Yo también con mis ideas he querido iluminar, alumbrar mi época, este país de sombras, pero no he podido.
Mariano José de Larra
En otro lunes de Carnaval como el de hoy, pero el 13 de febrero de 1837, Mariano José de Larra, uno de los autores románticos más importantes de nuestra literatura, se suicidaba a los veintiocho años. El mismo Larra, desolado, ya nos anunció su final al escribir que en cada uno de sus últimos artículos enterraba una esperanza o una ilusión.
Ese trágico final fue rememorado magistralmente por Juan Eduardo Zúñiga en Flores de plomo, como me comentó mi compañero y amigo Javier Járboles. Del final del capítulo
«Doblan las campanas de Santiago» tomo estas palabras que retratan la imagen de
un ser humano desesperanzado, decepcionado en lo personal, desengañado en el amor y desencantado
de la política y de su patria. El lunes de Carnaval, en un gélido Madrid atestado de máscaras, tras su entrevista con Mesonero Romanos, Larra acude a su casa para recibir a Dolores Armijo, que va a recoger sus cartas y a poner fin a su relación amorosa.
Se pone de pie porque la entrevista ha terminado y debe regresar a su casa de la calle de Santa Clara para esperar la llegada de Dolores. Tendrá que despedirse brevemente del ilustre cronista, recogerá su capa y la chistera en el vestíbulo y bajará a tientas la escalera y saldrá al frío de las calles oscuras, cruzará ante la iglesia de San Luis, pasará a la calle de los Hermanos Preciados y, por el arco de Capellanes, a Celenque, donde encontrará un grupo disfrazado, hombres con ropa de mujer dando gritos atiplados y mujeres que ciñen sus abultados cuerpos con estrechos pantalones, y en la abertura de la boca de las caretas ponen el pitorro de la bota y, alzándola, beben mientras los moja el aguanieve que a ratos cae. Atravesará la ciudad donde nació, dejará atrás las envidias, la ignorancia, atravesará la historia reciente de la política española, de las elecciones de agosto en las que él fracasó como diputado, pasará delante de adustos conventos y cuarteles, cruzará por redacciones de periódicos venales, entre grupos de ociosos que soportan, junto a los escaparates de las tiendas, el agua helada que trae el viento; seguirá por la calle Mayor donde hombres embozados parecen vigilarle y donde unas mujeres le llamarán; él pensará que no sólo en este lunes de carnaval sino durante años, ha vivido rodeado de caretas, falsos rostros y falsas palabras, y él mismo, al escribir sus artículos de oculta intención, o cuando exaltaba sus amores en el drama Macías, quería cubrir toda su vida con una máscara mentirosa y así ha ido madurando en años y trabajos, ocultando su auténtico ser. Verá ante él a un farolero que va prendiendo las escasas farolas.
-Yo también con mis ideas he querido iluminar, alumbrar mi época, este país de sombras -se dirá- pero no he podido.
Al entrar en la plaza de Santiago tendrá enfrente la fachada del templo y se preguntará por quién doblan las campanas, por qué las oyó, tan lejos, cuando estaba en casa de don Ramón, qué auguraban: quizá que Dolores llegaría a visitarle con la careta de la muerte y tras marcharse, llevándose las cartas, nada restaría del amor y las promesas, y sólo pondría digno final a todo abrir el estuche de las pistolas y empuñar una, decidido, para llevarla a la sien derecha y apuntar a Fernando VII, a su padre, a Juan Bautista Alonso, al astuto Martínez de la Rosa, al ministro Calomarde, a Dolores Armijo, al pretendiente Don Carlos, al editor Delgado, a toda una amarga patria, y apretar el gatillo sin vacilar.