Comparto un cuento de terror de Ambrose Bierce, tan perturbador que una vez leído se vuelve otra vez a él. Un cuento muy propicio para estas fechas en las que como hemos leído en El Monte de las Ánimas de Bécquer se recupera el gusto por los relatos de fantasmas, almas en pena y aparecidos.
A quienes le guste este género literario pueden encontrar más referencias en el blog, especialmente en esta entrada del curso pasado que os llevará a otras muchas lecturas terroríficas.
UN HABITANTE DE CARCOSA
Existen diversas clases de muerte. En algunas, el
cuerpo perdura, en otras se desvanece por completo con el espíritu. Esto
solamente sucede, por lo general, en la soledad (tal es la voluntad de Dios),
y, no habiendo visto nadie ese final, decimos que el hombre se ha perdido para
siempre o que ha partido para un largo viaje, lo que es de hecho verdad. Pero,
a veces, este hecho se produce en presencia de muchos, cuyo testimonio es la
prueba. En una clase de muerte el espíritu muere también, y se ha comprobado
que puede suceder que el cuerpo continúe vigoroso durante muchos años. Y a
veces, como se ha testificado de forma irrefutable, el espíritu muere al
mismo tiempo que el cuerpo, pero, según algunos, resucita en el mismo lugar en
que el cuerpo se corrompió.
Meditando estas palabras de Hali (Dios le conceda la
paz eterna), y preguntándome cuál sería su sentido pleno, como aquel que posee
ciertos indicios, pero duda si no habrá algo más detrás de lo que él ha
discernido, no presté atención al lugar donde me había extraviado, hasta que
sentí en la cara un viento helado que revivió en mí la conciencia del paraje en
que me hallaba. Observé con asombro que todo me resultaba ajeno. A mi alrededor
se extendía una desolada y yerma llanura, cubierta de yerbas altas y marchitas
que se agitaban y silbaban bajo la brisa del otoño, portadora de Dios sabe qué
misterios e inquietudes. A largos intervalos, se erigían unas rocas de formas
extrañas y sombríos colores que parecían tener un mutuo entendimiento e
intercambiar miradas significativas, como si hubieran asomado la cabeza para
observar la realización de un acontecimiento previsto. Aquí y allá, algunos
árboles secos parecían ser los jefes de esta malévola conspiración de
silenciosa expectativa.
A pesar de la ausencia del sol, me pareció que el día
debía estar muy avanzado, y aunque me di cuenta de que el aire era frío y
húmedo, mi conciencia del hecho era más mental que física; no experimentaba
ninguna sensación de molestia. Por encima del lúgubre paisaje se cernía una
bóveda de nubes bajas y plomizas, suspendidas como una maldición visible. En
todo había una amenaza y un presagio, un destello de maldad, un indicio de
fatalidad. No había ni un pájaro, ni un animal, ni un insecto. El viento
suspiraba en las ramas desnudas de los árboles muertos, y la yerba gris se
curvaba para susurrar a la tierra secretos espantosos. Pero ningún otro ruido,
ningún otro movimiento rompía la calma terrible de aquel funesto lugar.
Observé en la yerba cierto número de piedras gastadas
por la intemperie y evidentemente trabajadas con herramientas. Estaban rotas,
cubiertas de musgo, y medio hundidas en la tierra. Algunas estaban derribadas,
otras se inclinaban en ángulos diversos, pero ninguna estaba vertical. Sin duda
alguna eran lápidas funerarias, aunque las tumbas propiamente dichas no
existían ya en forma de túmulos ni depresiones en el suelo. Los años lo habían
nivelado todo. Diseminados aquí y allá, los bloques más grandes marcaban el
sitio donde algún sepulcro pomposo o soberbio había lanzado su frágil desafío
al olvido. Estas reliquias, estos vestigios de la vanidad humana, estos
monumentos de piedad y afecto me parecían tan antiguos, tan deteriorados, tan
gastados, tan manchados, y el lugar tan descuidado y abandonado, que no pude
más que creerme el descubridor del cementerio de una raza prehistórica de
hombres cuyo nombre se había extinguido hacía muchísimos siglos.
Sumido en estas reflexiones, permanecí un tiempo sin
prestar atención al encadenamiento de mis propias experiencias, pero después de
poco pensé: “¿Cómo llegué aquí?”. Un momento de reflexión pareció
proporcionarme la respuesta y explicarme, aunque de forma inquietante, el
extraordinario carácter con que mi imaginación había revertido todo cuanto veía
y oía. Estaba enfermo. Recordaba ahora que un ataque de fiebre repentina me
había postrado en cama, que mi familia me había contado cómo, en mis crisis de
delirio, había pedido aire y libertad, y cómo me habían mantenido a la fuerza
en la cama para impedir que huyese. Eludí vigilancia de mis cuidadores, y vagué
hasta aquí para ir… ¿adónde? No tenía idea. Sin duda me encontraba a una
distancia considerable de la ciudad donde vivía, la antigua y célebre ciudad de
Carcosa.
En ninguna parte se oía ni se veía signo alguno de
vida humana. No se veía ascender ninguna columna de humo, ni se escuchaba el
ladrido de ningún perro guardián, ni el mugido de ningún ganado, ni gritos de
niños jugando; nada más que ese cementerio lúgubre, con su atmósfera de
misterio y de terror debida a mi cerebro trastornado. ¿No estaría acaso
delirando nuevamente, aquí, lejos de todo auxilio humano? ¿No sería todo eso
una ilusión engendrada por mi locura? Llamé a mis mujeres y a mis hijos, tendí
mis manos en busca de las suyas, incluso caminé entre las piedras ruinosas y la
yerba marchita.
Un ruido detrás de mí me hizo volver la cabeza. Un
animal salvaje -un lince- se acercaba. Me vino un pensamiento: “Si caigo aquí,
en el desierto, si vuelve la fiebre y desfallezco, esta bestia me destrozará la
garganta.” Salté hacia él, gritando. Pasó a un palmo de mí, trotando
tranquilamente, y desapareció tras una roca.
Un instante después, la cabeza de un hombre pareció
brotar de la tierra un poco más lejos. Ascendía por la pendiente más lejana de
una colina baja, cuya cresta apenas se distinguía de la llanura. Pronto vi toda
su silueta recortada sobre el fondo de nubes grises. Estaba medio desnudo,
medio vestido con pieles de animales; tenía los cabellos en desorden y una
larga y andrajosa barba. En una mano llevaba un arco y flechas; en la otra, una
antorcha llameante con un largo rastro de humo. Caminaba lentamente y con
precaución, como si temiera caer en un sepulcro abierto, oculto por la alta
yerba.
Esta extraña aparición me sorprendió, pero no me causó
alarma. Me dirigí hacia él para interceptarlo hasta que lo tuve de frente; lo
abordé con el familiar saludo:
-¡Que Dios te guarde!
No me prestó la menor atención, ni disminuyó su ritmo.
-Buen extranjero -proseguí-, estoy enfermo y perdido.
Te ruego me indiques el camino a Carcosa.
El hombre entonó un bárbaro canto en una lengua
desconocida, siguió caminando y desapareció.
Sobre la rama de un árbol seco un búho lanzó un
siniestro aullido y otro le contestó a lo lejos. Al levantar los ojos vi a
través de una brusca fisura en las nubes a Aldebarán y las Híadas. Todo sugería
la noche: el lince, el hombre portando la antorcha, el búho. Y, sin embargo, yo
veía… veía incluso las estrellas en ausencia de la oscuridad. Veía, pero
evidentemente no podía ser visto ni escuchado. ¿Qué espantoso sortilegio
dominaba mi existencia?
Me senté al pie de un gran árbol para reflexionar
seriamente sobre lo que más convendría hacer. Ya no tuve dudas de mi locura,
pero aún guardaba cierto resquemor acerca de esta convicción. No tenía ya
rastro alguno de fiebre. Más aún, experimentaba una sensación de alegría y de
fuerza que me eran totalmente desconocidas, una especie de exaltación física y
mental. Todos mis sentidos estaban alerta: el aire me parecía una sustancia
pesada, y podía oír el silencio.
La gruesa raíz del árbol gigante (contra el cual yo me
apoyaba) abrazaba y oprimía una losa de piedra que emergía parcialmente por el
hueco que dejaba otra raíz. Así, la piedra se encontraba al abrigo de las
inclemencias del tiempo, aunque estaba muy deteriorada. Sus aristas estaban
desgastadas; sus ángulos, roídos; su superficie, completamente desconchada. En
la tierra brillaban partículas de mica, vestigios de su desintegración.
Indudablemente, esta piedra señalaba una sepultura de la cual el árbol había
brotado varios siglos antes. Las raíces hambrientas habían saqueado la tumba y
aprisionado su lápida.
Un brusco soplo de viento barrió las hojas secas y las
ramas acumuladas sobre la lápida. Distinguí entonces las letras del
bajorrelieve de su inscripción, y me incliné a leerlas. ¡Dios del cielo! ¡Mi
propio nombre…! ¡La fecha de mi nacimiento…! ¡y la fecha de mi muerte!
Un rayo de sol iluminó completamente el costado del
árbol, mientras me ponía en pie de un salto, lleno de terror. El sol nacía en
el rosado oriente. Yo estaba en pie, entre su enorme disco rojo y el árbol,
pero ¡no proyectaba sombra alguna sobre el tronco!
Un coro de lobos aulladores saludó al alba. Los vi
sentados sobre sus cuartos traseros, solos y en grupos, en la cima de los
montículos y de los túmulos irregulares que llenaban a medias el desierto
panorama que se prolongaba hasta el horizonte. Entonces me di cuenta de que
eran las ruinas de la antigua y célebre ciudad de Carcosa.
Tales son los hechos que comunicó el espíritu de
Hoseib Alar Robardin al médium Bayrolles.