En 1979, años después de la publicación de Los cachorros (1967), Vargas Llosa escribió un prólogo para la edición definitiva de Los jefes y Los cachorros en la edtorial Seix Barral.
Transcribo la parte en que se centra en la novela que leemos y estudiamos estos días en clase. Los apuntes del autor sobre el proceso de creación de la novela, el origen del argumento, la conquista de la voz plural que cuenta el relato y las interpretaciones a que ha dado lugar la obra, son interesantísimos.
También el
“barrio” [el de Miraflores, como en Los jefes] es el tema de Los
cachorros. Pero este relato no es pecado de juventud, sino algo que
escribí de adulto, en 1965, en París. Digo escribí y mejor sería decir
reescribí, porque hice por lo menos una docena de versiones de la historia, que
nunca salía. Me rondaba la cabeza desde que leí, en un diario, que un perro
había emasculado a un recién nacido, en un pueblecito de los Andes. Desde
entonces, soñaba con un relato sobre esta curiosa herida que, a diferencia de
las otras, el tiempo iría abriendo en vez de cerrar. A la vez, le daba vueltas
a una novela corta sobre un “barrio”: su personalidad, sus mitos, su liturgia.
Cuando decidí fundir los dos proyectos, comenzaron los problemas. ¿Quién iba a
narrar la historia del niño mutilado? El “barrio”. ¿Cómo conseguir que el
narrador colectivo no borrara a las diversas bocas que hablaban por la suya? A
fuerza de romper papeles, poco a poco fue perfilándose esa voz plural que se
deshace en voces individuales y rehace de nuevo en una que expresa a todo el
grupo. Quería que Los
cachorros fuese una historia más cantada que contada y, por eso,
cada sílaba está elegida tanto por razones musicales como narrativas; no sé por
qué, sentía que, en este caso, la verosimilitud dependía de que el lector
tuviera la impresión de estar oyendo, no leyendo: la historia debía entrarle
por los oídos. Estos problemas, digamos técnicos, fueron los que me
absorbieron. Mi sorpresa fue la variedad de interpretaciones que merecerían las
desventuras de Pichula Cuéllar: parábola sobre la impotencia de una clase
social, castración del artista en el mundo subdesarrollado, paráfrasis de la
afasia provocada en los jóvenes por la cultura de la tira cómica, metáfora de
mi propia ineptitud de narrador. ¿Por qué no?
Cualquiera puede ser cierta. Una
cosa que he aprendido, escribiendo, es que en este quehacer nunca nada está del
todo claro: la verdad es mentira y la mentira verdad y nadie sabe para quién
trabaja. Lo seguro es que la literatura no resuelve problemas —más bien los
crea— y que en vez de felices hace a las gentes más aptas para la infelicidad.
Así y todo, ella es mi manera de vivir y no la cambiaría por otra.
[Las fotografías que acompañan esta entrada son de Xavier Miserachs y son el resultado del encargo que le hizo la editorial Tusquets para ilustrar Los cachorros, ambientada en el barrio de Miraflores de Lima, con imágenes de Barcelona. Dos ciudades y dos mundos distintos que se complementan perfectamente]
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