Haced como los relojes de sol: contad solo las horas luminosas. ( E. Jünger)
¡Que jamás lleguemos a ser tan viejos como para perder la capacidad de reírnos convenientemente de las hazañas de aquellos que de repente se levantaron y partieron como ineptos porque los libros les habían vuelto locos! Por el contrario, ¡estemos siempre con aquellos que se marcharon una buena mañana, firmes en los estribos, a pleno sol, con una fe inquebrantable en sí mismo y en los tesoros del mundo! Uno no puede cansarse de oír hablar de tales hombres, de su entusiasmo, de sus luchas y sus derrotas. ¿Qué significa frente a ello el éxito que el tendero mide con la vara? Más que el aventurero de Balzac, meridional y astuto, que hace su entrada en la gran ciudad para llegar a conquistarla, prefiero al héroe de Stendhal, en el que arde el fuego nórdico con la llama orgullosa y salvaje del vikingo y del noble cruzado, y cuyas peripecias narra ese hombre singular, en sus mejores momentos, con una voz que oscila entre la risa y el llanto. Pero más aún que a los Julien Sorel y los Fabricio del Dongo prefiero al Caballero de la Triste Figura.
Cuando –yo no debía de tener más de diez años– ese libro de un hombre para quien la espada y la pluma estaban unidas por una profundísima necesidad cayó en mis manos, no encontré en sus páginas ni una pizca de humor. Lo leí con una seriedad realmente española. Que fuese un desatino destripar odres de vino a golpe de espada, sabe Dios que yo no reparé en ello. Participé con todo el respeto en la armadura de caballero y también tomé parte, temblando de miedo, en la terrible noche previa a la aventura de los batanes. Que a Sancho lo mantearan sobre la sábana me pareció un acerbo desafuero cometido contra un valiente compañero de armas y fiel camarada. Cada vez que se desenvainaba la espada o se rompía una lanza para dar fe de los modales caballerescos frente a los bellacos, me sentía orgulloso de mi señor de La Mancha. Pero lo que hoy día aún me gusta como en aquel entonces es que ese hombre ya no fuera un jovenzuelo cuando descubrió los fondos ocultos que posee el mundo. Es todo un espectáculo ver cómo el vástago de la locura comienza a verdecer sobre esa vida ya árida y reseca y, empujado por un fuego interior, se transforma en una selva virgen que le rodea con una espesura impenetrable. En aquella época creía que era preciso ser viejo para poder acometer proezas tan grandes y dignas, y hoy día sé que los viejos locos son los mejores.