
fundamentales, y que tengo un enlace indisoluble con esta Universidad, doy las
gracias a su Rector por haberme invitado a oficiar hoy, permitiéndome proclamar
mi alegría por este galardón tan justo. Si la confieso es porque -estoy seguro-
todos ustedes la comparten.