jueves, 31 de octubre de 2019

«UN HABITANTE DE CARCOSA», UN RELATO DE TERROR DE AMBROSE BIERCE

Comparto un cuento de terror de Ambrose Bierce, tan perturbador que una vez leído se vuelve otra vez a él. Un cuento muy propicio para estas fechas en las que como hemos leído en El Monte de las Ánimas de Bécquer se recupera el gusto por los relatos de fantasmas, almas en pena y aparecidos.
A quienes le guste este género literario pueden encontrar más referencias en el blog, especialmente en esta entrada del curso pasado que os llevará a otras muchas lecturas terroríficas.


UN HABITANTE DE CARCOSA
Existen diversas clases de muerte. En algunas, el cuerpo perdura, en otras se desvanece por completo con el espíritu. Esto solamente sucede, por lo general, en la soledad (tal es la voluntad de Dios), y, no habiendo visto nadie ese final, decimos que el hombre se ha perdido para siempre o que ha partido para un largo viaje, lo que es de hecho verdad. Pero, a veces, este hecho se produce en presencia de muchos, cuyo testimonio es la prueba. En una clase de muerte el espíritu muere también, y se ha comprobado que puede suceder que el cuerpo continúe vigoroso durante muchos años. Y a veces, como se ha testificado de  forma irrefutable, el espíritu muere al mismo tiempo que el cuerpo, pero, según algunos, resucita en el mismo lugar en que el cuerpo se corrompió.


Meditando estas palabras de Hali (Dios le conceda la paz eterna), y preguntándome cuál sería su sentido pleno, como aquel que posee ciertos indicios, pero duda si no habrá algo más detrás de lo que él ha discernido, no presté atención al lugar donde me había extraviado, hasta que sentí en la cara un viento helado que revivió en mí la conciencia del paraje en que me hallaba. Observé con asombro que todo me resultaba ajeno. A mi alrededor se extendía una desolada y yerma llanura, cubierta de yerbas altas y marchitas que se agitaban y silbaban bajo la brisa del otoño, portadora de Dios sabe qué misterios e inquietudes. A largos intervalos, se erigían unas rocas de formas extrañas y sombríos colores que parecían tener un mutuo entendimiento e intercambiar miradas significativas, como si hubieran asomado la cabeza para observar la realización de un acontecimiento previsto. Aquí y allá, algunos árboles secos parecían ser los jefes de esta malévola conspiración de silenciosa expectativa.

A pesar de la ausencia del sol, me pareció que el día debía estar muy avanzado, y aunque me di cuenta de que el aire era frío y húmedo, mi conciencia del hecho era más mental que física; no experimentaba ninguna sensación de molestia. Por encima del lúgubre paisaje se cernía una bóveda de nubes bajas y plomizas, suspendidas como una maldición visible. En todo había una amenaza y un presagio, un destello de maldad, un indicio de fatalidad. No había ni un pájaro, ni un animal, ni un insecto. El viento suspiraba en las ramas desnudas de los árboles muertos, y la yerba gris se curvaba para susurrar a la tierra secretos espantosos. Pero ningún otro ruido, ningún otro movimiento rompía la calma terrible de aquel funesto lugar.

Observé en la yerba cierto número de piedras gastadas por la intemperie y evidentemente trabajadas con herramientas. Estaban rotas, cubiertas de musgo, y medio hundidas en la tierra. Algunas estaban derribadas, otras se inclinaban en ángulos diversos, pero ninguna estaba vertical. Sin duda alguna eran lápidas funerarias, aunque las tumbas propiamente dichas no existían ya en forma de túmulos ni depresiones en el suelo. Los años lo habían nivelado todo. Diseminados aquí y allá, los bloques más grandes marcaban el sitio donde algún sepulcro pomposo o soberbio había lanzado su frágil desafío al olvido. Estas reliquias, estos vestigios de la vanidad humana, estos monumentos de piedad y afecto me parecían tan antiguos, tan deteriorados, tan gastados, tan manchados, y el lugar tan descuidado y abandonado, que no pude más que creerme el descubridor del cementerio de una raza prehistórica de hombres cuyo nombre se había extinguido hacía muchísimos siglos.

Sumido en estas reflexiones, permanecí un tiempo sin prestar atención al encadenamiento de mis propias experiencias, pero después de poco pensé: “¿Cómo llegué aquí?”. Un momento de reflexión pareció proporcionarme la respuesta y explicarme, aunque de forma inquietante, el extraordinario carácter con que mi imaginación había revertido todo cuanto veía y oía. Estaba enfermo. Recordaba ahora que un ataque de fiebre repentina me había postrado en cama, que mi familia me había contado cómo, en mis crisis de delirio, había pedido aire y libertad, y cómo me habían mantenido a la fuerza en la cama para impedir que huyese. Eludí vigilancia de mis cuidadores, y vagué hasta aquí para ir… ¿adónde? No tenía idea. Sin duda me encontraba a una distancia considerable de la ciudad donde vivía, la antigua y célebre ciudad de Carcosa.

En ninguna parte se oía ni se veía signo alguno de vida humana. No se veía ascender ninguna columna de humo, ni se escuchaba el ladrido de ningún perro guardián, ni el mugido de ningún ganado, ni gritos de niños jugando; nada más que ese cementerio lúgubre, con su atmósfera de misterio y de terror debida a mi cerebro trastornado. ¿No estaría acaso delirando nuevamente, aquí, lejos de todo auxilio humano? ¿No sería todo eso una ilusión engendrada por mi locura? Llamé a mis mujeres y a mis hijos, tendí mis manos en busca de las suyas, incluso caminé entre las piedras ruinosas y la yerba marchita.

Un ruido detrás de mí me hizo volver la cabeza. Un animal salvaje -un lince- se acercaba. Me vino un pensamiento: “Si caigo aquí, en el desierto, si vuelve la fiebre y desfallezco, esta bestia me destrozará la garganta.” Salté hacia él, gritando. Pasó a un palmo de mí, trotando tranquilamente, y desapareció tras una roca.

Un instante después, la cabeza de un hombre pareció brotar de la tierra un poco más lejos. Ascendía por la pendiente más lejana de una colina baja, cuya cresta apenas se distinguía de la llanura. Pronto vi toda su silueta recortada sobre el fondo de nubes grises. Estaba medio desnudo, medio vestido con pieles de animales; tenía los cabellos en desorden y una larga y andrajosa barba. En una mano llevaba un arco y flechas; en la otra, una antorcha llameante con un largo rastro de humo. Caminaba lentamente y con precaución, como si temiera caer en un sepulcro abierto, oculto por la alta yerba.

Esta extraña aparición me sorprendió, pero no me causó alarma. Me dirigí hacia él para interceptarlo hasta que lo tuve de frente; lo abordé con el familiar saludo:

-¡Que Dios te guarde!

No me prestó la menor atención, ni disminuyó su ritmo.

-Buen extranjero -proseguí-, estoy enfermo y perdido. Te ruego me indiques el camino a Carcosa.

El hombre entonó un bárbaro canto en una lengua desconocida, siguió caminando y desapareció.

Sobre la rama de un árbol seco un búho lanzó un siniestro aullido y otro le contestó a lo lejos. Al levantar los ojos vi a través de una brusca fisura en las nubes a Aldebarán y las Híadas. Todo sugería la noche: el lince, el hombre portando la antorcha, el búho. Y, sin embargo, yo veía… veía incluso las estrellas en ausencia de la oscuridad. Veía, pero evidentemente no podía ser visto ni escuchado. ¿Qué espantoso sortilegio dominaba mi existencia?

Me senté al pie de un gran árbol para reflexionar seriamente sobre lo que más convendría hacer. Ya no tuve dudas de mi locura, pero aún guardaba cierto resquemor acerca de esta convicción. No tenía ya rastro alguno de fiebre. Más aún, experimentaba una sensación de alegría y de fuerza que me eran totalmente desconocidas, una especie de exaltación física y mental. Todos mis sentidos estaban alerta: el aire me parecía una sustancia pesada, y podía oír el silencio.

La gruesa raíz del árbol gigante (contra el cual yo me apoyaba) abrazaba y oprimía una losa de piedra que emergía parcialmente por el hueco que dejaba otra raíz. Así, la piedra se encontraba al abrigo de las inclemencias del tiempo, aunque estaba muy deteriorada. Sus aristas estaban desgastadas; sus ángulos, roídos; su superficie, completamente desconchada. En la tierra brillaban partículas de mica, vestigios de su desintegración. Indudablemente, esta piedra señalaba una sepultura de la cual el árbol había brotado varios siglos antes. Las raíces hambrientas habían saqueado la tumba y aprisionado su lápida.

Un brusco soplo de viento barrió las hojas secas y las ramas acumuladas sobre la lápida. Distinguí entonces las letras del bajorrelieve de su inscripción, y me incliné a leerlas. ¡Dios del cielo! ¡Mi propio nombre…! ¡La fecha de mi nacimiento…! ¡y la fecha de mi muerte!

Un rayo de sol iluminó completamente el costado del árbol, mientras me ponía en pie de un salto, lleno de terror. El sol nacía en el rosado oriente. Yo estaba en pie, entre su enorme disco rojo y el árbol, pero ¡no proyectaba sombra alguna sobre el tronco!

Un coro de lobos aulladores saludó al alba. Los vi sentados sobre sus cuartos traseros, solos y en grupos, en la cima de los montículos y de los túmulos irregulares que llenaban a medias el desierto panorama que se prolongaba hasta el horizonte. Entonces me di cuenta de que eran las ruinas de la antigua y célebre ciudad de Carcosa.

Tales son los hechos que comunicó el espíritu de Hoseib Alar Robardin al médium Bayrolles.

viernes, 18 de octubre de 2019

LEER, LEER, LEER, VIVIR LA VIDA QUE OTROS SOÑARON

La película de Alejandro Amenábar «Mientras dure la guerra» ha traído de nuevo a la actualidad la figura siempre controvertida de Miguel de Unamuno, uno de los principales autores de la Generación del 98. Os dejo el tráiler de la película por si queréis ir a verla, pues seguramente os descubrirá muchos hechos y protagonistas de los primeros meses de la Guerra Civil, un periodo histórico que trataremos en las clases de Literatura un poco más adelante.



De entre los poemas de Unamuno rescato este que invita a la lectura, en la que ya nos vamos sumergiendo en todos los cursos, y a una profunda reflexión acerca del papel del creador, una cuestión que siempre preocupó al autor bilbaíno.


Leer, leer, leer, vivir la vida
que otros soñaron.
Leer, leer, leer, el alma olvida
las cosas que pasaron.
Se quedan las que quedan, las ficciones,
las flores de la pluma,
las solas, las humanas creaciones,
el poso de la espuma.
Leer, leer, leer; ¿seré lectura
mañana también yo?
¿Seré mi creador, mi criatura,
seré lo que pasó?

miércoles, 9 de octubre de 2019

LA POESÍA DEL FLAMENCO: TEORÍA DEL CANTE

Hoy hemos recibido la visita del profesor y amigo  Pedro J. García, del IES San Alberto Magno de Sabiñánigo, experto y apasionado del flamenco, quien nos ha impartido unas estupendas clases sobre la poesía del flamenco a los alumnos y profesores de 2º de Bachillerato. 
Como la reseña de la charla va a correr a cargo de los alumnos, os quiero compartir unas líneas del maestro Ricardo Molina, entresacadas de su Cante flamenco, una verdadera enciclopedia del mundo del flamenco, y un vídeo de El Torta, uno de los grandes cantaores que hemos escuchado en la clase de hoy.
Ojalá sirva todo esto de aperitivo a la siempre apasionante y deslumbradora lectura de Romancero gitano de García Lorca.


TEORÍA DEL CANTE
El cante flamenco es una excelsa manifestación popular de la lírica. Este es su rasgo característico y al que todos los demás se subordinan. Poesía, música, ritmo, son instrumentos cuya misión es expresar acordes el mundo íntimo, personal y apasionado del cantaor. Este no es nunca un rapsoda que recita ante su auditorio hazañas o aventuras exteriores de un pueblo, ni siquiera de una familia. […] Lo que el cante flamenco expresa son sentimientos e intuiciones radicales del hombre: de ahí esa profundidad u hondura que le valió el epíteto de jondo. Las exigencias de ciertos cantes, en lo que a «letras» o coplas se refiere, es prueba del intenso lirismo que hemos subrayado. Así, el cante de siguiriyas es de tal índole dramático que resulta irreconciliable con toda «letra» que no sea un desbordamiento patético, mientras que las alegrías o los tanguillos apelarán, al contrario, a coplas de tono festivo, risueño y aun satírico.

La música, con todo lo que ella engloba, es en el cante un lenguaje que se ajusta, tal la piel al cuerpo, al argumento sentimental de la copla.

La lírica flamenca no divaga en torno a temas humanos ni los describe o comenta: en cualquiera de sus aspectos va siempre recta, como saeta, al blanco radical de las ultimidades del hombre. No suele quedar en habilidosos términos medios. Más bien se identifica con violentos extremos de dionisíaca tragedia, de dionisíaca bacanal. Expresa intensamente sentimientos exaltados. Y todo ello con un cierto laconismo y una cierta economía. Las coplas suelen impresionar por su desnudez y simplicidad. Ni adjetivos, ni figuras poéticas, ni grandilocuencia retórica. [...] Es el lenguaje de todos los días y es el lenguaje de la emoción sincera. Pero las coplas, como la música, son, por separado, inexpresivas. Se exigen mutuamente de tal modo que forman unidas un nuevo ser, como la unión sustancial de cuerpo y alma.

El cante es un complejo sistema de muy diversos factores. El centro gravitatorio es el hombre interior con sus sentimientos elementales de amor, odio, esperanza, desesperación, temor, alegría… Copla y música cristalizan, perla única, en sus profundidades. Valen por una confidencia.

miércoles, 2 de octubre de 2019

LA MÚSICA DE LAS «RIMAS» DE BÉCQUER

Después de conocer la biografía de Gustavo Adolfo Bécquer en este vídeo del IES Miguel Hernández, nos acercaremos a sus poesías a través de la música, de la que transmiten sus versos y de las versiones que diferentes intérpretes han hecho de las «Rimas».
Para Bécquer las palabras del poema han de transmitir a un tiempo «suspiros y risas, colores y notas» (rima I), es decir, emociones envueltas en un lenguaje plástico y musical. La poesía, afirma el autor en una reseña del libro La soledad de su amigo Augusto Ferrán, es «un acorde que se arranca de un arpa, y se quedan las cuerdas vibrando con un zumbido armonioso». 
La lírica (de lira, que no «enmudeció» nunca como escribe en la rima IV) de Bécquer se nutre de los cantares populares que empezaban a recoger los folcloristas de la época y de la poesía culta, como la del poeta romántico alemán Heine. Está plagada de recursos literarios que marcan el ritmo y la armonía constantemente: la rima asonantada, la disposición de los acentos en los versos, los versos quebrados, las aliteraciones, los paralelismos, las anáforas, el hipérbaton,...
Por ello no es extraño que hayan sido muchos los músicos que se han acercado a las palabras y la música de Bécquer para darnos su versión. He escogido tres muestras bien diferentes: la de un cantautor, Paco Ibáñez, que pone música a la rima LIII («Volverán las oscuras golondrinas»), la del cantaor flamenco Enrique Morente que interpreta la rima LIX y la del grupo de rock Tijuana in blue que toma diferentes versos de la rima LXXIII en «¡Qué solos se quedan los muertos!»







Para los que queráis escuchar más música inspirada por las «Rimas» de Bécquer podéis consultar las entradas del blog Música y poesía de José C. Cárdenas: Las Rimas de Bécquer en la canción popular española y Bécquer y el flamenco.