Esta
entrada es el pequeño homenaje del blog al narrador más extraordinario de los
últimos sesenta años en nuestra literatura, Juan Marsé, fallecido hoy en Barcelona a los 87 años.
Juan
Marsé es un escritor que ha cautivado a varias generaciones de lectores, que
encontraron en sus obras un mundo propio, unos personajes inolvidables, unas
fantásticas aventis y una portentosa lengua
que es fruto de un minucioso y exigente trabajo. Sus novelas hablan del pasado, de la memoria y de sus trampas, de la realidad y de la apariencia, de la vida y de la imaginación, cuestiones que pronto conectan con los intereses y preocupaciones de los propios lectores.
En
otras páginas del blog hemos tratado de dos de sus grandes novelas: Últimas tardes con Teresa o Si te dicen que caí, títulos
emblemáticos de la historia reciente de nuestra literatura. En esta ocasión quiero
compartir con los lectores del blog las primeras páginas del primer capítulo de
la magnífica Un día volveré, otra de
su grandes creaciones, como una invitación a la lectura de sus cuentos y
novelas. Es una muestra, entre tantísimas otras, del arte de Juan Marsé para crear personajes y ambientes, con un estilo inconfudible.
Néstor
tenía dieciséis años y aún llevaba la armónica sujeta al cinturón como si fuese
una pistola.
La noche
que supo que su tío iba a salir de la cárcel birló una botella de anís en el
bar Trola y agarramos la primera trompa de nuestra vida tirados en la acera, en
medio de un olor dulzón a basuras y a ramas de laurel tronchadas. Ya era muy
tarde y el barrio dormía envuelto en una perezosa neblina a ras de suelo. La
luz de la farola centelleaba como un alacrán de plata en el contrachapado de la
armónica mientras Néstor tocaba, la botella pasaba de mano en mano y gemía a lo
lejos la sirena de un buque. Pegada al cristal de la farola, una salamanquesa
proyectaba su sombra en el muro, por encima de nuestras cabezas. Luego nos
levantamos a mear juntos en la esquina de las basuras, codo con codo, las tres
mingas apuntando al mismo sitio. Entonces, a nuestro lado, la negra silueta de
un hombre con sombrero y gabardina se encaramó lentamente por el muro.
—Chavales,
¿quién os ha dado permiso para venir a ensuciar esta pared?
—Picha
española no mea sola.
—Eso no es una
respuesta.
—¿Quiere un
trago, forastero?
—Tú, el de
la armónica. ¿No ves el retrato pintado ahí?
—Yo no, ¿y
usted?
—No me
hables en ese tono.
—Pues
déjenos en paz. Circule.
—Quiero
hacerte unas preguntas. Date la vuelta.
Néstor no
se movió.
—Qué pasa. ¿Es
usted un poli?
—Podría
ser. ¿Dónde vives, mocoso?
—En esta
misma calle.
—Entonces
sabes muy bien lo que tienes delante.
—Aquí sólo
hay un montón de porquería, señor.
—Hay una
cara y te estás meando en ella.
—¿Sí? Está
muy oscuro, yo no la veo...
—¿Quieres
que te la haga ver a bofetadas? Termina de una vez y vuélvete.
—¿Para qué?
—Te voy a
enseñar modales, muchacho.
Néstor se
volvió, despacio, abrochándose la bragueta. No las tenía todas consigo, pero
por lo menos había aguantado hasta terminar lo que empezó. A nosotros, la meada
se nos había cortado hacía rato.
El
desconocido apareció de pronto bajo la luz macilenta del farol como surgido del
mismo asfalto o de una grieta en la noche. Llevaba una trinchera color caqui con
muchos botones y complicadas hebillas, las solapas alzadas y la mano derecha en
el bolsillo. Bajo la sombra del ala del sombrero sus ojos emitían un destello
acerado. Teníamos la sensación de lo ya visto, de haber vivido esta aparición
en un sueño o tal vez en la pantalla del Roxy o del Rovira en la sesión de
tarde de un sábado... El hombre miraba el garabato negro estampillado en la
esquina, el borroso busto regado de orines que parecía asentado en el
maloliente montón de desperdicios y pensé apresuradamente en una excusa: no lo
hacemos expresamente, señor; sólo con que lo hubiesen pintado un poco más
arriba en la pared, aunque de hecho él es bajito y rechoncho, y no es por
ofender, ni las basuras ni las meadas le llegarían nunca a la nariz...
Pero el tipo
ya se estaba metiendo otra vez con el hijo de Balbina:
—¿Sabes que
podría denunciarte? ¿Cómo te llamas?
—Néstor.
—¿Néstor
qué más?
—Julivert.
—¿Cuántos
años tienes?
—Diecisiete,
casi...
—¿Te parece
bonito andar golfeando a estas horas?
—Yo me he
criado golfeando a estas horas, señor.
—No te
hagas el gracioso conmigo o te parto la boca.
—Si cree
que me va a asustar porque sea de la bofia...
—No he
dicho que lo sea. ¿Trabajas?
—En aquel
bar —indicó con la cabeza calle abajo, en la acera contraria—: El toldo
naranja.
—¿Cómo se
llama tu padre?
Néstor
reflexionó antes de contestar.
—No tengo
padre.
—¿Y tu
madre?
—Balbina.
—¿Está
ahora en casa?
—No.
Trabaja de noche.
—¿Dónde?
—¡A usted
qué le importa!
—No me
levantes la voz.
Encendió un
cigarrillo inclinando la cabeza. Vimos sus puños al trasluz de la llama de la
cerilla, fuertes y delicados a la vez, como de alabastro. Miró a Néstor y dijo:
—¿Cómo se
llama tu tío, el que está en la cárcel por atracador? Néstor tragó saliva.
—Se llama
Jan Julivert Mon.
—¿Cuántos
años lleva preso?
—Trece años
menos cuatro meses...
—¿Sabes que
está a punto de cumplir?
—Sí.
El
desconocido tardó unos segundos en hacer la siguiente pregunta:
—¿Te
acuerdas de él? —mirándole fijamente a los ojos—. ¿Crees que podrías
reconocerle, si le vieras ahora?
Por poco se
me para el corazón, nos confesaría Néstor más tarde. El hombre retrocedió un
paso y, como el telón de un teatro, la sombra del ala del sombrero remontó
lentamente su cara hasta la mitad de la nariz. Vimos el mentón duro y la boca
musculosa, los pliegues muy marcados bajo las comisuras, los pómulos altos y
terrosos.
Néstor no
contestó. Luchaba, nos diría luego, con una repentina náusea y un pataleo en la
boca del estómago, como si el mono del anís que habíamos mamado estuviera allí
dentro haciendo cabriolas.
—¿Quién es
usted? —dijo por fin—. ¿Qué quiere?
Por segunda
vez, el hombre pareció dudar. Se llevó el cigarrillo a la boca con el pulgar y
el índice, con la parsimonia de los viejos, le dio una chupada y la brasa
iluminó fugazmente su cara.
—Darte un
buen consejo. Cuando quieras mear en la calle, arrímate a un árbol. Te evitarás
problemas.
—Ya. Como
los perros.
—A no ser
que prefieras dormir en la comisaría.
—Me da
igual.
—Déjate de
bromas con este señor, ¿entendido? —señaló el retrato de la pared.
Néstor
sonrió displicente:
—Hace años
que venimos a mear aquí y el señor nunca se ha quejado.
—No te
pases de listo. Lo digo por tu bien. Y ahora marchaos.
—¿Por qué?
¿Quién se ha creído usted que es?
—Largo, a
mear a otra parte.
—Mi tío no
me habría reñido por eso...
—¿Estás
seguro? —El desconocido se le quedó mirando y añadió algo muy extraño—: Vete a
dormir y abre bien los ojos, muchacho.
Cruzamos la
calle pateando una alpargata vieja y bajamos por la otra acera hacia la plaza
Rovira. Néstor iba haciéndose el remolón. La botella de anís estaba casi vacía
y la tiramos a la cloaca. Al fondo de la cloaca se oían débiles maullidos de
gatitos recién nacidos, y Pablo y yo nos agachamos a mirar.
Cuando
volvimos la cabeza, el hombre ya no estaba bajo el farol. Desde el ángulo más
sombrío de la esquina, siempre con la basura hasta el cuello y meado hasta el
gorro, el Caudillo nos miraba.