Además de los romances que tenéis en el libro de texto, os presento en esta entrada otros dos romances, anónimos, que son verdaderas joyas de nuestra poesía tradicional. Los dos van acompañados de sendas versiones musicales seleccionadas entre las muchas que existen, prueba de la vitalidad que los romances siguen teniendo hoy. Paco Ibáñez y Amancio Prada, autores de esas versiones, son dos de los cantautores que mejor han puesto música a los poetas españoles de todos los tiempos.
El «Romance del prisionero» muestra el sentimiento de tristeza, soledad y angustia de un prisionero ante la imposibilidad de disfrutar en libertad de la belleza de la naturaleza y de los placeres del amor.
ROMANCE   DEL PRISIONERO 
cuando hace la calor, 
cuando los trigos encañan 
y están los campos en flor, 
cuando canta la calandria 
y responde el ruiseñor, 
cuando los enamorados 
van a servir al amor; 
sino yo, triste, cuitado, 
que vivo en esta prisión; 
que ni sé cuándo es de día 
ni cuándo las noches son, 
sino por una avecilla 
que me cantaba el albor. 
Matómela   un ballestero; 
dele   Dios mal galardón. 
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El «Romance del enamorado y de la muerte» muestra con estremecedora verdad el temor a morir, el deseo de huir de la muerte y la petición de un tiempo para vivir. En él, amor y muerte, deseos de vivir y destino fatal e inevitable se dan cita para crear una atmósfera de dramático final, como señaló la profesora Amparo Medina-Bocos. La tensión dramática se concentra al final, cuando el enamorado encuentra la muerte en su intento desesperado de huida. Pero el misterio no se aclara del todo: queda la duda de si ha sido sólo un sueño. Esto se debe al paso de la primera persona narrativa del principio a la tercera persona a partir del verso diecisiete. Al principio tenemos el relato de un sueño por quien lo ha soñado, pero después se cuenta la huida del enamorado por alguien que ya no es él mismo, sino un narrador que está fuera del sueño.
ROMANCE DEL ENAMORADO 
Y LA MUERTE 
Un   sueño soñaba anoche  
soñito   del alma mía,  
soñaba   con mis amores,  
que   en mis brazos los tenía.  
Vi   entrar señora tan blanca,  
muy   más que la nieve fría.  
—¿Por   dónde has entrado, amor?  
¿Cómo   has entrado, mi vida?  
Las   puertas están cerradas,  
ventanas   y celosías.  
—No   soy el amor, amante:  
la   Muerte que Dios te envía.  
—¡Ay,   Muerte tan rigurosa,  
déjame   vivir un día!  
—Un   día no puede ser,  
una   hora tienes de vida.  
Muy   deprisa se calzaba,  
más   deprisa se vestía;  
ya   se va para la calle, 
en   donde su amor vivía.  
—¡Ábreme   la puerta, blanca, 
ábreme   la puerta, niña!  
si   la ocasión no es venida?  
Mi   padre no fue al palacio,  
mi   madre no está dormida.  
—Si   no me abres esta noche,  
ya   no me abrirás, querida;  
la   Muerte me está buscando,  
junto   a ti vida sería.  
—Vete   bajo la ventana  
donde   labraba y cosía,  
te   echaré cordón de seda  
para   que subas arriba,  
y   si el cordón no alcanzare,  
mis   trenzas añadiría.  
La   fina seda se rompe;  
la   muerte que allí venía:  
—Vamos,   el enamorado,  
que   la hora ya está cumplida. 
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